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Baúl del olvido

Los baúles siempre se asocian con receptáculos donde se acumulan cosas viejas. Cuando les cambiamos el nombre por cofre, inmediatamente lo asociamos con los cofres del tesoro de los piratas o los cofrecitos donde las mujeres guardan sus joyas más apreciadas.
Los baúles generalmente los suben al ático, al cuarto de los triques, o a los sótanos y ahí se les abandona.

Muchas personas convierten en baúles a sus propios ancianos. Como ya no son cofres que den dinero o al menos prometan un tesoro de herencia para que se les mime, las personas van dejándolos solos.

En los asilos es frecuente ver autos o taxis que se detienen frente al portón, personas más jóvenes animan a descender al abuelo o abuela, en ocasiones le dan en una bolsa o maleta sus pertenencias y con dulce voz le dicen: “Espérenos aquí abuelit@, vamos a estacionar el coche y regresamos, así ud. no tendrá que caminar tanto.”
Pasan las horas y los encargados del asilo los hacen pasar cuando ya es de noche y ven que han sido abandonados. Jamás regresan por el baúl del olvido.

En las notarías se ven lastimosas escenas de ancianos que son llevados por sus “herederos” para que dejen los papeles en regla. Se ve la ambición en los ojos de unos y la desolación de quien habrá de firmar para que el día que: “… ya no esté, dejé todo en regla y no cause molestias a nadie”.

Son terribles las historias de aquellas personas que deciden heredar en vida a sus sucesores. Normalmente terminan en la ruina y el abandono.

Sara quedó huérfana de padre a los siete años. A los pocos años, su madre contrajo nupcias con un hombre mucho mayor que ella. El padrastro nunca fue asimilado por la niña y cuando ella ya era una jóven casadera, en la primera oportunidad, se fue a vivir al extranjero y ahí se arrejuntó con un hombre. Una o dos veces al año venía a visitar a su madre. En una de las últimas ocasiones encontró a su madre devastada porque el padrastro ya tenía Alzheimer y era un desgaste cuidarlo diariamente.

La convenció de que lo mejor sería instalarlo en un asilo en Cuernavaca donde seguramente los profesionales podrían atenderlo mejor y asimismo convenció a la madre que se mudará a un departamento rentado, más pequeño, para que no tuviera tanto quehacer y a la vez se deshiciera de sus propiedades.

Sara recibió la herencia de la venta de las propiedades y mientras conducía el auto para que llevaran al padrastro hacia Cuernavaca, de súbito detuvo el auto en el bosque antes del paraje conocido como ”Tres Marías” y le dijo a su madre: “¿Por qué no lo dejamos aquí y así nos ahorramos lo del asilo?”
La anciana madre no comprendía bien lo que la hija intentaba hacer.
Sara le dijo que al fín el hombre ya no entendía, ni hablaba y con dificultad tragaba el alimento.
A lo que la anciana repuso: ¡Pero es tu Padre!
La muchacha enfurecida le contestó: ¡No mamá, no te equivoques! Ese viejo no es mi padre, es tu marido y además siempre fue un viejo cochino que yo creo que me deseaba porque se le notaba en sus miradas.
La madre espantada le inquirió: ¿Te tocó, te hizo algo?
¡No! Respondió Sara, no se necesita que te toquen para que te acosen. ¿Qué no has visto todo el movimiento de “Me too”?
¡Ay hija! ¿Dejaste pasar tantos años para decirme esto?
Después de dejarlo en el asilo, Sara llevó al departamento rentado para dejar bien instalada a su madre. Se despidió para regresar a Canadá.

Los recibos de pagos vencidos del asilo se fueron acumulando en el departamento junto con los recibos vencidos de la renta, la luz y el gas, etc. que Sara nunca mandó pagar.
Llegó el día en que desalojaron a la mamá de Sara con sus viejas pertenencias.

Sentada en la banqueta, con sus ojos desorbitados, la anciana veía hacía el infinito.

Ella ya era un baúl más… un baúl del olvido.