Una extraña fascinación causan los laberintos. Si recordamos desde nuestra infancia existía una atracción hacia los laberintos. Pocas veces tuvimos oportunidad de entrar y caminar por uno físicamente como el de la afamada película de Stanley Kubrick: “El Resplandor”*.
* Una costumbre de la jardinería europea que raramente lo vemos en América.
En cambio, tanto en los juegos de mesa como en algunas manualidades infantiles se nos invitaba a seguir con un lápiz el laberinto impreso. Era frustrante topar con un camino cerrado y emocionante encontrar la salida.
Luego en la etapa de estudios de la historia de la literatura grecolatina y de la historia misma volvimos a oír de los laberinto de Knossos (Creta) donde el Minotauro reinaba y Ariadna utilizaba un hilo para no perderse en el laberinto.
En mi lejana memoria, yo recuerdo haber jugado en un laberinto en algún Club campestre al que me llevaron. No recuerdo en dónde fue físicamente pero de que lo experimenté no me cabe duda alguna. Los setos eran de cedro rojo y su aroma aún lo recuerdo.
Así como los anteriores laberintos podemos hablar de los laberintos de la mente. Un complejo y articulado conjunto de caminos, unos con desenlace feliz y otros de tortuoso recorrido sin llegar a meta alguna.
Hace años llegué un sábado en la mañana a visitar a un cliente en La Piedad,
Michoacán. En su oficina me indicaron que me pedía fuera a un hotel-resort cerca de Guadalajara por lo que debía tomar un autobús en la central camionera para que llegara al destino señalado. La instrucción era que me estacionara en la central de autobuses y abordara un camión hacia Guadalajara donde un chófer pasaría por mi.
El hotel estaba dentro de un complejo turístico que creo pertenecía a las Chivas del Guadalajara u otro equipo de futbol y se encontraba cercano al bosque llamado La Primavera. Y así fue, llegué y un chófer aguardaba para mi traslado.
Mi cliente era un destacado genetista de origen inglés experto en porcicultura.
Al llegar al hotel, él se encontraba con su esposa (mexicana) y su pequeño hijo.
Trabajamos las estrategias de mercadotecnia mientras él bebía continuamente su clásica botella de whisky “Johnnie Walker”. Era común en él que bebiera en las tardes después de sus fatigosas jornadas que iniciaban en la madrugada visitando las granjas. Pero ése día había empezado a beber desde temprano. Después de la comida seguimos trabajando hasta cerca de las siete de la noche. Me despedí, retirándome a mi habitación y él permanecía en el lobby bar.
El hotel era de varios pisos con un gran atrio central, de tal manera que todos los pisos y habitaciones circundaban al lobby de la planta baja y se podían ver todos los corredores.
Ya en la madrugada, desperté sobresaltado al escuchar que –con la acústica del lugar y en especie de eco–, retumbaba una voz de mujer que gritaba pidiendo auxilio y pronunciaba mi nombre y apellido a la vez que la voz de mi cliente profería majaderías en inglés. Una extraña sensación me produjo escalofríos. Creí que los gritos eran parte de una pesadilla pero a los pocos segundos se repitieron los gritos ya estando yo perfectamente consciente.
Me dirigí a la puerta de la habitación, la abrí y me asomé. Vi que la esposa de mi cliente corría cargando a su pequeño hijo huyendo del esposo que completamente borracho la perseguía. Me vino al instante el recuerdo de Jack Nocholson en “El Resplandor” persiguiendo a su mujer e hijo en el hotel de las montañas.
Finalmente, de los pisos inferiores la mujer logró llegar hasta mi habitación y me suplicó la protegiera. Cerramos la puerta pero a los pocos segundos llegó el briago y comenzó a golpear mi puerta mientras yo marcaba a la administración para pedir ayuda.
Se tardaron bastante en llegar y afortunadamente se lo llevaron. El gerente encargado cambió a la mujer a otra habitación para que estuviera protegida.
A la mañana siguiente –después de empacar– bajé al lobby para cerrar la cuenta, pedir un taxi y me encontré con la pobre mujer toda “moreteada” y su hijo. Estaba con sus maletas listas y le ofrecí que se vinieran en el taxi para regresar a La Piedad.
Llegamos a la estación. Compré los boletos y abordamos el camión. De pronto, en el andén apareció el inglés llamándola a gritos. Como todavía no arrancaba el camión le sugerí se ocultara en los asientos para evitar que la descubriera y que lo mejor sería que ya en La Piedad regresara a casa de sus padres y metiera una demanda legal.
Todo parecía lógico que la mujer deseaba estar protegida y evitar el encuentro serviría para ir pavimentando su separación. Pero para mi sorpresa, tomó en brazos al crío, pidió que bajaran sus maletas del camión y corrió al encuentro de su torturador.
Me quedé estupefacto. Arrancó mi camión y conforme nos alejábamos del andén todavía pude verlos abrazándose con cariño y caminar hacia la salida de la estación.
Los laberintos de la mente me sorprenden. Nunca he podido explicarme el grado de maltrato que los seres humanos están dispuestos a sufrir con una pareja tóxica. No solo me refiero a las mujeres ni a los niños, sino también a los hombres que en innumerables ocasiones también sufren de ello.
Es evidente que la mayor parte de las víctimas del maltrato intra-familiar son mujeres y sus hijos pero vivir en la esclavitud del que tortura me parece inconcebible. Los feminicidios son un terrible fenómeno que en las últimas décadas han aumentado en nuestro país, así como los crímenes de odio hacia las preferencias diferentes.
El comportamiento de la mente es tan tortuoso como el diseño del encéfalo que visualmente se parece a una nuez de castilla con los surcos parecidos a los de un laberinto y la cisura de Silvio que divide al cerebro humano en dos hemisferios.
Simbólicamente podemos hablar de un laberinto, tan complejo y desconocido que cuesta trabajo explicar el gusto por el dolor y el maltrato que se da entre los seres humanos y sus relaciones de dependencia o co-dependencia. Algunas personas lo explican por la necesidad económica de la subsistencia de las víctimas pero en muchas ocasiones no es precisamente el aspecto económico sino es como un camino sin retorno, un muro con el cuál quedan los seres arrinconados, sufriendo, aguantando y sin mayor expectativa de vida que el dolor. Son los laberintos de la mente.