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El mar

Quizás recuerdes la primera vez que viste el mar. A lo mejor naciste junto el oceáno o posiblemente desde pequeño acostumbraste ir de vacaciones al mar.
 
No cabe duda que los documentales y programas televisivos sobre el mar fascinan a una gran cantidad de audiencias.
 
También recordarás los mitos de cuando te sugerían colocar tu oído en un caracol de mar, esos de color blanco, grandes en tamaño y con un brillante color rosa en su enigmático interior y que te decían: “¡Póntelo al oído y vas a escuchar como revientan las olas del mar!”
Y sí, te la creías, aún con la fascinación de tu ignorancia sobre acústica.
 
Para muchos de nosotros, el contacto con el mar fue un habitual periodo de las vacaciones escolares y ya no nos cautivaban los recorridos de turistas por primera vez en Acapulco con las lanchas de fondo de cristal para ver a los peces globo, a la flora y fauna marina, incluyendo la consabida visita para ver la virgen sumergida entre las rocas. Tampoco era muy amigable el mar de Veracruz con su mala fama de tiburones y chapopote vertido sobre la arena. Existían otros atractivos en la playa que los del turista común.
 
El mar fue mi compañero vacacional preferido. Salía de la casa de mis Abuelos después de desayunar, con mis pantalones cortos, playera y toalla al hombro. Me calzaba con sandalias de plástico, de esas que se mete un postecito entre el dedo gordo y los demás dedos. Caminaba unas tres cuadras por el semi-abandonado fraccionamiento de Copacabana, junto al Pierre Marqués, el Princess y la Playa del Revolcadero. A medida que me acercaba a las dunas de gris arena el rugir de las olas se incementaba. Luego la magia de la brisa que refrescaba al cuerpo del hiriente sol que se intensificaba conforme avanzaba hacia el zenit.
 
Corría veloz, dando saltitos pare evadir la zona de arena seca hirviente y me descalzaba en la zona donde la arena gris ya estaba humedecida por la espuma del mar. Ahí empezaba un viaje a la imaginación. Trataba de entender porqué las olas vienen y van. ¿De dónde agarran la fuerza para golpearse unas a otras?
 
Luego la ternura del agua semicristalina que se acurruca en la playa.
Me hice amigo de los pescadores de lisas, me enseñaron a pescar con la tarraya, aprendí a escarbar en la arena y sacar las jaibas. Juntaba hasta dos cubetas llenas de esos crustáceos para luego regalárselas a una señora «gachupina» que habitaba en una de esas casas que daban a la playa. Jamás las llevé a casa para que las guisaran. Eran tiempos donde aún no éramos ecologistas.
Me aterraba encontrar las serpientes de mar con su piel negra y rayas amarillas que agonizaban después de que la resaca nocturna las había expulsado del reino de Neptuno.
Gozaba ver a los tildíos caminando con sus patas flacas sobre la arena húmeda siempre iban frente a mi, más veloces que mi paso y cuando parecía que los alcanzaría, me tanteaban y emprendían el vuelo. Las voraces gaviotas acechaban a los bancos de peces mientras tirábamos de la red y los pelícanos zambullidores que volaban en fila india — alineados en paralelo a la orilla del mar– súbitamente me sorprendían sumergíéndose para pescar. O los álbatros que planeaban como papalotes en las corrientes térmicas.
 
Era hermoso ver a los delfines saltar en las olas más alejadas y sentir escalofrío cuando divisábamos a los tiburones. Se les veía a través de las olas, a contraluz o se les notaban sus aletas zurcando velozmente el agua.
Mis pies en la arena, húmedecidos por las olas pero en tierra firme, me hacían sentir seguro sin riesgo de los tiburones.
 
Aprendí a tenerle respeto a las aguamarinas y a mantarrayas. Descubrí cómo detectar las pozas que se formaban en la segunda y tercera ola cuidándome de no ser engullido por remolinos.

¡Ah! Los castillos de arena. Una maravilla para la imaginación era construirlos. Apelmasar con la arema húmeda formando los torreones o simplemente hacer figuras dibujadas en la arena. Recoger conchitas y caracoles.
A veces optaba por tomar una vara e imaginarme que era mi espada luchando contra los piratas imaginarios. Me acostumbré a jugar solo. Sabía medir la hora con la sombra del sol y después de esas fantásticas caminatas regresaba a casa para comer.
En la tarde era ir nuevamente a la playa pero ahora acompañado por los Abuelos o mis Papás. Íbamos a una especie de ritual para esperar la puesta de sol y ver cómo el enorme disco naranja salpicaba todo de rojo. Cómo el astro pintaba una gama tornasolada en el cielo mientras lentamente se escondía en medio de una extraña bruma hasta ahogarse en un horizonte jamás descubierto, lejano, infinítamente distante.
 
Tendría trece o catorce años y viajé a Puerto Escondido, Oaxaca con mis padres. Iba yo solo sin mis hermanos. Dejé a mis Padres desayunándose en el hotel y les dije que iría a caminar junto al mar. Al fondo de la bahía había unos cerros y acantilados donde reventaban las olas.
Me atrajo el lugar. Llegué a las rocas y descubrí un pequeño canal de agua cristalina. El canal separaba la tierra firme de unas rocas donde golpeaban las feroces olas. Se me hizo fácil bajar, cruzar caminando el canal de agua, se veía a través del agua clara la arena amarilla.
Quería sentir la fuerza del mar, que la brisa me salpicara de agua donde reventaban las olas. Al ir cruzando –a medio canal– escuché un golpe estrepitoso. Rugió el mar y me engulló revolcándomeentre espuma y arena. Me empujó con fiereza para azotarme contra las rocas. Mis ojos veían todo como si fuera en cámara lenta. Arriba de mi se veía el sol y las burbujas de agua que,– como lentes difractores–, brillaban. Extendí uno de mis brazos en un intento de nadar hacia la superficie. Mi cuerpo parecía un trapo sacudido por la marejada. Parecía que irremediablemente me estrellaría en las rocas.
De súbito, justo donde brillaba el sol ví una sombra. Una mano atrapó a la mía. Con una descomunal energía me jaló sacándome hacia la superficie.
Era un muchacho más grande de edad que yo.
Me sacó a la orilla liberándome de las turbulentas aguas del mar que furibundo se fue lentamente apaciguando.
–¿Estás bien?–, me preguntó.
–¡Gracias! Me salvaste–, le repuse entre los nervios que me quebraban la voz.
–El mar es muy traicionero–, me dijo, –Yo vengo aquí a ver al mar. Me gusta estar en estas rocas y fumarme mi cigarrito (era de mota).
Soy hijo del General encargado de la zona militar de ésta región–, concluyó y me invitó a regresar hacia lo poblado.
Caminó junto a mi hasta llevarme al hotel donde plácidamente mis padres me esperaban.
Les narré lo sucedido. Le dieron las gracias al muchacho y lo invitaron a comer.
No recuerdo su nombre y jamás lo volví a ver. Lo único que sé es que el mar siempre será una incógnita para mí. Siempre me sorprenderá lo impredecible que puede ser.
 
El mar es como nuestras vidas. Vigoroso a veces, plácido en otros momentos, tormentoso y enigmático siempre.