La llamada

Mi padre era un hombre fuerte, de carácter, culto y con una voluntad férrea. Había ejercido como médico cirujano dedicado a atender pacientes de escasos recursos en su austero consultorio. Muy trabajador y siempre repetía que la única herencia que nos dejaría sería nuestra educación. En eso nunca escatimó.

Llevaba ya varios años de haberse retirado y vivía en Cuernavaca. Pintaba, leía mucho y cuando podía viajaba, ya que viajar y excursionar era su verdadera pasión.

Esa tarde me llamó como a las 15 horas. Con su estentórea voz me dijo:

–Fui a revisión con los especialistas y me dan 3 meses de vida. Ya tengo metastasis en varias partes del cuerpo.

El mensaje era impactante.

Me sacudió por dentro.

Respiré profundo y le dije con una voz aparentemente tranquila: “Permíteme”. Seguramente pensó que estaba ocupado o con personas en la oficina. Pero no. Respiré profundamente y volví a tomar la bocina.

–Me dicen que, ¿cuánto tiempo más quieres vivir?

Sorprendido me contestó: ¿Quién te dice? A lo que le pedí que respondiera simplemente a la pregunta.

–Pues como unos cinco años–, me dijo—pero no estoy dispuesto a quemarme por dentro con quimio o radioterapias.

Volví a pedirle que me esperara. Despues de una breve pausa, nuevamente respiré profundo y le dije:

–¡Concedido! Me informan que tienes cinco años más de vida. Empaca porque en una hora y media paso por ti. Nos vamos de viaje.

Cuando llegué a su casa ya me esperaba en la banqueta con una pequeña maleta y su sombrero puesto en su calva. Subió a mi auto, me dio un beso y le comenté que haríamos un pequeño viaje al que le había nombrado “el viaje para dar gracias a la vida”.

Fueron tres días de periplo. La primer noche dormimos en Cholula y temprano al amanecer él ya estaba de pie paseando por los plantíos de cempazuchil. Era la víspera del día de muertos. La neblina se despejaba para ver la enorme pirámide con su iglesia en la cima y los majestuosos volcanes cubiertos de nieve. Partimos rumbo a Xalapa y pasamos por Cofre de Perote en medio de una torrencial lluvia. A medio camino, con los campos verdes y profusamente floridos se despejó la lluvia abriéndose las nubes y en el cielo lucían dos bellísimos arcoiris.

–¡Tenemos mucha suerte! –excaalm-e,–No siempre ves dos arcoiris.

En Xalapa visitamos la Hacienda del Lancero y pernoctamos para salir temprano a Veracruz. Desayunamos delicioso en la Parroquia, fuimos al acuario, visitamos a San Juan de Ulúa, comimos deliciosamente pescados y mariscos en Antigua. En fin, se notaba que mi Padre estaba disfrutando lo que le restaba de la vida.

Regresamos a Cuernavaca. A los pocos días se “donó” para una investigación en el Instituto Nacional de la Nutrición Salvador Zubirán. Se integró a un grupo de 12 pacientes con los que experimentarían nuevos medicamentos. El protocolo duró varios meses y de los doce pacientes sobrevivieron solo cuatro, entre ellos mi Padre.

Decidió irse de viaje a Alaska y después pasó seis meses en Florida perfeccionando su inglés. Regresó y continúo su rutina de leer libros, pintar y escribir sus anotaciones. Le visitaba cada semana y le llevaba un libro nuevo. Me empecé a hacer adicto a comprar libros. Al regresar cada semana me comentaba sobre mi elección y calificaba su agrado o desagrado del texto. Tenía sus tertulias con sus hermanas, amigos, etc. Todo dentro de su habitual vida.

Al cumplirse los cinco años, le invité a un viaje a Campeche donde nos acompañaría mi mamá también. Después de visitar los fuertes, zonas arqueológicas, etc. un día fuimos a una zona maya abandonada, casi en ruinas. Tenía un cenote seco y la pirámide semiderruida. Mi madre se sentó a la sombra de un árbol. Mi padre cortó una vara fuerte y usándola como bastón me invitó a subir. Llegamos a la cúspide. Había una habitación con los típicos techos de arco Maya. Me pidió que guardara silencio porque escuchaba unas voces detrás de la construcción.

Con su habitual curiosidad fue a ver quién estaba. No había persona alguna. Lo ví notablemente cansado. Le comenté que ya habían pasado los cinco años que habíamos pedido de gracia. Y le inquirí si deseaba que pidiera más tiempo a lo que me contestó:

–¡No! Con cinco años estuvo muy bien. Hice lo que me faltaba hacer. Ya estoy cansado.

Regresamos y transcurrieron cuatro meses más. Un domingo fui a verlo. Jamás se quejó pero se notaba visiblemente adolorido. Nos sentamos al borde de la cama, tomé sus enormes volúmenes de albums de fotografías y dejamos transcurrir el día viendo fotos, haciendo comentarios chistosos de las mismas. Fue un viaje a través de su vida en imágenes.

Debía yo regresar a la ciudad de México. Me despedí. Y dijo:

–Gracias. Perdóname por haber sido un Padre muy duro. Reconozco que fui muy estricto e injusto.

Se le humedecieron ligeramente los ojos.

Respondí: “Al contrario, gracias por haber sido como fuiste. Porque eso me formó mi carácter. Me ayudaste a tener la templanza para enfrentar los retos de la vida”.

Al día siguiente murió.

Una semana después me llegó una carta póstuma. Me reiteraba su gratitud.

Una llamada para pedir más años de vida a veces es muy oportuna. Si te conceden tu deseo podrás enmendar algunos de los muchos errores que has cometido por el natural atropellamiento de las emociones.

Al fin, ése tiempo lo puedes aprovechar para darte cuenta que la mayor parte de tu tiempo lo desperdicias sin gozar de quienes realmente amas.