Olor a pólvora

Cuento con 3 finales. Elige el que más te guste. Por Juan Okie G.

Todo está tan silencioso. Hay una calma mortal.
El olor a pólvora siempre me ha molestado.
¿Te acuerdas?

Esas tardes de Otoño, cuando íbamos de cacería, caminábamos sobre el mullido musgo, la fresca hojarasca, por entre los troncos de los enormes árboles del bosque.

Cuando el sol bronceaba las hojas secas, las pisábamos con emoción. Parecíamos niños jugando.

Luego, recobrábamos la calma. Guardar silencio y esperar pacientemente hasta escuchar a los animales en el bosque. Un aleteo por aquí, el trino de una ave, los brincos sorpresivos de una liebre o el parsimonioso caminar de un venado mientras anda pastando.

Nos sudaban las manos. La adrenalina recorría nuestros cuerpos mientras confirmábamos que la presa estaba a la distancia correcta para no errar el tiro.

Apuntabas con interés, mitificando el ritual de exterminar a la naturaleza.
La detonación rompía la armonía del bosque.
Un silencio le sucedía, luego corríamos entusiasmados a recuperar la presa… riendo… plenos de sadismo.

El olor a pólvora se impregnaba en nuestras ropas; en nuestras manos: en el plumaje o en la piel de la víctima y sobre todo, en nuestros cuerpos.

La noche se nos venía encima y ya cobijados, con el calor de la chimenea, recostados sobre el blando sofá o revolviéndonos entre las sábanas, el olor a pólvora retornaba.

La respiración se suspendía y por momentos, la agitación de los cuerpos, parecía permanecer estática.
El olor a pólvora nos daba náuseas. Corríamos al baño, desnudos, sudorosos y nos enjabonábamos varias veces, tratábamos de erradicar el maldito olor a pólvora.

Pero al día siguiente, volvíamos a salir a matar, a impregnarnos nuevamente de pólvora, a reír y pisotear la hojarasca… a destruir.

Hasta que llegó ése día…

Sí, ése día en que no pudimos matar.
Llegamos como siempre, apuntaste con el mismo cuidado.
La detonación rompió el silencio y corrimos a recobrar la presa, pero hallamos al animal herido… sufriendo.
Al verlo, lloraste.
Te tome entre mis brazos, estrechándote contra mi cuerpo y te besé.
Tu llanto se interrumpió.

Nuestros labios se abrazaron e incansablemente se mezclaron, el terror y el amor.
Cesó de gemir el animal.

Volvimos en sí, era ya bastante tarde.
Regresamos por el camino de siempre.
Juraste nunca más ir de cacería.

Esa noche, la luna iluminaba el valle y su luz se filtraba por la ventana.
No podíamos dormir.
Me dijiste lo que sentiste al ver al animal herido.
Volviste a jurar nunca más matar a un animal.
Pediste que guardara bajo llave las armas.

El viento silbaba.
Cerraste los ojos y dormiste envuelta en el temor.
Las obsesiones empezaron a visitarte.

Ya no eras la misma.
Te bañabas varias veces al día y conservabas todo tan limpio.
Odiabas a la suciedad.

Ya no salías a caminar conmigo por el bosque. Te fuiste encerrando cada vez más, en la casa.
Empecé a extrañar tu alegre risa, o inclusive, tu conversación, cuando hacías una pausa en tus lecturas.
Te acostabas temprano, no te gustaba permanecer junto a la chimenea.

También sentí la ausencia de tus mimos.
Luego empezaste a dormir en otro cuarto.
Me decías que la cama era incómoda, que preferías dormir sola.
Ya no te dije nada, ni te reproché por los cambios de conducta, que nos estaban alejando.

Tu cuarto se convirtió en tu propia celda. Ahí te enclaustrabas.
Mientras tanto, yo paseaba por el bosque acompañado por el perro.
Aparentando sigilo, iba a la ciudad solo, me empezaba a encargar de todo. Traía las provisiones, te guisaba y buscaba las mil y una maneras de capturar tu atención… tan solo fuera tu mirada.
Comencé a tener amistades por allá, odiaba el tiempo que pasaba en casa.
Detestaba verte con tu rostro poco amable, tus frases insultantes, tu crueldad a flor de piel.
Cuando regresaba a casa, siempre esperaba encontrarte cambiada, pero al cerrar la puerta de la entrada, comprendía que todo era inútil.
Por más que jugara con mi imaginación, al llegar, me enfrentaba con una realidad inocultable; todo silencioso, lóbrego y la puerta de tu recámara cerrada.
Muchas veces traté de indagar el por qué de tu encierro.
Me asomaba por la cerradura y siempre te veía, tirada en el suelo, sostenida por tus brazos que se aferraban a la herrería de la ventana abierta pero con la mirada perdida en el horizonte.

Hoy, no aguanté más.
Abrí la puerta de tu habitación.
Ni te inmutaste.
Permaneciste observando por la ventana, tirada en el suelo, con una languidez asfixiante.
Te grité.
Volteaste con una mirada de odio que no te conocía.
Con coraje me insultaste.

Final abierto
Salí del cuarto y volví a respirar lo que tanto me ha molestado: El olor a pólvora.

Final cerrado
Salí del cuarto y después de varios años de no oler a pólvora, volví a respirar lo que tanto me ha molestado.
He vuelto a respirar la pólvora.
Pero tú…
…tú, ya no podrás olerla más.

Final sorpresivo
Me dijiste tantas cosas. Sabías cómo lastimarme.
Pero las palabras que me hicieron sacudirme de vergüenza, fueron precisamente esas:
“Empezamos a odiar la pólvora, cuando descubrimos que lo nuestro, ya no era un juego de niños y perdimos la noción de que éramos hermanos.”

Publicado en la Revista Aeda No. 7 Pag. 14 http://revistaaeda.com/aeda07.html