Doña Paulita era una mujer de avanzada edad que vivía en su humilde casa de adobes, casi en las orillas de Temixco, junto a los útimos sembradíos de arroz que aún quedaban en el Estado de Morelos. La pobreza y abandono del campo era visiblemente notorio y se reflejaba en su choza. Con grandes esfuerzos se esmeraba en mantener a su paloma de collar, sus dos perros así como las plantas y flores sembradas en botes de hojalata, –de esos que vienen con las conservas—y que le daban color al desolado panorama.
Con quienes platicaba, regañaba y gruñía todo el día era con sus dos perros. La perra era color ladrillo y el perro era una combinación extraña de blanco, negro y chocolate. Ella se esmeraba en prepararles su alimento diario. Con los pocos centavos con que contaba, lograba hacerles un caldo o estofado, combinado con arroz, verduras, fiambres de carne o pollo y de vez en cuando un hueso de res. Evitaba darle huesos de pollo ya que conocía que se astillaban y podían matarlos o al menos atragantarlos.
Por sus raíces nahuas, sabía bien que a los perros debe uno procurarlos porque son los encargados de acompañarnos en el viaje al inframundo. Era el tránsito obligado que ella ya veía cerca. El lazo emocional que tenía con los dos canes la hacía sentirse acompañada como si tuviese familia.
Repartía el alimento en dos vasijas abolladas de peltre, con justicia les daba iguales proporciones a la perra y al perro. Los animales reconocían sus respectivas vasijas y nunca se aprovechaban del alimento del otro. A Doña Paulita le daba mucha curiosidad ver el comportamiento de las dos mascotas: La perra, meneaba el rabo en cuanto percibía el olor de que el cocimiento iba a ser servido en su platón, se ponía en dos patas dando brinquitos y con la lengua iba paladeándose lo que pronto habría de engullir con una voracidad inimaginable. No comía, tragaba el alimento a la velocidad en que apenas había sido servido. En cabio, el perro se sentaba diligentemente frente a su plato. Lo olía con una lentitud impresionante dándole tres vueltas completas. Luego, lentamente y mirando de reojo a la patrona se iba saboreando el alimento para finalmente pasarse horas con el hueso que ya completamente descarnado, lo roía con esmero desmedido.
Fue precisamente en el día anterior a las festividades de los santos difuntos cuando la anciana dejó de existir. Los vecinos en forma solidaria, se cooperaron para darle cristiana sepultura que por las festividades, lució decorada con las borlas de amarilo-naranja que caracterizan a la flor de cempasúchil. Resulta que los dos canes murieron de tristeza, hambre y en el abandono justo a los nueve días de la partida de Doña Paulita. Cuentan las tradiciones de la región que son nueve los días en que tarda el alma del difunto en encontrar su camino hacia el inframundo.
Será verdad o será mentira, pero Doña Paulita se reunió con sus dos animales y empezaron el camino por el tunel que conduce a una intensa luz blanca y con la sensación de paz y felicidad que ninguno de nosotros los que aún tenemos vida hemos sentido. Algunos que han experimentado estar al borde de la muerte y haber retornado de ése túnel dicen que el placer es tan infinito que no hay orgasmo más delicioso para disfrutarse.
Ya en ése plano etéreo, a los animales se les da el uso de la lengua que los humanos les comprendan. La oportunidad se le dio a Paulita para platicar con sus fieles canes ya difuntos. La curiosidad le mataba aún más de la muerte misma que ya padecía y les preguntó la razón por la que se comportaban de tan diferente manera cuando les servía el jugoso caldo.
Como siempre, la perra presurosa respondió: “Mi ama, yo apènas olía la comida que había ud. preparado, me ponía en dos patas agradeciendo la infinita bondad de darme el alimento de cada día y sabiendo que en estos tiempos la misería campeaba por el pueblo, lo tragaba todo velozmente no fuera a ser que alguien me quitara el bocado.”
Al inquirirle al perro su proceder, éste le respondió: “La verdad es que yo sabía que en la pobreza y miseria en que nos han sometido quienes gobiernan, estaba consciente de que yo que debía desconfiar del alimento, no fuese que tuviera veneno malintencionado para deshacerse de mí. Por eso, primero le daba dos vueltas. Después lo probaba con la punta de la lengua reconociendo que ud. –independientemente de su bondad–, con la edad había perdido el sazón y la gana de guisar, ofreciéndonos un tremendo revoltijo de insípida consistencia. Para terminar me ponía a roer el hueso con la esperanza de que llegase a ése hogar la misma fortuna con la que los políticos los recompensa la vida con estarse haciendo los tontos, peleando siempre por mantenerse en el poder y gozando de las bondades que –en su existencia—, reciben con sólo estar con un hueso.”
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