El cumpleaños del libro

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Ayer se celebró el Día Internacional del Libro y del derecho de autor.
Pocas celebraciones se hacen en favor de la inteligencia.

Cuando entro a una librería o biblioteca procuro no ver a los libros como libros, imagino que los estantes o las mesas están repletos de contenedores de cerebros. Ahí se almacenan las capaciddes creadoras del pensamiento.
Algunos libros contienen un solo cerebro, otros aglutinan a un sinnúmero de talentos.

Los libros sirven para vivir más. Te metes en ellos y vives lo que trate el tema o el género y te permite viajar con el autor por todas esas páginas. Es como Alicia en el País de las Maravillas que se pudo meter a un mundo diferente con sólo escurrirse en la madriguera de un conejo.
Vives muchas vidas  y te transformas en muchos seres.

Para celebrar el cumpleaños del libro, me puse guapo. Bueno, es un decir, lo guapo o lo tienes o lo pierdes con el tiempo, pero acicalarte, poner las mechas del cabello en cierto orden,  repartir mi loción  favorita en rostro y cuello, elegír las mejores ropitas para la ocasión, es lo importante.

Me senté en la sala donde celebraríamos, los libros y yo. Es una especie de biblioteca. Ahí se agolparon todos ellos esperando que les cantara «las mañanitas» y partiéramos un pastel.
Lleve un «pie» de nuez, es mi favorito aunque me apené un poco pensando que a lo mejor mis amigos cumpleañeros querían otro tipo de pastel (chocolate, fresas, de limón o tres leches), pero el egoísmo me venció.

No niego, estaba emocionado. Los veía a todos en sus estantes, deseosos de que los abrazara, de que les acariciara cada una de sus hojas y al final les diera una suave palmadita en los forros.
Ahí estaban todos mis libros, los huérfanos también, los que heredé de la biblioteca de mi padre, del buró de mi madre, de mi abuelo y de algunos amigos que se mudaron de casa y me pidieron que los guardara.

Estaban los más viejos. Los cinco tomos del Barón Von Humboldt que fueron atesorados por mi padre y que nos leía a ratos, todos sus hijos encimados en su cama.

Estaba el primer libro que me regaló mi abuelo: el libro de la Selva de Rudyard Kipling, aún con su dedicatoria en puño y letra del «Abue».
Estaba mi segundo libro que compré de niño: «Rabito el envidioso», porque el primer libro fue «El Gato con Botas» pero ése, desapareció después del infortunado accidente en que iba corriendo en la recámara a tomarlo de encima de mi cama y al pisar un tapete, me delice sin control, ensartando mi frente en un gancho del barandel de la misma cama. Todavía tengo la cicatriz.
Me falta «Rugoso Rasposín» que se lo regalé a los niños pobres un día que nos pidieron hacer una colecta.

Estaban todos los libros que me acompañaron en la licencatura. Volteaba a todos los lados del cuarto y daban la impresión de venírse encima de mi, de tan estrecho espacio que quedaba.

Confieso, se me salieron unas lágrimas al verlos a todos tan contentos. Me emocioné. Solo les pude decir gracias.
Me agolpaba en la mente la historia de la humanidad, la memoria de los libros caídos, los libros que fueron destruidos, quemados vivos, prohibidos por hablar de libertad, por divulgar la ciencia, por luchar para hacer un mejor planeta.

Despejé mi mente y recobré la alegría de celebrar un cumpleaños del libro, de sus autores y de la magia que alimentan las palabras.

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