Dos cunas

La cuna es invariablemente el paso forzoso que un recién nacido tiene que transitar desde que fue alumbrado del vientre materno e inicia el proceso de su propia individualización.

Es un confortable nido que se acondiciona amorosamente por los padres para acoger al recién nacido y protegerlo durante los primeros años.

Cuando el niño logra su autonomía normalmente es motivo de celebración cuando ya tiene su propia cama y más aún si cuenta con su propio cuarto.

La cuna es símbolo de un ritual de ternura y amor desde los meses de feliz espera.  Desde la elección del mueble, los cojines, colchón y las sábanas y cobijas que habrán de arropar al bebé por llegar.

No se diga de la canastilla de ropitas, gorras, zapatitos, calcetines y pañales que habrán de estar dispuestos con tanta antelación.

Si las posibilidades económicas lo permiten, la habitación se pinta, decora y engalana para recibir al recién llegado.

La pregunta consiste en plantearnos: ¿Cuál es la razón para que acondicionemos una hermosa y confortable cuna para la llegada de un hijo y por qué no acondicionamos la cuna, habitación y ropa para albergar al anciano y facilitarle con ternura y amor equiparables, sus últimos años de vida?

En nuestras vidas habremos de habitar dos cunas. La primera de ellas ya la vivimos y fuimos gratamente atendidos por nuestros amorosos padres. Pero la cuna de nuestro trayecto final nunca se planea ni prepara.

Si acaso tienen la suerte de ser acogidos por alguno de sus hijos y le dan un lugar digno para esa transición, normalmente es una habitación de “visitas” o de “arrimados” que es improvisada sin pensar en las carencias de movilidad que el anciano puede tener. No se busca el cuarto más cálido y más luminoso. Para nada. Se les ofrece lo que hay. El máximo lujo es traerse sus muebles de su antigua casa, sacrificar aquello que no cabe y dejarle algunas pertenencias plenas de memorias y emociones.

En cambio, si no se le puede o quiere recibir en casa de uno de sus hijos, se le deja en la casa del nido vacío, sin mantenimiento, decayendo en la decrepitud que el tiempo provoca en todo lo que es físico y terrenal.

La otra alternativa es remitirlo a un asilo. Un lugar que normalmente en nuestro país es un almacén de seres abandonados. A pesar de que somos un país que estadísticamente está incrementando su población de adultos mayores, existe un lamentable descuido de las residencias para la vejez. Se cuentan con los dedos de las manos.

Yo solo conozco una residencia de extraordinaria organización y decoroso hábitat para mujeres mayores. Los demás asilos y residencias que he conocido son dignas de la conmiseración y espanto. Existen otras sumamente costosas, prohibitivas. Hace falta una infraestructura arquitectónica en edificios, hoteles, restaurantes y centros de esparcimiento donde llevar a una persona en silla de ruedas es una verdadera odisea. Llevarle por una banqueta se convierte en una intrépida aventura de obstáculos: autos estacionados en la acera, puestos de ambulantes, desniveles, hoyos y cuanto elemento nos podamos imaginar. Pero si uno opta por bajar a la persona por el asfalto de la calle se correrá el riesgo de ser arroyado sin misericordia. Los seres con necesidad de sillas de rueda, andaderas o bastones son seres indefensos sujetos a una agresiva forma de conducir de los automovilistas que materialmente los invisibilizan.

Debemos plantearnos un cambio de cultura y civilidad. Pensar en el anciano no como un estorbo sino como dicha de experiencia y amor. Hacerles que sus días sean luminosos, cálidos y felices donde la comodidad, el clima y funcionalidad sean las normas para su estancia en el trayecto final.

Pensemos que hay que acondicionarles las “cunas” de adultos mayores donde no corran peligro de caídas, resbalones, golpes, soledad e incomodidad.

Todos tenemos dos cunas en nuestra estancia terrenal. Cuidemos de que quienes nos anteceden tengan la cuna digna que se merecen.

Te invito a leer el cuento:  https://juanokie.org/la-cuna-vacia/

 

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