Nunca me lo imaginé lo que realmente significaba estar en la sala de espera.
De niño en ocasiones acompañana a mi papá a su consultorio y siempre su sala de espera estaba atiborrada de personas.
Mi padre era médico de pobres, de personas humildes que en ocasiones le pagaban con un pollo, o verduras. Siempre iban en familia, acompañados por su dolor. Veía sus rostros, algunos con sorpresa y otros de dolor y sufrimiento. Desfilaban uno por uno a la consulta, rayos equis e inclusive cirugías menores.
Aguardaban como su nombre lo indica: pacientes. Los atendía con esmero y comprobé a lo largo del tiempo que era la fé que le tenían lo que por generaciones le consultaron.
Es el tiempo el que nos enseña.
Muchos años después, le ponía a mi madre uno de los videos de música clásica que le encantaban. Esos videos le habían acompañado a lo largo de varios meses en el tratamiento paliativo de linfoma.
Mientras ella se distraía viendo los “dvds” con las melodías y el ambiente colorido de la excepcional forma de presentar conciertos de música en forma de “show”. Yo aprovechaba para irme a la sala para leer o escribir un poco. Aunque era la sala de su casa, yo me sentía como en una especie de sala de espera y se venían los recuerdos de la sala de espera del consultorio de mi padre.
Un par de días, mi madre me empezó a preguntarpor las personas que estaban en su sala.
–No hay nadie—, le respondía.
–Clarito ví sus sombras que pasaban por el corredor–, me comentaba con curiosidad.
Esa tarde de agosto, cuando ya empezaba a declinar el día, ella disfrutaba el concierto recostada en su cama.
La enfermera especializada había logrado que se cicatrizara una pequeña escara en uno de los pliegues de su vientre. Había sido una lucha de varias semanas y mi madre parecía agradecida con el resultado.
De pronto, un ligero temblor le sacudió una de sus piernas. Alarmado marqué por el celular al médico internista que maravillosamente le había estado atendiendo.
Me respondió y mientras me daba instrucciones, de pronto mi madre empezó a respirar de forma agitada.
Se me heló la sangre y por instantes me sentí paralizado.
Rápidamente Arturo se recostó junto a ella, la abrazó con ternura infinita y empezó a susurrarle palabras tranquilizadoras. En medio de la música y sus palabras, la condujo a un dulce letargo para finalmente escucharle un ronquido, un sonido grave que después supe que era un estertor.
El médico me daba indicaciones, que le revisara el pulso. Le puse mis dedos en su cuello y sentí su pulso.
–¡Son tus nervios!–, me dijo Arturo.
La enfermera trajo un espejo de mano para ver si se empañaba.
Nada.
Comprendí en ése instante lo que era esa espera.
Me pregunté: ¿Y a quién esperamos en ésta hermosa vida? En la sala de espera sencillamente todos aguardamos a la muerte.
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