Remedios para esas cicatrices

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Cansada de caminar sin rumbo, la mujer de nivea piel y cabellos de dorados brillos, se sentó a la orilla de una fuente de cantera rosa.

El verde musgo y un minúsculo helecho ribeteaban la humedecida roca mientras escurrían las frescas gotas que emanaban de la fuente.

Un joven de ojos grises y sonrisa leve la despertó de su ausente letargo.

–¿Buscas el remedio para sanar tu corazón roto?– le preguntó con una viril voz.

–¡Eh!–, sorprendida le miró y continuó asintiendo con su rostro.

–¡Déjalo ir! Nunca  te aferres a lo que no te pertenece. Si tu le diste todo, si te entregaste sinceramente a él, ofrendándole lo mejor de tus sentimientos y gratificándolo de caricias, y aún así te ha fallado, es que no te merece.– le dijo suavemente el esbelto efebo.

Incrédula la muchacha le observaba, atenta a cada plabra que pronunciaba el enigmático advenedizo.

–Los hombres estamos hechos a la mala–, afirmó categórico y continuó didiendo: «Le rogamos a la que pervesamente nos tienta y desprecia, a la que nos maltrata…andamos de rogones con las que solo quitan y no dan nada. En cambio, a la que de buena fe se nos entrega, a la que abriga la esperanza de anidarnos para siempre, la que se ofrece para formar familia, a esa la abandonamos. El tedio de la comodidad, de la seguridad, de la confianza que nos da el haberla conquistado, nos impulsa hacia la infidelidad.»

Sorprendida de lo que le decía el joven, comprendió claramente que su error era haberle confesado abiertamente al ser amado que estaba más que prendada. Por eso sea había convertido en su fugaz amante. Había caído en el error de no haberse dejado desear porque como dice este inesperado amigo: Los hombres están hechos a la mala.

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