Toda semilla plantada en tierra fértil germina. Seguramente recuerdes tus primeros encuentros con las letras y sepas claramente: ¿Quién te enseñó a leer?
A veces imagino que aprender a leer es como inocular un virus en el cerebro porque a partir de que conoces las letras, palabras y oraciones, invariablemente tus ojos –que son una bella extensión de tu sistema neurológico–, cae irremediablemente atraído por las letras y automáticamente lee lo que va encontrando a su paso.
En mi caso, si bien intervinieron varias personas en la enseñanza de mi lectura, debo reconocer que quien tuvo la paciencia de sentarse conmigo en la mesa del comedor fue mi abuela materna.
Todavía estaría yo en el primer nivel de kinder cuando ella fue a las “Librerías de Cristal” y se compró el “Método onomatopéyico”. Además compró unos lápices dixon, de esos amarillos con gomita roja, unos blocks rayados tamaño carta con margen rojo, un sacapuntas y una goma bicolor marca “Baco”. Con todo ése arsenal me enseñó las primeras letras y palabras. Me fascinaba ver cómo se sacaba punta a los lápices y se formaban unas espirales de fina madera y olor inolvidable.
La “I” era como chillaba el ratón “Iiiiiii” y la “U” era cómo sonaba el claxon del tren “Uuuuu”, el anciano sordo decía “E”. Luego fue el “Mu” de la vaca y así seguimos.
Mi abuelo materno contribuyó al regalarme el libro de Rudyard Kiping que aún conservo con la “La Leyenda de la Selva” también conocido como “El libro de la Selva”.
Mi padre fue el que nos inculcó el “amor” por la lectura y tenía por costumbre llevarnos a la librería que estaba en Paseo de la Reforma y Prado Norte, era una casa tipo cabaña cn una enorme sección para niños. Nos dejaba elegir el libro libremente. Con una frecuencia casi de cada mes. Ahí compré “El gato con botas”, “Rugoso rasposín” y “Rabito el envidioso”. El gato con botas me costó mi primer cicatríz. Lo había dejado en mi cama-cuna que tenía barandales. Un día emocionado corrí hacia mi recámara para ir por el libro, me patiné con un tapete y me clavé en la frente un gancho de la armazón.
El ritual de la lectura había comenzado. La escritura iba junto con pegado. Así le confeccioné a mi abuela un librín de cuatro escasas páginas. Una versión moderna de La Caperucita. Mi caligrafía palmer era tan abundantemente espaciosa que solo logré poner: “Había una vez una caperucita…” A todos los protagonistas de ésa etapa les debo mi agradecimiento.
Ahora que he superado la timidez y publico mis escritos, he descubierto que la gratitud invade a las personas –que como yo–, escribimos por el placer o necesidad de hacerlo. Quizás para otros sea el ego, pero para mi, es sentirme agradecido porque “alguien” me escucha. La magia de las modernas redes sociales es que los lectores pueden rápidamente responder a uno y crear el mágico círculo de la comunicación.
Te pregunto: ¿Y a ti quién te enseñó a leer? ¿Quién te inculcó el amor por la lectura?
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