Normalmente la primavera es causa de euforia en muchos lugares de latitud norte porque es la época en que se aleja el frío del invierno el hielo o la nieve para dar lugar al reverdecimiento de toda la naturaleza.
Muchas plantas van a florecer para dar lugar a que los agentes polinizadores las fecunden.
El verano es la vida loca. Los frutos sustituyen a las flores para iniciar el crecimiento, las lluvias se
alternan con granizadas y calores extremos. El verano es como la adolescencia y la primavera es equiparable a la niñez.
En cambio, al otoño se le tiene menospreciado. Es cuando muchos árboles tornan su follaje en colores naranja, ocre, e inclusive rojo.
Los campos se van secando, se ven amarillentos. Las flores moradas que de niños les llamábamos “brujas” se llegan a ver entre los pastizales secos.
Sin embargo, la importancia del otoño radica en que es temporada de cosechas. Las calabazas han madurado, el maíz o el trigo son cosechados y por eso coincide con las celebraciones de muertos con las flores de cempazúchil (cempaxóchitl) como emblema o el importado “Halloween”. En la unión americana se alistan para celebrar el día de acción de gracias que en realidad debería ser el día de reconocimiento a los pueblos originarios que los salvaron de la hambruna. Lamentablemente después fueron perseguidos y casi exterminados por el puritanismo de doble moral que cundió en esos territorios.
El otoño es un reflejo de la edad madura, de la época en que se debe cosechar el esfuerzo del trabajo y cuyos frutos pueden servir de alimento para el crudo invierno de la vejez.
Por eso, el otoño es una época propicia de la racionalización, de la mesura, del análisis y de encontrar la serenidad del alma.
Ya no hay distractores, es momento de encerrarse en uno mismo y pensar con calma en los muertos, en los que se adelantaron en este mágico viaje que es la vida. Es la temporada que debemos aprovechar para disfrutar de los últimos días soleados y de compartir nuestra experiencia acumulada no solo a través de un año sino de los muchos años de vida que hemos acumulado. — como se acumulan en el granero—, las mazorcas que nos servirán para nutrirnos en el invierno.
Serenidad es sinónimo de calma, de observar y pensar, de reflexionar y de ver el horizonte, ésa fina línea que uno nunca sabrá donde termina y tampoco sabremos si algún día la podremos alcanzar.
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