Cuando en la noche miramos a la bóveda celeste y quedamos cautivados con el ”titilar” de las estrellas esparcidas por nuestro cosmos nunca imaginamos lo que estamos realmente viendo.
Los humanos siempre hemos vivido fascinados con el cosmos. Quizás porque como bien lo dijo Carl Sagan, somos: “polvo de estrellas” o un minúsculo planeta azul sumergido en una de las miles de galaxias.
A cada estrella o conjunto de estrellas –a lo largo de la historia–, se les ha ido dando nombres, atribuyendo mitos, historias y hasta se han vinculado a predicciones astrológicas.
Tan importantes son las estrellas que se ha utilizado el término de “estrella” para destacar a alguna persona en el mundo del espectáculo y a otras personas que suponemos tiene mucha suerte se les refiere como que “tiene una buena estrella”.
A medida que ha ido avanzando y especializándose la astronomía y la astrofísica se ha llegado a conclusiones muy precisas de las estrellas –ya que muchas de ellas–, son astros incandescentes –similares al sol–, y que debido a las grandes distancias que se encuentran de nosotros, se les mide en años luz, por lo que muy probablemente ya se están consumiendo y en realidad lo que estamos viendo posiblemente ya se ha extinguido.
Es decir, que muchas de las estrellas de nuestro firmamento ya están muertas y si tuviéramos la posibilidad de viajar a gran velocidad para acercarnos a ellas, cuando arribáramos estaríamos frente al desolador espectáculo de la nada.
Las estrellas como la vida misma de cada uno de nosotros es una brillante luz que poco a poco se va apagando. Sin embargo, la brillantez que emanan forma parte de la magia que nos cautiva como nos cautivan cada uno de los seres humanos que conviven con nosotros y emanan una luz propia, tienen destellos de inteligencia, de amor, de simpatía, de ternura, etc.
El sabernos finitos nos permite tener la ventaja de poder reflexionar para que aprovechemos cada instante de vida y así hacer lo máximo de nuestro esfuerzo y poder desplegar todas nuestras capacidades.
No podemos permitirnos el lujo de desperdiciar nuestro tiempo porque quizás vistos desde otro planeta y con otro tipo de ojos o de telescopios, posiblemente seamos percibidos como pequeñas estrellas que han poblado un planeta azul, que brillan y lanzan destellos, pero que están en constante proceso de autoconsumirse para dejar de existir en un determinado momento.
Es así como podemos inferir que la vida y la muerte es una misma esencia. No puede existir vida si no existe la muerte y nada puede morir si no ha tenido vida.
Las estrellas que somos, o el polvo de estrellas que podemos ser en base a nuestra composición química, es una irrefutable muestra de que lo efímero de nuestra vida es lo mágico de poder vivirla intensamente.
Hoy brillamos en el cosmos porque mañana nuestro brillo solo será un hermoso recuerdo.
Así fue un día en que iba caminando por la playa de la mano de mi abuelo. La bóveda celeste estaba plagada de estrellas brillantes que se reflejaban como chispas en las olas del mar. La constelación de Orión me atraía, la vía láctea se percibía esplendorosa cuando de súbito un centenar de estrellas se desprendieron del cielo y en su caída iban dejando una brillante estela de luz.
Nos detuvimos a admirar el espectáculo.
–¿Qué es abuelo? Pregunté con mi curiosidad de niño.
–Una lluvia de estrellas–, respondió.
¿Y a dónde caen, Abuelo?
A la nada… al olvido.
Nunca dejes que tus propias estrellas a las que amaste y admiraste, caigan al olvido. Detén tu paso por la vida, voltea hacia el cielo y busca en la inmensa memoria de tu encéfalo los gratos destellos que te dieron esas que las hiciste tuyas.
Respira profundamente y dale las gracias a todas tus estrellas.
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