He aprendido a amarte a través de convertirme en otro, eres cruel y despiadada. Te das el lujo de fijar la hora, lugar y extensión de la velada. Ausente me dejas, abandonas con sadismo al ser amado, y yo, revolviéndome en la soledad bien acompañada. He aprendido a amarte, no por tus cualidades ni defectos, he aprendido porque me has contagiado de la misma enfermedad que a otros acaba.
Gabriel terminó de escribir la tarjeta, la dobló y metiéndola en el sobre, dijo en voz alta: No hay mejor bálsamo para las penas de amor que la música ranchera. Tomó un “cd” de Juan Gabriel y lo puso a todo volumen. Se echó en el diván y comenzó a llorar.
-Es lo bueno de ser mexicano. Se puede llorar con música y no deja uno de ser macho. Si por lo menos me hablara y me dejara escuchar la música de sus palabras, así como con sus miradas me arropó un día en el patio de la escuela. El patio; ése espacio infinito donde confluimos las almas estudiantiles cuando deseamos empezar a jugar con el amor.
Te había yo visto en la mañana de un luminoso día de septiembre. Me saludaste como siempre, caminaste como siempre y tu sonrisa fue como la que tú siempre has tenido.
–Yo te hablo- me dijiste. Pasaron las horas y el día se fue consumiendo hasta sólo dejar los rescoldos. El timbre del teléfono fue como una alarma o presagio. Me dirigí hacia el aparato, lo descolgué. Pasaron unos segundos de angustia y escuché tu voz.
Si hubiera sabido que era la última vez que la escucharía, quizás nunca habría levantado el auricular. Pero lo hice. Mi mano sudorosa se atrevió a temblar y mi mente comenzó a sentir el vértigo que, cuando niño, experimentaba al girar frenéticamente mientras que en forma simultánea las imágenes se iban esfumando hasta convertirse en un rehilete de luz y colores para luego perder el equilibrio. Intenté explicarte, descifrar el malentendido, pero tu ágil mano logró sacudirme al colgar y de súbito hacerme experimentar la incomunicación.
¿En qué lugar estarías? ¿De donde me estabas hablando? ¿Qué buscabas al incomunicarme? Un paulatino abandono fui experimentando dentro de mi mente. Al inicio me repetía hasta el cansancio que no era posible perder la comunicación con quien yo me había entregado. Pero a medida que pasaron los días y el silencio se tornó aún más profundo, mi mente empezó a plantearse la posibilidad real de estar incomunicado. Yo era como el tigre que empieza a dar infatigables vueltas en su estrecha jaula después de haber vivido en completa libertad. Para el tigre, ya no habrá más junglas ni más colinas, sólo reducirse a esperar la hora de la comida; la monotonía de los barrotes y las estúpidas caras babeantes de los seres humanos que deambulan frente a él. Caras que se quedan mirando fijamente al animal cautivo y hacen comentarios absurdos como aquél de que el tigre de bengala es rayado porque así no se confunde con los leones. El tigre, harto, desesperado, incomunicado, se echa en un rincón y empieza a jadear con la mirada puesta en el infinito. Cuando ya estoy convencido de no volverte a ver o a escuchar, la desesperación me invade y asfixia. En esos momentos es cuando hablo en voz baja e imploro tu nombre. Cuando mezclo los sollozos con las frases de lo que hubiera querido decirte.
Los cabellos se tensan y desgarran con la expresividad de mis manos. Las palabras alcanzan su más alto grado de inutilidad y las lágrimas adquieren un mayor sentido.
El tigre se está azotando contra los barrotes. Sus rugidos erizan los cabellos del vigilante. El celoso administrador del zoológico teme que la piel de la fiera se maltrate de por vida. Las madres aprensivas toman a sus niños batidos en merengue y los alejan de la jaula del felino con el obscuro temor de ser devoradas por la fiera incontenible. Después viene la calma. Ya no hay lágrimas ni palabras. Los ojos quieren salirse de sus órbitas al ir recorriendo todos los rincones. Los recuerdos se agolpan. Vienen a la mente los momentos de alegría, de tristeza y esperanza. Un lejano eco se escucha con tu voz enjaulada, esas expresiones inconfundibles. Parece que te vuelvo a escuchar, a ver y a sentirte. Las horas se suceden y cada minuto me recuerda tus acciones. El valor de tu presencia empieza a adquirir sentido y se repite delirante la común frase que hasta en el estanquillo más humilde se pronuncia: “Nadie sabe lo que tiene, hasta saberlo perdido”.
El tigre se ha echado en la fría loza de cemento. No está dormido puesto que sus ojos amarillo fuego están abiertos. Su mirada fija se pierde en el horizonte. Un niño exclama: -¡Me está mirando! y otro más hace
-Psst… psst– tratando de distraerle la vista fija. El tigre está recordando cuando retozaba en las praderas. Los saltos que daba al pescar en los riachuelos, los excitantes segundos antes de que saltara sobre su presa, las suaves caricias del sol y el viento sobre su vientre expuesto.
Ha llegado el momento de aceptar la separación. Nuestra alma, como la del tigre, se entrega a esa molesta inercia de dejarse arrastrar por los acontecimientos. Sin apetito, ausente de sed, mirando a la lejanía ya esfumada, completamente incomunicado.
Aidé entró a la habitación con su vacilante caminar. Contrastaban su abrigo de peluche rojo con la larga cabellera de falso color paja, toda desordenada. Trató de sonreír y solo logró mostrar, aún más, las arrugas, su dentadura en mal estado y las flácidas mejillas que le daban un aspecto de verdadera bruja. Nos sentamos en las sillas alrededor de la mesa. El silencio era profundo. Un resoplido de Aidé rompió el hielo. De su bolsa sacó unas cartas españolas y musitó unas palabras que más bien parecían oraciones: -Por su pasado… por su presente… y por su futuro. Nuestros ojos fueron mudos testigos de los mensajes, cuyo emisor en esta ocasión se encontraba ausente. -Ya es de otro Gabriel, veo un matrimonio cercano.
Arropé mi corazón con el olvido deseando que nunca hubiera sido de ella. Y me dije: “He aprendido…”
Por Juan Okie G.
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