Nunca olvidaré la emoción de hacer la fila para subirme al trenecito en el bosque de Chapultepec. Era en el zoológico. Se mezclaba el aroma de las palomitas recién hechas, los algodones de dulce y los orines de las hienas y los osos pardos. Una caótica mezcla de aromas que tenías que soportar con la fascinante inquietud del esperado viaje.
Ya que silbaba el trenecito, sentías latir tu corazón más rápido. El crujir de rieles a su arribo de la estación se convertía un sueño en realidad. La estación del trenecito era un frío edificio con reminiscencias de art deco. Hace muchos años que fue derruida la estación y con ella el trenecito se desvaneció.
También había otra estación en la segunda sección del bosque. Las locomotoras eran espectaculares pues te remontaban a las máquinas del siglo XIX en donde se usaba el vapor para impulsarlas.
Viajar en trenecito era como meterte al infinito, ingresar a la cinta de moebius, ya que dabas vueltas y vueltas saliendo de un punto para retornar al mismo sitio. Esa misma sensación me daban los trenecitos de pilas que te traía Santa Claus (a mi los Reyes Magos me parecían nefastos porque traían pijamas, ropa interior y ropa), en cambio Santa cumplía mis sueños con una precisión exacta al regalarme los juguetes que previamente enunciaba en mi carta. Otros niños, de otras escuelas y diferentes costumbres pedían los juguetes al niño dios. En mi caso era Santa Claus.
Los trenes de pilas eran básicos. Un círculo de rieles o una elipse sencilla. El pobre aparato de plástico daba vueltas hasta el cansancio. En cambio, los trenecitos de las tiendas especializadas me podían llegar a extasiar.
Estaban hechos con un impresionante detalle…todo a escala. Los colocaban en unas hermosas maquetas de tipo alpino con túneles, pueblitos, carreteras, bosques, guardavías y estaciones de un romanticismo sin igual. Eran trenecitos sumamente caros y solo permanecían en la mente de uno como la simple aspiración de: “Cuando sea grande me voy a comprar uno de esos”.
En México, viajar en tren para mí fue una muy breve experiencia. Me llevaron de niño en tren dizque “para que conociéramos” lo que era transportarnos en la máquina de acero. El viaje fue corto. Fuimos al entonces lago de Salazar camino a Toluca, en lo que fuera el parque nacional “Miguel Hidalgo”. Asombrados vimos cómo eran los vagones de reminiscencias post-revolucionarias, recorrimos las partes oscuras de la ciudad y pudimos ver el bosque del Desierto de los Leones desde otra perspectiva. En el camino atravesamos un par de túneles donde gritaban los pasajeros de emoción ante la súbita oscuridad y sus voces transformadas en eco regresaban con el retumbar de los metales. Bajamos en la estación de Salazar. Hicimos un día de campo junto a los riachuelos bordados de musgo con ranitas verdes que saltaban entre las húmedas rocas de río. Los borregos que pastoreaban en la cercanía, berreaban y sonaban de vez en cuando su metálico cencerro. Una jornada de aire puro, frío y contacto con la naturaleza. Alistados para el regreso, esperamos al tren de las “seis” que llegó demorado.
Ese lago y pueblito de Salazar junto al parque nacional hoy es una zona depredada por la mágica mano de los gobernantes neoliberales (Salinas, Zedillo, Fox, Calderón y Peña Nieto) en connivencia con los invasores de comercio informal, motocicletas y escuálidos caballos de alquiler. Un verdadero muladar que refleja el tipo de gobernantes que hemos padecido.
Sin embargo, el trenecito de la memoria es infinito. Nos lleva de niños por la imaginaria ruta de aventuras sin fin. Ahora, ya de “grandes”, ése mismo trenecito nos invita a recordar el anhelado viaje que es la vida misma.
Y por favor: ¡No pierdan su boleto, si no, pierden el retorno!
Deja una respuesta