Después de cualquier celebración humana sobreviene un periodo de silencio.
Cuando termina una fiesta o una bulliciosa reunión y se retiran todos los invitados se crea un espacio de abandono impregnado de silencio.
Al cerrarse el telón y los ensordecedores aplausos se apagan, los asistentes a la función se ponen de pie y se van retirando de forma acompasada.
Las luces se van apagando. Los camerinos vuelven a estar desiertos y el auditorio o teatro queda en un mudo estado de soledad, es cuando entra el silencio.
Los mismos templos e iglesias se cierran después de que los creyentes se alejan en pequeños grupos. Quizás alguna luz o vela quede encendida pero quien se hace dueño del espacio es el silencio.
Al morir la euforia de celebrar el año nuevo, las calles lucen desiertas y poco a poco brillan los primeros rayos del sol en medio de un gran silencio. Todos duermen reparándose del festejo concluido. Descansan en silencio.
Después de un funeral y el consuelo de abrazos y frases de duelo, los dolientes se recogen guardando un profundo silencio.
Los amantes al separarse físicamente de su solaz encuentro se ven invadidos por un gran silencio.
Al emocionante episodio de dar a luz, y tener al recién nacido en su regazo, la mujer y su pareja guardan silencio mientras el cansancio los hipnotiza con un paréntesis a las horas que les precedió durante el alumbramiento.
El silencio es un antídoto, un bálsamo que ayuda y reconforta las emociones alteradas, sean alegrías o desgracias. El silencio se muestra como una medicina natural, sin dosis prescrita ni indicaciones terapéuticas. Lo necesitamos como se necesita el agua o el aire. Lo respiramos mientras nuestra mente entra en un estado de reposo.
Ante los homenajes de los caídos, siempre se pide un minuto de silencio. En el aula escolar o universitaria, después de la algarabía que produce la entrada de los alumnos o participantes, el maestro antes de inicia la clase pide silencio, ya sea de forma verbal o simplemente con su mirada fija en sus pupilos alborotados. No se diga de cuando suena el timbre de la chicharra anunciando el término de la sesión educativa. Se produce un torbellino de sonidos y al abandonar el salón de clases lo único que se deja sobre los pupitres es el silencio.
La misma música para ser magistralmente interpretada requiere de combinar las notas musicales con espacios de silencio.
El silencio es medicina. Cura el desamor y fortalece al amor. Acompaña la alegría o el duelo. Invita a pensar, soñar o dormir. El silencio abriga la soledad y estimula ante los excesos.
Mirar en silencio al otro genera un magnetismo extraordinario. El silencio es vitamina, es calmante y fortalece al espíritu de cada uno de nosotros.
Solo cada uno de nosotros sabe cuánta es lo dosis y frecuencia que su cuerpo y mente requiere de esta medicina. Lo que sí sabemos es que sin la medicina de silencio nuestro organismo pierde el equilibrio y nos conduce a la ausencia de salud.
Iniciemos el nuevo año con la dosis exacta que necesitemos de silencio.
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