Rosario es la enfermera del turno de la noche, se encarga de los pacientes en terapia intensiva. Son veinte camas y regularmente están ocupadas unas cuatro o seis de ellas. Le asiste Jesús, un ayudante de enfermero. El médico en turno generalmente es un joven interno de esos que le llaman Residentes de nivel 2 o 3. Pero atiende varios pisos del hospital. Por lo general, Rosario hace el rondín y sólo si hay alguna emergencia llama al médico.
Los parientes no pueden estar en el turno de la noche y los más aprehensivos se quedan en la habitación asignada al paciente recién ingrese. Esas habitaciones están en otro piso del edificio.
Para que los parientes cercanos ingresen a visitar al interno, se les limita a solo quince minutos y solo puede ser una persona a la vez.
Rosario acababa de dar el rondín reglamentario, serían las 3 de la madrugada. Se sentó en la recepción de enfermería y observó que el monitor del paciente de la cama 18 estaba registrando una alteración en su ritmo respiratorio.
—Debe ya estar agonizando—pensó—es paciente terminal.
Alberto era un joven de escasos veintisiete años, tenía cáncer terminal, linfoma no Hutchkin, con células T, las más agresivas. Un cáncer silencioso que afecta al sistema linfático. Los ganglios se inflaman y cunden por todo el cuerpo, como si fueran racimos de uvas, van oprimiendo al sistema digestivo y respiratorio, acabando con el enfermo al inhibirle la respiración. Las quimioterapias alargan la vida más no lo curan. Normalmente no tienen dolor, solo van asfixiándolo lentamente.
De haber sido un joven hermoso, de cuerpo musculoso, cabello quebrado negro, una barba partida y ojos color miel, con la enfermedad y las “curaciones” se había tornado en un escuálido esqueleto cubierto de pellejos y ojerosa mirada triste.
Sabía su destino y casi ya no hablaba.
—Sigue respirando demasiado rápido, mejor me doy una vuelta—, dijo Rosario en voz alta, tratando de que Jesús la escuchara, pero el asistente no respondió., seguía roncando a pierna suelta en un rincón del salón.
Mientras caminaba Rosario en dirección a la habitación, sus zapatos blancos de suela de hule rechinaban y se amplificaba el sonido ante el silencio del corredor.
Al entrar a donde estaba la cama 18 y para su sorpresa, vio que un hombre de unos cincuenta y tantos años, canoso y medio calvo estaba junto a la cama, observando al muchacho que respiraba agitadamente.
Rosario aclaró su garganta tratando de llamar la atención del hombre pero éste ni se inmutó.
—Señor, señor, ud. no puede estar aquí, no son horas de visita—, dijo la enfermera.
El hombre alzó la mirada, se le quedó viendo fijamente con sus ojos color miel, similares al del paciente, y volvió a ver al muchacho. No dijo palabra alguna.
Rosario tomó el timbre de emergencia para llamar a Jesús. Fue inútil, el asistente no llegó. Rosario, desesperada, tanto por la respiración acelerada del joven paciente como de la actitud desobediente del pariente que lo acompañaba, tomó el teléfono y marcó a la extensión del médico de guardia. Nadie respondió.
—Insisto, señor, estas no son horas autorizadas de visita, le suplico que se retire, voy por el médico de guardia y cuando él llegue, no quiero verlo a usted. Dijo Rosario en tono molesto y terminó: ¡Evíteme que pida a seguridad que lo retiren!
El hombre volvió a mirarla por fugaces segundos y regresó su vista hacia el muchacho.
Rosario salió de la habitación, fue por el asistente y logró traer al médico. Los tres fueron rápidamente a la cama 18. El hombre ya no estaba. La enfermera les comentó:
—Es extraño teníamos que haberlo visto salir. Es un solo pasillo.
El asistente dijo que había visto a un hombre entrar rumbo a la cama 18 pero que pensaba sería el Oncólogo, sin embargo, no lo vio salir.
—¡No! Repuso Rosario, el especialista me había llamado que no vendría.
El joven paciente ya no tenía signos vitales.
Después de confirmarlo, el médico de guardia pidió a Rosario que llamara a los familiares.
Se siguió el procedimiento de rutina. Subió la madre del joven paciente y su hermana. Una vez que terminaron de despedirse del difunto, Rosario se atrevió a preguntar por el Papá del muchacho.
—Su Padre falleció hace tres años—, dijo la afligida madre.
—¿Y el señor que vino a verlo hace rato?— preguntó la enfermera.
—¿Cuál señor? — Inquirió la hermana.
—Nadie pudo venir a visitarlo, estábamos las dos solas—, completó la madre.
—Un señor como de unos cincuenta y tantos años, canoso, medio calvo…tenía los ojos del mismo color que los de su hijo. Pensé que sería su padre—, expresó angustiada la enfermera.
—No puede ser, dijo la hermana, mi Papá era como usted lo describe, pero él ya se fue hace tres años. Es más…— y tomó de su bolso una cartera con fotografías, mostrándole la de su padre.
—-¡Es él! —, dijo sorprendida Rosario.
—¡Sí! —, aseguró el asistente de enfermero.
—¿Habrá venido por él? —, inquirió la madre en medio de sollozos.
Nadie pudo quitarle de la cabeza a Rosario que el paciente terminal de la cama 18 había tenido visita, en plena madrugada y sin autorización del médico.
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