Al cumplir cinco años, mi Abuelo me llevó a la mejor juguetería de la ciudad. Me ofreció comprarme el juguete que yo más quisiera, no importaba el precio. Acompañado de la dependiente, escogí una Jirafita. Era la más barata de la tienda. Mi abuelo, ciertamente molesto, insistió que escogiera otra cosa, e inclusive que llevara otro juguete además de la Jirafita. Después de recorrer la tienda interminablemente, me negué a comprar otro juguete. El abuelo a regañadientes pagó los cinco pesos que costaba.
Adoré a mi Jirafita.
Todos los días, antes de ir a la escuela, la dejaba amarrada a la pata de mi cama y al regresar, lo primero que hacia era correr hacia ella y desamarrarla. Platicaba con ella. Así transcurrieron cerca de dos años. El ritual era inamovible. Un día, llegué a mi recámara y ya no estaba mi Jirafita. Ni siquiera el lazo con la que la ataba. En medio del llanto inquirí a mi madre si sabía dónde estaba mi Jirafita. Ella, respondió en automático: “Puse en orden tu cuarto y tiré a la basura a la mugrienta Jirafa…¡ya estás grande para esos juguetes!”
A veces se rompe el delgado lazo que nos une a lo que queremos. Quizás es señal de que hemos madurado, o quizás de que los apegos emocionales deben ser pasajeros. Pero lo que nunca se rompe es el recuerdo, la añoranza de la inmensa felicidad que nos dan hasta las cosas más sencillas, los afectos más sinceros, lo que uno recibe y da a cambio sin nada de por medio.
Al hurgar en nuestro baúl de recuerdos, siempre, invariablemente habremos de encontrar a nuestra Jirafita perdida.
Nov. 2016
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