La anécdota que les voy a relatar es verídica y me pasó a mi personalmente.
Yo trabajo en publicidad y comunicación. Un buen día, los clientes de una empresa muy grande me comentaron que vendría uno de los vicepresidentes de su corporación a México y que tenía interés de visitar a una de las más antiguas farmacias tradicionales del centro de la ciudad.
Les dije que yo conocía a la hija del director de la Farmacia, ya que ella había colaborado conmigo en un programa radiofónico. Les agradó la idea y me pidieron que consiguiera la cita y—como hablo inglés con bastante fluidez—, fuera yo tan gentil de acompañar a la comitiva.
Así fue como conseguí la cita con eldirector y acordamos que yo los esperaría en la farmacia.
Llegaron muy puntuales los ejecutivos del área comercial acompañados de su vicepresidente internacional. La generosidad del director hizo que la visita fuera una extraordinaria experiencia tanto para el visitante extranjero como para todos nosotros, incluyéndome yo. Desconocctos, sino que tiene la única frderle los medicamentos al estado mayor presidencial y por ende, a la familia del presidenteextraía que esa farmacia, que pudiera parecer una botica del siglo XIX, no solo desplaza medicinas, instrumentos quirúrgicos e infinidad de productos, sino que tiene la única farmacia herbolaria prehispánica y un área de alta seguridad para expenderle los medicamentos al estado mayor presidencial y por ende, al presidente y su familia.
Terminado el recorrido, los ejecutivos me preguntaron que si yo iría con rumbo a Polanco y si le podría dar un aventón al vicepresidente puesto que por la seguridad del invitado les habían prohibido usara un taxi de los que pasan por la calle. Me parecieron un poco descorteses pero como ya había hecho buenas “migas” con el visitante, acepté con gusto llevarlo.
Ya en el auto, nos dirigimos a la avenida Chapultepec y yo, como buen mexicano, me sentí guía de turistas e iba describiendo la ciudad, su historia, etc.
En cada alto, nos brincaban un montón de niños de la calle, unos ofreciéndonos chicles y otros pretendiendo limpiar el parabrisas. Evidentemente, los esquivaba o rechazaba, me sonrojaba apenado de que el ilustre invitado viera la miseria de estos niños desesperados por vender algo o dar un servicio.
—¿Por qué no les damos unas monedas?— me preguntó asombrado el invitado.
—Porque se malacostumbran, porque a veces los usan sus padres o hasta los explotan los adultos.
En los siguientes altos sucedieron semejantes escenas y el hombre desesperado sacó un monedero y me ofreció sus monedas en dólares para que se los diera a los niños.
—¡Si tu no quieres darles de tu dinero, toma el mío! —, exclamó todo angustiado.
Le insistí que no era conveniente, que les haríamos mucho daño.
Entonces el hombre, casi al borde de las lágrimas me dijo:
“Mira Juan, no pienses que no sé lo que es un niño de la calle ni pretendas ocultarme la miseria que se vive en tu país. Déjame decirte algo: Cuando yo era niño, bastante pequeño, me quedé huérfano y fui a parar a un orfanato. Un sitio lóbrego y cruel. Logré escaparme y durante un par de años fui niño de la calle. Hice de todo, vendía lo que podía, pasé las inclemencias de los climas más agresivos que puedas imaginar. Venturosamente un matrimonio judío, se compadeció de mi un día y me adoptaron.
Me dieron educación, me inculcaron valores y ya ves, ahora soy un próspero ejecutivo de la empresa multinacional líder en cremas dentales.
Así que amigo mío, en el próximo semáforo, permíteme dar monedas a los empresarios del futuro.”
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