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No mires atrás: BELFAST


Una de las películas en la antesala del Óscar es BELFAST (la dupla de Haris Zambarloukos y el escritor Kenneth Branagh).
Hay muchas formas de mirarla:
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
1. Desde la nostalgia de un niño que ve la balanceada retrospectiva de su infancia que se alternan la felicidad de las pequeñas cosas, el primer amor, la tristeza natural de los episodios de la vida como puede ser la enfermedad y pérdida del abuelo y el terror del enfrentamiento ideológico-religioso que se da en el verano de 1969 en Irlanda del Norte.
 
2. Otra óptica puede ser la de la dicotomía entre el conservadurismo que infunde el miedo y el vanguardismo visto como el deseo de progresar, de transformar. Esto lo percibimos en dos niveles. A nivel familiar: La madre de Buddy que se aferra a seguir viviendo en la calle y barrio que desde niña ha habitado –aún a expensas de arriesgar a su familia a vivir en el entorno violento del terrorismo—, y el padre-proveedor que busca mudar a su familia hacia un futuro prometedor –en un entorno de paz y libertad—, emigrando hacia Londres.
A nivel social: Es el otro nivel. El enfrentamiento ideológico entre protestantes y católicos que va escalando de tono hasta convertirse en un conflicto político. Contrario a lo que uno puede pensar, las sociedades humanas siempre se encuentran en la dinámica del enfrentamiento, del maniqueísmo entre el bien y el mal. La disyuntiva la vemos desde los ojos del niño que interpreta el sermón del pastor al dibujar un camino que se bifurca y en su discurso tratando de entender la diferencia entre ser protestante o ser católico.
 
3. La riqueza de la película estriba también en que plantea de una forma muy sutil la parentalidad, la invisible red que da soporte a la vida de un individuo en donde los participantes son la madre que controla y forma a los niños, el padre amoroso que por cuestiones de trabajo se convierte en un proveedor intermitente, los abuelos y tíos. Los abuelos ilustran claramente su función: La abuela consiente y mima a los nietos, les da moneditas rompiendo la regla de la disciplina materna. Convirtiéndose en cómplice y el abuelo que es quien infunde el linaje, da normas morales, comparte su sabiduría y experiencia y apoya al niño en su inicial romance con su compañerita de clase.
 
4. Asimismo, vemos la presión social que cuando cedemos, a veces nos obliga a hacer cosas no tan buenas o e chantaje y acoso que se ejerce por parte de los pandilleros que buscan sacar partida del caos ideológico-social.
 
5. La felicidad y el amor son otra forma de interpretar al filme. La felicidad de un niño que lucha contra dragones en la calle con sus amigos y vecinos, o que aspira a ser un buen futbolista y que va descubriendo las finas líneas emocionales que a todos nos trazan nuestros primeros amores. El ser atraído por una compañerita de clase y buscar la propia superación para poder conquistarla. ¿Quién no ha sentido las mariposas en el estómago en sus primeros encuentros amorosos?
 
BELFAST posee muchas formas de interpretarla pero en todas ellas juegan las emociones y en todas podemos identificarnos, aún cuando vivamos en continentes diferentes. Logra la universalidad de la empatía humana.
 
 
Todos fuimos niños, todos tuvimos emociones que nos causaban felicidad o angustia, todos vimos la dinámica de los adultos como algo incomprensible y todos atesoramos lo bueno y malo de nuestras infancias, que en gran medida forjaron nuestro destino.
La frase que sella el final de la película es contundente cuando la abuela ve que la familia se va de Belfast, susurra: No mires atrás,
 
Quizás BELFAST gane algunos premios de la academia pero lo importante es el premio que cada uno de nosotros puede obtener viendo una película que te invita a reflexionar y a valorar lo efímero que es nuestra vida y lo grandioso que es vivirla a plenitud.
(L to R) Jude Hill as Buddy, Jamie Dornan as «Pa» and Caitriona Balfe as «Ma» in director Kenneth Branagh’s BELFAST, a Focus Features release. Credit : Rob Youngson / Focus Features

 

¿Cómo fabricar monstruos?

De pequeño estaba suscrito a varios “comics” y revistas en inglés. Supuéstamente para practicar el idioma. En uno de esos “comics” venía un anuncio que te vendían el paquete completo para criar “sea monkeys”, una especie de diminutos monstruos marinos.
También promovían un terrario con hormiguero.
Obvio, nunca lo pude tener porque solo enviaban los pedidos en los Estados Unidos y Canadá. Para México no estaban disponibles.
 
Todos imaginamos a los monstruos de acuerdo a los arquetipos que el cine y la TV nos han troquelado en nuestro imaginario.
Sin embargo, todos los días veo y me entero de los “monstruos” que han sido formados por sus propios padres. Ya sean niños, adolescente, jóvenes o maduros, los padres se quejan amargamente de sus hijos “monstruos”.
 
Mi amiga, Leticia Solís-Pontón, Doctora en psicología, psicoterapeuta y psicoanalista, promotora de la Parentalidad –que radica en París— y laboró en la Universidad de La Sorbona junto con el precursor de esta teoría: Serge Lebovici, siempre ha recalcado que a los hijo se les deben imponer límites y que cuando los Padres se rehusan a ponerles límites a los hijos, la vida –sabia y generosa–, se encarga de ponerles esos límites que son 4 únicamente:
1. La delegación de policía o la comisaría
2. El hospital
3. La cárcel
4. El cementerio.
 
He llegado a la conclusión de que para criar un buen monstruo en casa se necesita:
1. Concederle todos los caprichos que el potencial “monstruo” exija.
2. Festejarle todas sus majaderías y aplaudirlas con frases como: “son niños”, “están jóvenes”, “así son”, o peor aún: “los psicólogos dicen que no les des nalgadas”. Y argumentan que ellos no van a ser igual de estrictos que sus Padres lo fueron con ellos.
3. Permitir que tengan todo sin el mínimo esfuerzo.
4. Hacerse de la vista gorda ante el maltrato que hagan hacia otras personas, en especial a la sevidumbre y a los seres indefensos, mostrar la falta de educación o civismo para con los demás y que no se les llame la atención.
5. En resumen: No ponerles límites.
 
Esos individuos maltratadores y ofensivos crecen y se muestran poco a poco como “monstruos”.
Escarbando en el asunto indudablemente termino en el concepto creativo de Mary Schelley: Frankenstein. El moderno prometeo.
Ella lo publicó el 1 de marzo de 1818 como novela gótica. Sustenta su argumento narrativo en el desafío que hace la ciencia hacia la creación y destrucción de la vida, el reto que hacen los humanos hacia la divinidad. 1816 fue un año denominado –sin verano– debido a la erupción de el volcán Tambora que afectó el clima prolongando el invierno y la oscuridad.
Fue así como en un viaje a Suiza para visitar a Lord Byron, ella, su esposo y su médico personal John Polidori tuvieron una tertulia donde hablaron de fantasmas. Los amigos se retaron en escribir una historia de terror. El único que terminó su cuento fue Polidori. Pero ese evento detonó la imaginación de Mary y dos años después publicaba su aclamado Frankenstein.

frankestein

 
Pero, ¿Por qué hablo de Frankenstein si lo que hablábamos es de los hijos malcriados?
La razón es muy sencilla:
Para criar un monstruo se necesita de otro monstruo. El padre de Frankenstein era un científico deschabetado.
 
Para criar un hijo “monstruo” se necesita que el padre, la madre o ambos, inoculen el gen al pequeño. Una mala parentalidad termina generando ése tipo de hijos problemáticos. Por ello, para evitarlo o para corregir el gestante problema se necesita que el adulto asuma que es necesario tener una disciplina amorosa con sus hijos y una auto aceptación de sus propios errores como padre.
 
Digo “disciplina” porque el orden contribuye en la formación de la criatura y “amorosa” porque para educar la mejor fórmula es hacerlo con cariño, ternura, mostrar amor y argumentar claramente que las normas son importantes porque se quiere al hijo en todo lo que vale. Asimismo analizar sus fallas propias que como adulto se tienen, lo peor es el auto engaño.
 
Muchos de los actos “reptilianos” de los padres son a base de impulsos. Hoy sí, mañana no hay disciplina. Hoy te corrijo y mañana soy omiso. Esa inseguridad de conductas erráticas lleva al traste la formación del individuo. Es el mejor laboratorio para hacer de los hijos futuros machos (sean hombres o mujeres), alcohólicos, drogadictos, maltratador@s, etc.
 
Por eso, si deseamos evitar crear monstruos, empecemos por nosotros mismos. Apasigüemos a la tormentosa bestia que llevamos dentro porque habrá altísima probabilidad de que que terminemos teniendo en casa uno o varios ”Frankensteins”.

Tener un Abuelo

¿Quién no tuvo la fortuna de tener un Abuelo?
Yo sí tuve uno en vida, era mi abuelo materno.

Gruñón, de todo se preocupaba, fumaba desde los 13 años, cuidaba exageradamente su auto y me convirtió en su copiloto.

Él y mi abuela vivián en la casa de junto así que la convivencia con ellos — en mis primeros años–, fue muy cercana. Leía el periódico El Universal, tomaba Coca Cola Fría, era abstemio y cumplía con todos los requisitos que en los estudios sobre la Parentalidad, la Dra. Leticia Solís-Pontón enumera:

“ Los abuelos (hombres) transmiten la filiación de la familia, relatan la historia de dónde viene la estirpe, hablan sobre el honor de la familia, transmiten la responsabilidad de respetar el buen nombre y recrean en el imaginario del niño cómo fue la vida de otras generaciones…”
Las abuelas, en cambio, son las que consienten a los niños, cómplices y confidentes de las inquietudes que los niños no quieren contar a sus padres. Sirven de amortiguador.

Hoy platicaremos algunas cosas de mi abuelo materno:

Era muy pulcro, cada semana iba a la peluquería y generalmente salía muy arreglado con corbata –si estábamos en ciudad–, y de camisa corta cuando estábamos en la playa o en el lago de Tequesquitengo. Había sido deportista y esquiaba tanto en agua como en nieve. Escasamente me tocaron esos tiempos. Caminaba mucho y parecía siempre meditabundo.

En su niñez había sido muy infeliz y me relataba su historia. Eran prósperos y vivían junto a la fábrica de aceites de su padre en la Calle del Buen Tono, junto al mercado de San Juan y a la cigarrera.
La fábrica del bisabuelo era la proveedora del aceites de linaza y ajonjolí con el que se iluminaban las farolas de la ciudad de México. Todavía había tranvías de mulitas y me contaba su impresión cuando fue por primera vez al Salón Rojo a ver una película de los hermanos Lumiere. Su padre siempre estaba dedicado al trabajo y era de férrea disciplina. La imagen de su madre era lejana, recluída en una oscura habitación pariendo hermanitos . Fueron trece. El era primogénito y se crió (lo afirmaba) con su nodriza y nana Paz. Su habitación estaba en el extremo de la casona y tenía un patio interior que lo inundaba ex profeso para poner los patos y chichicuilotes que Paz le compraba vivos en el mercado. A su nana Paz yo la llegué a conocer. Vivía en una vecindad de Tacubaya con más de 100 años y mi abuelo rigurosamente le llevaba cada mes su mesada. Tendría mi abuelo más de 70 años y continuaba visitando — mes con mes– a su nana. Yo iba de escudero acompañándolo.

Llegó la energía eléctrica e impactó la prosperidad de la fábrica. Murió su madre y luego su Padre al poco tiempo. Doblemente huérfano a poco años más de un año de haber cumplido los trece años, no tuvo más remedio que llevarse a sus hermanos a Santander, España, donde tenían familiares. Esperaban el barco en Veracruz cuando vio salir a Profirio Díaz en el Barco Ipiranga. Describía la imagen: “ De pie, en el puente de a babor del barco, le escurrían las lágrimas y se despedía de la gente. Ya nunca regresaría el dictador a México”.

Luego, cómo a los 21 años, mi Abuelo regresaría a México, visitaría a sus familiares lejanos y conocería a mi abuela con la que al poco tiempo se casó. Tuvo a mi madre y a un tío nuestro.
Yo le acompañaba a llevar paquetes de alubias y garbanzos para enviárselos a sus familiares de España. Íbamos al Palacio Postal. Estaba la dictadura de Franco y pasaban miserias los familiares españoles.

Tenían varios edificios de renta y aunque la más diligente administradora era mi abuela, el abuelo hacía algunas tareas como ir al banco en la Plaza de Santo Domingo, acudir a los juzgados a revisar los casos de morosos, a lo que le llamaba “llevar los asuntos” etc. Nada de importancia. Me llevaba en su auto a la Lagunilla donde compraba pájaros y los cuidaba con esmero.

Como le sobraba rtiempo, leía, pintaba (más bien copiaba pinturas) y aprovechaba nuestras vacaciones cortas o largas para llevarnos a Tequesquitengo o ir a Acapulco donde pasábamos largas tempordas. Luego nos alcanzarían mis padres.

El paseo más comun que hacíamos era llevarnos al Bosque de Chapultepec. En esos tiempos irrigaban al bosque por medio de pequeños canales de agua. El abuelo los aprovechaba para entretenernos. Hacía barquitos de papel periódico y cada uno de los niños los íbamos persiguiendo hasta que se hundían, atascaban o se los tragaba una alcantarilla. En las riberas de esos canales habían fresas silvestres que recogían mis hermanas para jugar a la comidita.

A la entrada del zoológico había un añejo árbol, era un frondoso fresno cuyas raíces sobresalían de la tierra en tortuosas formas. Era el árbol mágico. No sé cómo le hacía pero siempre corríamos hacia el árbol y lo rodeábamos con acuciosa mirada. Invariablemente cada uno de los nietos iba encontrando una moneda de a peso. Eran monedas grandotas de plata (creo) y con eso podíamos hacer nuestras compras. En mi casa, mis padres decían que los niños no deberíamos de manejar dinero. Pero el abuelo encontraba en el árbol mágico la fórmula para darnos el “domingo” que mi padre prohibía.

 

Son miles de historias las que viví o me contó el abuelo. Refunfuñón como el pato Donald. Pero cuyo amor y preferencia por mi no ocultaba.
“Tu eres mi nieto favorito, me decía, tuviste la mala suerte también de ser el hombre primogénito como yo (aunque tenía dos hermanas mayores) y eso te cargará de mayores responsabilidades”.
Y tenía razón porque yo era el que tenía que cargar maletas, bajar y lavar la lancha que tenía mi Padre en Tequesquitengo, ponerle gasolina y ver cómo la volvían a ensuciar los invitados para que la volviese a limpiar, subirla en el malacate y guardar el tanque de gasolina. “Eres el mayor y debes cuidar de tus hermanas y hermanos”, siempre me sentenciaban.

Los abuelos te dejan mucho.Te enseñan mucho y también se les extraña mucho.

Raíces

Mi abuela materna hacia unas deliciosas ensaladas de betabel. Antes de prepararlos, cortaba la parte donde se insertaban las hojas con el tubérculo. Las ponía en un recipiente plano, de fondo bajo, sumergiendo parte del betabel en el agua. A los pocos días empezaban a brotar las hojas nuevas.

 

El otro día vi que en la cocina preparaban un poro y estaban a punto de tirar la parte final donde tenía entreveradas muchas de sus delgadas raíces. Lo rescaté y repetí el procedimiento que solía hacer mi abuela.

Poro

Como si fuera magia, de los restos del poro se empezaron a formar las nuevas capas verdes dando origen a uno nuevo y que al parecer el día de hoy está a punto de florecer, orgullosamente erguido de la nada.

Poro y botón

Si los seres humanos no tuviésemos conocimiento de nuestras raíces muy probablemente no tendríamos un crecimiento balanceado de nosotros mismos. Las raíces –que también se les denomina linaje–, son los vasos comunicantes invisibles con el pasado de nuestras familias. Explican de quienes somos hijos, de quienes somos nietos y aún más, nos llevan a conocer a nuestros ancestros.

Las raíces permiten la fortaleza de los tallos de las plantas y árboles. Tallos que llevan la energía de los nutrientes a través de la savia, alimentando a todo el organismo. Esos tallos que pueden ser rígidos pero a la vez flexibles y que después pueden –en muchos de los casos–, diversificarse en ramas para permitir que a todo el follaje lo pueda bañar la luz del sol. De la diversidad de ramas se obtendrán mayor cantidad de flores y posiblemente darán origen a los frutos.

En las normas de una sana parentalidad se recomienda que los niños tengan la posibilidad de conocer sus raíces ya sea a través de los relatos y añoranzas de los abuelos, o de la narrativa de sus propios padres, tíos o parientes.

 

Un árbol o una planta sin raíces profundas es fácil presa de los vendavales y agresiones externas cayendo irremediablemente fuera de la tierra y con altas probabilidades de morir. Eso mismo nos pasa a nosotros. El carecer de nuestra propia historia nos hace endebles, sujetos a confusiones y a la pérdida de la autoestima.

Así como debemos tener raíces profundas en la vida de nuestras familias, lo debemos tener en el conocimiento de nuestro país. Las personas que conocen su historia como nación poseen mayores posibilidades de saber lo que son y de lo que pueden llegar a ser.

De las personas que gobiernan a un país, se les debe exigir sean conocedores y amantes de la historia. Deben conocer cada rincón de la nación y tener contacto personal con la gente. Para navegar exitosamente en el mar se necesita conocer no solo a la embarcación sino saber interpretar los signos del clima que se manifiestan en las nubes, oleaje, vientos y hasta en las fases por las que atraviesa la luna.

Igualmente para poder caminar por un bosque se debe conocer las características de los árboles e inclusive encontrar pequeños signos donde el musgo o los líquenes nos sabrán orientar la dirección hacia la que vamos. Por ejemplo, los troncos tendrán mayor cantidad de musgo en la parte norte del árbol.

Fomentar el conocimiento de nuestras raíces como familia y como nación, nos permitirá ser más fuertes, seguros y elevar nuestra autoestima.

¡Todo lo que te puede enseñar una ensalada de betabel o las raíces de un vegetal!

Salvar a los niños

Frecuentemente vemos campañas para salvar delfines, ballenas, vaquitas marinas a punto de extinción. También vemos innumerablles asociaciones y personas nobles que ayudan a perritos o gatitos que viven en la orfandad.

Cuando yo era pequeño de edad veía en el Canal 5 de TV los avisos de personas extraviadas y me sobrecogía la idea de imaginar el perder a una persona, fuera anciano, débil mental o niño. Ahora veo la alerta Amber en el Canal 11. Todos los días se buscan personas en este país.

Recuerdo que el actual eje central de la Ciudad tenía un horrible nombre: «Niño perdido».

A pesar de verlos en las esquinas pidiendo limosna o haciendo de payasitos o limpiaparabrisas, los niños de la calle siempre son repelidos por nuestra sociedad. Existen ONG´s que se preocupan por ellos y no existen leyes en donde el gobierno debería de quitar la patria potestad a quienes comercian con sus hijos e inclusive a quienes chantajean con los menores cuando se entablan juicios de divorcio. No se diga de los bestias depredadores denominados pederastas.
Alejándonos de los casos más deprimentes que se dan en la infancia, detecto algo muy preocupante, me refiero a los niños que viven con sus padres, que van a la escuela y que aparentemente transitan en la «normalidad».

Los niños están indefensos y debemos replantearnos muchas conductas en sus procesos de formación para hacerlos resilientes y que puedan salir fortalecidos.

Para los papás es muy fácil hoy en día, darles una tablet o prestarles los teléfonos inteligentes a los chiquitos para «que no den lata». Los vemos en las cafeterías, sentados en las mesas absortos con los dispositivos mientras los adultos departen quitados de la pena. En otros sitios, los meten a esas áreas infantiles (verdaderos procesadores de niños) donde saltan, brincan y pelean. La tranquilidad de los padres radica en que los sacaron a pasear y jugaron divertidos en las albercas de pelotas.

Sin embargo, el daño que se les está haciendo es grave. Ensimismados en los juegos electrónicos violentos, transitando a toda velocidad por las autopistas digitales, estrellándose, bombardeando, etc. Se alejan del contacto humano, de la conversación filial, de la convivencia en una mesa, de aprender a comer y a estarse sentado mientras los demás comen. A escuchar. Sí, a escuchar, a no interrumpir, a poner atención en el otro, a considerar lo que el otro siente.

La parentalidad juega un fundamental papel al construir a los nuevos ciudadanos. Cada uno de nosotros debe estar muy atento de «salvar a los niños» de la orfandad humana en afectos y atenciones.

Recuperar la imaginación, los cuentos orales, las anécdotas de familia, la sana convivencia con abuelos, primos, tíos, papás, etc.
Los índices de depresión infantil crecen en cifras alarmantes y los suicidios en pre-adolescentes es realmente preocupante.

Y es tan fácil «salvar a los niños«, solo tenemos que:
1. Escucharlos
2. Observarlos
3. Estimularlos de forma positiva
4. Ponerles límites y enseñarles el respeto con el ejemplo.
5. Conversar con ellos
6.Hacerlos que disfruten de la música, de la lectura, de la danza, de los juegos.
7. Sacarlos de la vida sedentaria y enseñarles la naturaleza. Caminar con ellos, correr con ellos…brincar con ellos.
8. Regular el uso de los dispositivos electrónicos y las horas de TV.
9. Enseñarles que hay tiempos: para comer, dormir, divertirse y trabajar.
10. Platicar con ellos y narrarles nuestro linaje (de donde venimos, de quienes nos antecedieron y el por qué es importante tener nuestras propias historias)

¡Ah! Y no se olviden de darles un apapacho, un beso, una caricia, una palmadita…a veces es el mejor bálsamo para la depresión.

Eso ayuda a «salvar a los niños«.

13-04-17

Niños sentados

Parentalidad – Dra. Leticia Solís-Pontón

Serie de documentales sobre la PARENTALIDAD. Capítulo 1 Dra. Leticaia Solís-Pontón «Introducción a la Parentalidad»

Introducción a la Parentalidad.

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