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Ver e imaginar

En el salón de clases, cuando nos sentaban por apellido, siempre me tocaba la fila de atrás.  Eso tenía muchas ventajas: Me permitía ver a todo el salón, al maestro o maestra a la distancia y al grupo de compañeros pero también me permitía poder echar a volar a la imaginación.

Para imaginar se necesita también además de ver, el poder transformar la realidad.  No en vano la palabra imaginación proviene del término imagen.

La imaginación es una narrativa que por lo general encierra poesía. Lamentablemente la poesía es un género literario poco concurrido en nuestro país. Esto se debe a que en a enseñanza primaria recurren a poesías del siglo XIX o principios del XX y obligan a los estudiantes a memorizarlas.  En las tertulias familiares no falta el pariente “bardo” que recita poesías acartonadas y en desuso.

Debo reconocer que a lo largo de mi formación académica conté con valiosos maestros que sembraron en mi un gusto particular por la literatura y unos cuantos en especial por descubrir la poesía ya entrado yo en años. Olvidé el nombre del profesor que nos dio un semestre completo el análisis de “Muerte sin fin” de José Gorostiza. En el curso de redacción y literatura Javier Martínez nos deleitó con Pablo Neruda. Ya en la Maestría,  Juan Antonio Rosado Zacarías nos hipnotizó con sus cátedras y mi querida Patricia Camacho Quintos me liberó de las ataduras métricas y me invitó a lanzarme al vacío para escribir poesía como una especie de catarsis en el manejo del duelo que me embargaba.

Para alguien como yo que desde pequeño fui miope y astígmata, el “ver” resulta un placer insospechado y si sumamos la traviesa inquietud de imaginar las cosas, la poesía resulta un grato ejercicio. La poesía en cada frase o párrafo encierra un mensaje críptico del autor y que es descifrado de múltiples formas por los lectores.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Triste mirada

1.

Vida fugitiva

Por instantes capturada

 

Reflejo en papel

de imágenes ausentes

Límpida sonrisa

que dibuja tu alma

Pero en esbozo

la miro, no engaña.

 

Tus ojos aleteo

besos mariposa

en ti clavé mi primer destello

ya cansada de labor y parto

tornaste lágrimas en vida.

 

Refulgente y joven

de tus marmóreos senos

aliento derramaste

transformando mi ser

en afectuoso vampiro

nutrido de egoísmo.

 

Aún eran tempranos losídas

en que fueras acechada

por miradas furtivas.

 

Abandonaste lisonjas

y ofertas de máscaras invisibles.

 

 

Brindaste permanente apego

a mi opaternal simiente

 

Férrea cubriste tus ojos con vendas

de indeleble fidelidad.

 

¿Qué hicieron de tu desbordada alegría?

Silenciosa cumplías con la carga:

Casa en orden, superficies limpias,

todo en puntual armonía.

 

Escanciabas alimento y néctar

Arropabas

Flores de un día con fatal destino

 

Capullo bañado de rocío al alba

 

Tímida luz matinal se asoma

luce refulgente en medianía

marchita su fugaz sombra y anuncia:

desahucio de esperanza.

 

2.

Triste ver a la mujer

Desgarrarse mes a mes

condenada a cumplir

la esper silenciosa

de yerma temporada.

 

Mujer gallina cobijaste polluelos

 

Como dulce de amaranto

aglutinaste en mieles de caricias

orgullosa progenie

 

Celosa de las manecillas

Tornabas elástico al tiempo

mientras alistabas escolares

y  abrevabas sus tareas

para terminar la función en cine

de blancas sábanas.

 

Vigía de etormentosas pesadillas

con la ternura de tu mano

mitigabas fiebres y resfriados,

empachos, descalabros.

 

Triste ver a la mujer sin alegría

demoronar su vida

 

Dulce de amaranto

enmudecido el llanto

Migajas al tiempo.

 

Hilvanaste sueños de familia

criando cuervos de oscuro vuelo

 

Tu callada labor siempre ignorada

confinada de almidones

piedra pómez, escamas

de cochambre y terquedad.

 

Triste ver a la mujer sin alegría

hueca alma en soledad

espirales de ecos infantiles

huérfana de caricias

que sólo tú sabes prodigar.

 

Despertaste de idílico sueño

enfrentada a cruel realidad

cunas de polvo

mesas sin comensal

retumbar de fatigados pasos.

 

Triste ver a la mujer sin alegría

¿Acaso tu sonrisa no puede volar?

Llagas supuradas de palabras:

sólo pide bálsamo.

 

Cuerpo de fatal trepidar

evocación de distante melodía

 

Teclado de marfil y ébano

sólo exiguo aire exhalas

en extravío de felicidad.

 

Pero ha llegado el momento,

mujer de triste mirada:

debes abandonar tu cuerpo.

Ya

Ya.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Imagen: Detalle de Mujer mixteca por Raúl Anguiano (colección particular)

Sobre el pseudoarte*

Ensayo generosamente aportado por el Dr.  Juan Antonio Rosado**

i.

A lo largo del siglo xx y de lo que va del xxi, ha habido una inmensa cola de argumentadores, pseudofilósofos, estudiantes frustrados de estética o de arte, interpretadores forzados o seguidores tardíos de las llamadas vanguardias o neovanguardias, quienes se han autonombrado “artistas” para convencer a espectadores y jurados ingenuos (o amigos) de que lo que hacen es efectivamente arte. Tenemos, por ejemplo, en pintura, una obra que consiste en un lienzo en blanco con un puntito en medio, o en un lienzo negro en su totalidad; en video, a una señora recostada que insistentemente golpea el piso con una cuchara durante no sé cuánto tiempo, o el edificio contemplado durante horas por una cámara; en música, al pianista que se sienta frente a su instrumento para simplemente verlo. No juzgo a los creadores de estas farsas, quienes pudieron elaborar otras obras que sí fueron arte. Lo grave es que los productores de las mencionadas obras quisieron convencer a los espectadores —mediante la argumentación persuasiva— de que lo que hicieron era arte. Entonces, para ellos, esas obras son “arte” sólo porque están sustentadas en un discurso justificatorio. Pero he ahí el meollo del asunto: si esas obras sólo se entienden y se justifican gracias a un discurso escrito, estéticamente no se bastan a sí mismas. Igualmente, podría ser arte la llave del agua caliente de un lavabo si la hacemos pasar como tal mediante un discurso justificatorio.

Es verdad que una obra artística puede tener diversas “lecturas” o interpretaciones válidas, o no tan válidas, a lo largo de siglos, pero ninguna de esas obras ha estado jamás subordinada a un discurso que la explica unívocamente o que la justifica. Un lienzo de Picasso o Dalí; una pieza de Varese, Berio o Xenakis existen como tales, honradamente. Hay un impacto estético independiente de cualquier discurso justificatorio extra-artístico, nos gusten o no sus obras. Si deseamos adentrarnos más en ellas, entonces estudiamos las partituras, leemos la crítica, los textos de los autores e incluso sus biografías, pero en principio las obras existen como tales. Sin embargo, cuando se nos presenta un lienzo en blanco o una señora que golpea el piso durante cuarenta minutos, fuera de cualquier contexto, hay que preguntarse: ¿es eso presentación o representación? Un acto sexual aislado, con personajes anónimos, fuera de contexto y sin una intención estética provista por la técnica, no es sino presentación: pornografía. Si el mismo acto aparece en un contexto estético, sea con personajes cuyas dimensiones son humanas, o en un contexto pictórico en que la técnica artística nos impacte por su intensidad, entonces ya hablamos de representación: literatura o pintura erótica, es decir, arte. Poner un embrión en un frasco de formol sobre una mesa de madera, al lado de un muñeco de plástico pintarrajeado y atravesado por clavos es una simple presentación, como lo podría ser la nota roja de un diario amarillista. Pero agregarle a esa pieza un discurso pseudofilosófico que la justifique como “arte” no es sino justificar la mediocridad, la vaciedad del “artista”, la ausencia de lenguaje. Sería mejor que esos “artistas” se metieran a filósofos en lugar de desperdiciar papel o lienzos.

Recientemente, en un país centroamericano —no recuerdo cuál— se premió a uno de esos pseudoartistas. Su “obra de arte” consistía en una secuencia fotográfica que nos mostraba el proceso de agonía, el paulatino y creciente sufrimiento, y finalmente la muerte de un perro por inanición. Para mí, el arte no tiene por qué ser moral ni moralista, aunque sea una de sus muchas posibilidades. Aclaro entonces que mi postura no es moralista. Lo que ocurre es que esa secuencia fotográfica o película sencillamente no es arte y no tuvo por qué ser premiada como tal. Puede ser útil para un libro de biología o para enseñarle a un alumno de veterinaria lo que es la inanición canina, pero arte no es, ni siquiera arte de denuncia. Es como considerar que la pornografía es arte: su función puede ser meramente didáctica; sólo presenta la genitalidad, el sexo; en otras palabras, no hay representación ni ars combinatoria por parte del creador. El arte, incluida la gran literatura, es ante todo representación con una función inicial de carácter estético. Con la cuestión formal viene la intención, que puede ser en algunos casos didáctica (pensemos en los Estudios de Chopin, de Bartók o de Villa-Lobos), crítica, de denuncia, política o de cualquier otra índole. Pero pretender que un discurso pseudofilosófico sea el que le da la categoría de arte a una obra es ingenuidad pura o pretensiones de persuadir para engañar.

Ni Leonardo ni Dante ni Cervantes ni Kafka, ni siquiera los vanguardistas que han perdurado necesitaron jamás de eso, aunque hayan escrito manifiestos que pocos leen. En todo caso, tenían bien asimilados sus postulados y si llegaron a escribir notas sobre sus propias obras (como las que hizo San Juan de la Cruz sobre su propia poesía), éstas no son indispensables para acercarse, sentir y disfrutar la obra. Es más: podemos estar en desacuerdo con dichas notas o interpretaciones. La auténtica obra se ubica más allá. Esperemos que los jurados o las personas que otorgan becas a los artistas —sean éstos o no cortesanos— tengan en cuenta que un poemario con una palabra o un versito hueco en cada página no es sino desperdicio de papel, por más prólogos justificatorios que se le imponga.

 

ii

 

¿Qué es hacer arte? Es expresar o representar un tema, una emoción, una situación o cualquier objeto del mundo real, onírico o imaginario, a partir de una intención y una motivación, utilizando la forma como vehículo para hacer llegar esos temas, emociones o situaciones —ya transfigurados por la imaginación y la razón— al espectador o lector, de una manera eficaz o verosímil. En esta definición, destaco los prefijos ex (fuera de) y re (volver a). El arte es único e insustituible; puede reproducirse mediante la industria, pero la obra original es irrepetible. Acaso el arte tuvo una intención original, pero a la hora de ser percibido por el espectador o lector, éste captó otra. Dice Arnold Hauser: «El arte sólo tiene algo que decir a quien le dirige preguntas; para quien es mudo, el arte es mudo también», lo que se relaciona con el problema de la interpretación y del impacto que una obra causa a determinado lector o espectador, pero también con su competencia cultural. Asimismo, la obra puede producir los efectos, emociones estéticas o funciones sociales que desee, independientemente de si son o no captados por alguien: desde el horror, el llanto, la risa, el desconcierto, la excitación, el asco, el miedo, hasta la indignación, la crítica a un modelo de conducta, a una actitud política, el conocimiento de algún hecho histórico o actual, de alguna tesis o postura ideológica o filosófica, etc. También puede darse el caso de que la motivación original se pierda, pero la imaginación y la razón —al servicio del fondo, y con la conciencia de que fondo es forma— intervienen a fin de lograr una forma adecuada para expresar el fondo que se desea, en un estilo que es, al mismo tiempo, el reflejo de una subjetividad (o subjetividades) y el producto de un procedimiento y técnica adecuados al tema.

En cambio, hacer artesanía es tomar un modelo o un diseño predeterminado (o tomarlo directamente de alguna obra artística) y reproducirlo o imitarlo muchas veces, cada una con escasas variantes. Puede haber una artesanía susceptible de convertirse en arte con el trabajo minucioso de la forma (el vehículo por excelencia de expresión), pero si este trabajo no se realiza, el objeto permanece a nivel artesanal, como parte de un conjunto de objetos hechos de la misma manera, como ocurre con esas novelas que parten de un esquema probado (por ejemplo, el cuento de la Cenicienta como modelo de muchas telenovelas). De la artesanía (manual, pero producto de un afán colectivo), se pasa a la industria cuando el reproductor del modelo o diseño predeterminado es una máquina o una fábrica, y no interviene en absoluto la subjetividad, ya que, a menudo, el modelo o esquema único emana de la mercadotecnia, de los estudios de mercado. Se habla de la industria de la telenovela, aunque puedan existir telenovelas artísticas, como algunas de las producidas por la tv española. También se vuelve industrial lo que se vende mucho, sea arte o artesanía. Es verdad: la industria tiene la capacidad sobrante de ser un medio para difundir el arte o la artesanía (lo han probado las reproducciones de pinturas o la industria editorial), pero en sí misma, la industria no es ni arte ni artesanía, aunque haya productos meramente industriales que se hacen pasar por “arte” (un ejemplo: ciertos cantantes que se contentan con mantener esquemas rítmicos, melódicos y literarios porque ya está probado que venden).

Volviendo al tema del arte, así como la artesanía puede tomar de éste algunos motivos, el arte también tiene la posibilidad de apropiarse de un motivo o tema artesanal o folklórico (incluso llevado a nivel industrial). Mediante el trabajo de la forma, ese motivo se transforma en arte (lo hicieron Béla Bartók, Manuel M. Ponce o Heitor Vilalobos con temas populares). Si la artesanía tiene la posibilidad de apropiarse de elementos del arte y, por medio de la vulgarización o popularización, volverlos artesanía, asimismo es posible que un artista —si lo desea— tome algo de otra obra de arte y, por medio de la parodia, el pastiche, el trabajo de una forma distinta o de un tratamiento diferente, elabore otra obra. En este caso, hablamos de influencia, pero puede existir la posibilidad de que el artista no haya conocido directamente el modelo con que se asocia su creación. Tal vez lo conoció a través de otro artista o de un intérprete (o crítico), o quizá llegó a él por sí mismo. En este caso, hablamos de coincidencias, de modos similares de percibir el mundo, de sentimientos afines. Pienso que es preferible hablar de contextualidad (pictórica, musical, literaria, arquitectónica, gastronómica, escultural, dancística, cinematográfica…) para agrupar obras similares, aunque los artistas no se hayan conocido jamás o no hayan tenido contacto con las obras del otro, ni recibido influjo directo.

Las reflexiones anteriores no pretenden ejemplificar con casos concretos, pues ello ocuparía mucho espacio. La evocación de las telenovelas, cantantes o de algunos compositores del nacionalismo musical fue necesaria para aclarar ciertos pasajes, pero el objetivo aquí es sólo abstraer, sintetizar. Los ejemplos pueden surgir de cada uno de los casos propuestos. Si algún ejemplo no se adecua a los casos descritos, me aventuro a afirmar que no pertenece a ninguna de las tres categorías o fenómenos descritos (arte, artesanía o industria).

 

iii

 

Ahora tomemos casos concretos.

No hay nada peor para el público ingenuo que los continuadores de la mediocridad, los imitadores de pseudoarte o los que creen descubrir hilos negros sin investigar que ya fueron descubiertos hace tiempo. En muchas ocasiones, subyace un afán exhibicionista. Me referiré a uno en particular, por su relativo y sospechoso “prestigio”.

A pesar de que cuenta con obras interesantes en su primera etapa, Andy Warhol pronto se dio cuenta de su inconstancia e incapacidad para evolucionar en una línea auténticamente creativa, es decir, para adaptarse en verdad al arte y no a las solas intenciones teóricas. En esa línea creativa, la imaginación y la subjetividad se hubieran apropiado de elementos reales para transfigurarlos y devolverlos —ya manufacturados con el sello estético— a la misma realidad, como lo hicieron Salvador Dalí, Francis Bacon y tantos otros, de modos a veces radicalmente distintos. Pero Warhol se percató de que le iba a resultar muy difícil llegar adonde habían llegado personalidades como Dalí o los autores de lo que Franz Roh llama “realismo mágico”, los postexpresionistas, así como otros miembros de las llamadas “vanguardias”, que a la postre se convirtieron en la retaguardia trasnochada por su carácter efímero y de “asalto” a la inteligencia. Aun así, algunos de esos “vanguardistas” —entre ellos, Dalí— perduraron, se sobrepusieron a su afán infantil de escandalizar al burgués (o a su exhibicionismo inherente). Si Dalí, por ejemplo, no hubiera sido pintor, tal vez habría sido uno de esos hombrecillos que cubren su desnudez con una gabardina, y que se descubren al ver a una mujer en la calle. Dalí —también Warhol y otros muchos— padecieron de ese impulso de darse a conocer a como diera lugar, a diferencia de otros que se dan a notar sin buscarlo a toda costa, e incluso, a veces, muy a su pesar.

Warhol entonces, ante tal incapacidad —la misma que sufrió el músico John Cage en una de sus etapas— inventó a un personaje llamado Andy Warhol —Cage inventó también a su personaje llamado John Cage—, quien se dedicó al exhibicionismo fácil, siempre amparado por una teoría o corriente “estética”, pero sin el talento creativo de un Dalí. Qué diferencia con los auténticos creadores, como este último, o como el excelente compositor de El canto de la ballena, George Crumb, o como un músico más conocido, Frank Zappa, que se movió con agilidad de pez lo mismo en la música popular improvisada (Rock y Jazz) que en la de partituras para ser interpretadas por virtuosos en las salas “serias” de concierto. Para él, no había fronteras.

A mi juicio, lo mejor de Warhol fue su primera etapa, alguno que otro cuadro y, por supuesto, el hecho de apoyar a Lou Reed y a su grupo de música popular Velvet Underground. Pero hay una contradicción: este grupo tiene el sello de la individualidad de estilo, aunque sus recursos hayan sido más pobres que los de Zappa. Sin embargo, el arte pop estadounidense se apropia de las figuras o elementos populares (los de los medios masivos de comunicación) para suprimir en los lienzos todo rastro de individualidad o subjetivismo. El arte pop desea una cercanía con la masificación de la imagen ya establecida por la mercadotecnia y la publicidad. Dicha masificación nos lleva necesariamente a lo anónimo. ¿Qué hay de artístico en la Bandera sobre campo anaranjado, de Jasper Johns? Dirijo la misma pregunta a la Obra maestra de Roy Lichtenstein o a la Marylin Monroe de Warhol. Ya estuvimos rodeados por esas imágenes y no hay en las versiones mencionadas ningún tratamiento digno de considerarse artístico. ¿Para qué gastar lienzos repitiéndolas con un pseudodiscurso estético? Pero… Eso sí: a pesar de transportar a los espectadores hacia el anonimato de las imágenes, todos esos “artistas” pop firmaban sus obras. ¿Qué hay en el fondo? Se sobrepone el exhibicionismo. Comparemos a esos charlatanes con creadores geniales como el mismo Dalí (dejando a un lado sus obras de mero exhibicionismo) o con el mencionado Bacon.

En suma, volvemos al dilema entre representar y simplemente presentar; entre el sello personal —aunque la obra sea de autor desconocido— y el plagio, la paráfrasis o el pastiche descontextualizado. Hay una oscura zona en medio de estos fenómenos: una zona que habría que seguir investigando.



* Textos tomados del libro El engaño colorido, segunda edición, México, Editorial Praxis, 2012.

** Narrador, ensayista, poeta y crítico literario. Autor de la novela El cerco, del libro de cuentos Las dulzuras del limbo, del poemario Entre ruinas y de los libros de ensayos Erotismo y misticismo, El engaño colorido, Juego y revolución, Palabra y poder, entre otros.