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Hambre

La palabra es fuerte. Dice mucho.

A veces la usamos a la ligera y decimos “No tengo hambre” o “Ya hace hambre”, etc.

Sin embargo, pocos de nosotros conoce verdaderamente lo que es el hambre física. El hambre que se padece en situaciones extremas o en ciertos niveles de pobreza extrema.

Hace tiempo tuvimos una asignación de filmar las logísticas de distribución en las centrales de abasto y pudimos ver unas escenas dantescas en los andenes donde dejan montones de desechos de comida echada a perder. Había una docena de menesterosos escarbando entre la basura para rescatar pedazos de comida y llevarse en bultos lo que la sociedad consideraba “echado a perder”.

Recuerdo una experiencia en una excursión. Iba con mi padre, tendría yo escasamente diez años y llegamos a un caserío semi-abandonado. Salieron unos niños a recibirnos, mal vestidos, con sus narices sucias, tosían algunos y finalmente salió la mamá a recibirnos. Se veía la extrema pobreza. Era una mujer abandonada a su suerte con sus hijos. Era el mediodía. Con esa hospitalidad que se ha ido perdiendo en el país. La mujer nos invitó a pasar a su choza. El humo de la leña invadía el pequeño cuarto y en un comal calentaba un par de tortillas. La mujer tomó una de las tortillas y nos ofrecía compartir su hambre, a lo cual agradecimos pero no aceptamos. “Es la hora de darle de comer a mis hijos”, dijo la mujer con su tono de voz pueblerino, acompasado, terso.

Los chicos formaron una fila. La mujer cortó a la mitad cada tortilla. Les puso unos granos de sal gruesa, de esa que le llamamos de cocina y un chile serrano. Eso fue todo el alimento que los niños consumieron en ese día,

El hambre es un problema a nivel mundial. Lo he visto en San Diego, California o en Nueva York. No se diga en Perú, Bolivia o Argentina. Es el hambre física. También se ve en personas que tuvieron una infancia de extrema pobreza y aún cuando ya de adultas, tienen una mejor calidad de vida, esa herida de la infancia sigue latente y se dan atracones o mucha de su conversación es en torno a lo que van a comer o acaban de haber degustado. Es como si la huella del hambre fuera imborrable.

Existe otro tipo de hambre. Es el hambre emocional.

Es un apetito no satisfecho de emociones, caricias, ternura… de falta de amor.

Eso lo vemos en las personas más ricas, las más famosas o bien en una clase media aspiracional que finca todas sus expectativas en el dinero y descuidan en sus hogares el prodigarse amor. Son aquellas personas que tratan a sus hijos o a su pareja con una frialdad inaudita.

En una ocasión conocí a un hombre con gran poder económico pero miserable en el trato con sus hijos. Me sorprendió mucho que en lugar de platicar con sus hijos en torno a la mesa, cuando llegaba de trabajar comía solo en el comedor y su esposa se dedicaba a servirle. Previamente, sus hijos habían comido en el desayunador atendidos por las sirvientas y junto a su madre. Lo más impactante fue ver que a sus hijos les enviaba “memorándums” que escribía a máquina en su despacho. Los regañaba o felicitaba vía memorándum y les daba su mesada con cheque exigiéndoles firmaran de recibido. Para mi fue el colmo ver la frialdad y el abandono en que vivían todos los que habitaban esa casa que no podría llamarse hogar.

El hambre emocional es una pandemia que está azolando al mundo. Padres que muestran su cariño atiborrando de juguetes a sus hijos.

Novios que “conquistan” a sus parejas con obsequios, flores, tarjetas ya impreesas,  perfumes o regalos de exorbitante costo.

No se diga de los matrimonios en donde el vínculo amoroso es una tarjeta de tienda departamental o de crédito con la que la esposa sacia su hambre emocional mientras el marido trabaja, realiza viajes de negocio e innumerables juntas hasta ya bien entrada la noche.

La verdad no podríamos asegurarnos cuál de estos dos tipos de hambre es más perniciosa y cruel en la vida de los humanos. El hambre por la carencia física de un suministro adecuado de alimento o el hambre emocional que convierte la vida de las personas en una existencia vacía, hueca, carente de sentido.

 

Foto internet: The Borgen project

Vecinos y compadres

Imagina una construcción residencial con dos edificios o torres y en medio de ellas hay una construcción de menor tamaño, de tiempo compartido, donde habitan dos vecinos que a la vez son compadres. En la comunidad de vecinos, se le conoce a esta construcción con el nombre de: Substantia nigra.

Una de ellas es Soledad y el otro es Hambre. Cuando Soledad tiene compañía, sean visitas o familiares, enciende todos los focos y lámparas que tiene, haciendo que la construcción luzca esplendorosa. Curiosamente, irradia tanta luz que uno –a distancia–, no distingue cuál habitación es la iluminada y cuál no.

 

Soledad disfruta mucho de tener compañía pero raramente la tiene. Hambre en cambio posee una nutrida agenda cada día y por lo menos, enciende sus luces tres veces al día antes de comer. Eso no demerita la buena relación que tienen ambos vecinos y compadres.

Recientemente los expertos en neurociencias han comprobado que tanto Soledad como Hambre comparten el mismo hogar en el cerebro.

Diversos estudios han demostrado que las personas que se encuentran solas y apetecen o imploran compañía, iluminan la parte central del cerebro. Y ahora también han comprobado que cuando las personas tienen hambre iluminan la misma parte central del cerebro, justo en medio de dos de las torres o edificios que llamaremos hemisferios.Es la misma zona del cerebelo.

Como todos sabemos, socializar es una de las principales necesidades de los seres humanos.Y a la mayoría de nosotros os cuesta mucho trabajo estar solos. Nos entra ansiedad de tener compañía, de hablar con alguien, de tener la presencia física de una persona. Otra de nuestras habituales necesidades a satisfacer es el comer para mitigar el hambre. Y en los escanners o resonancias magnéticas del cerebelo, curiosamente se ilumina la misma parte de la soledad y la del hambre.¡Y con la misma intensidad!

Con estos estudios se ha llegado a la conclusión de que la soledad crónica es perjudicial para nuestra salud física y mental. Muchas personas que padecen soledad manifiestan no tener apetito y procuran no comer si no están acompañados. Al estar solos, no tener apetito o ganas de comer , se debilitan, pero lo más grave es que se perjudica también el sistema inmunológico. Es decir, se “bajan” las defensas en nuestro cuerpo.

El sistema inmunológico debilitado permite el desarrollo de bacterias que provocan enfermedades oportunistas, contagio de virus y en ocasiones, este desequilibrio detona o se vincula con la diabetes, las enfermedades mentales e inclusive la demencia.

Ante la pandemia de COVID 19 se forzó la necesidad de estar confinados o recluidos en casa y se ha presentado una crisis de soledad mucho más aguda que de la que ya existía. Por otro lado, las personas que se sentían solas o desacostumbradas a estar recluidas en casa buscaron de mil maneras permanecer conectadas con los demás. Eso explica el alto consumo de llamadas telefónicas, tiempo aire y enlaces via “zoom” u otra plataforma digital.

Muchas personas han perdido peso y otras han aumentado de peso, ambas situaciones son resultado del desequilibrio emocional. Algunos paliaron su ansiedad comiendo de más y otros en cambio han perdido las ganas de comer.

En la búsqueda de no estar solos, muchos individuos han forzado reuniones familiares o de amigos y con sus sistemas inmunológicos bajos, de golpe o en rebaño, se contagiaron todos los que estuvieron en dichas reuniones, aún más en sepelios o velatorios donde se juntaron para “acompañarse” en su dolor.

La interacción social resulta muy positiva para la salud mental, pero ante una pandemia como la actual y después de haber disminuido las defensas del cuerpo, es como darse un tiro de gracia para contagiarse rápidamente. No dudamos que es gratificante celebrar posadas, fiestas navideñas, Januka o de fin de año, pero más crítico será el panorama de iniciar un nuevo año intubado, enformo de forma crítica o inclusive muerto.

Comer, dormir y convivir son actividades altamente gratificantes. Pero la pandemia nos ha desequilibrado en nuestras rutinas y ese desbalance nos pone en riesgo. Innumerables personas se quejan de dormir mal y estar estresadas en estos meses. Todo está entrelazado.

Se sabe que la dopamina en nuestras neuronas se “ilumina” al sentirnos acompañados y apapachados. Se activan las conexiones neuronales, se despierta el apetito y deseamos festejar.

Las personas en extrema soledad, o con soledad crónica, serán las principales víctimas fatales en contagiarse cuando busquen estar acompañados. Por lo tanto debemos ser muy cautelosos en el manejo emocional durante estos días y hacer nuestra reintegración social con mucha precaución.

La substantia nigra que se encuentra en la mitad de los dos hemisferios cerebrales tienen como raíz común en su evolución la satisfacción de la convivencia social o la satisfacción del hambre y es donde debemos poner atención para cuidar el mantenernos en equilibrio y evitar el contagiarnos.

Cuando las personas nos vemos forzadas a estar en aislamiento, se da el mismo fenómeno que una persona hambrienta suplica, demanda o busca alimento. La soledad conduce invariablemente a la reducción de las defensas en el sistema inmunológico.

Así que “compadre no me ayudes”. Vamos a comer con sana distancia y evitar estar aglomerados aunque seamos vecinos muy próximos.