Archivo de la categoría: Destacadas

Un viejo espejo

            Soy un viejo espejo, muy viejo.    Ahora que todo esto se viene abajo siento que mi vida ha transcurrido fugazmente.  Hace ya bastante tiempo que me colgaron en esta pared cuando todo era nuevo. El olor a yeso fresco, a la mezcla del cemento, a cal y pintura que se entremezclaban con las emociones de la obra concluida e invadían todo el ambiente de esta majestuosa hacienda.
Recuerdo bien el día en que me trajeron aquí. Reinaba una gran agitación entre los lugareños. Nunca habían visto un espejo tan grande y a decir de algunos, “tan bonito”.

Todo el mundo comentaba que me habían fabricado especialmente para el cubo de la escalera de esta mansión, el hogar de Don Pablo: la Hacienda de San Antonio del Fierro. Y yo, la verdad, me sentía muy orgulloso.

Fue en París donde por primera vez ví la luz. En una oscura e imponente fábrica donde primero, en grandes planchas fundían los elementos que conformarían el vidrio para luego bañarlo con la substancia que daría sentido al espejo.
A partir de ése momento nuestro destino cambiaba. Mi misión sería reflejar todo lo que sucediera afuera de mi cuerpo, tornándome impenetrable y a diferencia de los vidrios que se usan para las ventanas, ninguna mirada podría cruzar a través de mi superficie.

La mayor parte de la luz que conocí en esos días se filtraba a través de los sucios ventanales de la fábrica y en forma más limpia, a través de una carátula de reloj de grandes dimensiones que decoraba la fachada de la construcción, yo podía ver la parte posterior del reloj, desde las entrañas de la maquinaria de relojería, también veía los números de su superficie donde las manecillas se iban moviendo dando saltitos.
A lo lejos se percibía una colina de París, la Ciudad Luz, abigarrada de edificaciones pero destacaba en la cima una blanca y espigada iglesia que le llamaban Montmatre. Me fascinaba ver cómo durante todo el día el sol iba dándole pinceladas de distintos tonos a la blanca iglesia hasta que ya entrado el crepúsculo, un lila rosáceo teñía por completo a la imponente construcción.

 

            Una vez elaborado el espejo se le montaba en un marco de madera labrada, estofada y torneada, recubierta de hoja de oro y patinada con esquisitez digna de una obra de arte.
            Con gran sigilo el propietario de la fábrica iba con un formón pequeño y en el marco, grababa su nombre, apellido, finalizaba su rúbrica con un París y la fecha.

 

Una vez terminado, me cubrieron con mantas de borra acolchada y pude notar que me cargaban con mucho cuidado. Me trasladaron en un carromato jalado por caballos. Lo pedregoso del camino me agitaba con gran incomodidad. Por varios momentos temí  por mi vida, que la sentía muy frágil y que podría morir hecho añicos, tal y como varios de mis compañeros perecieron en la fábrica.

La muerte de ellos me habían impresionado hondamente. Especialmente recuerdo el de una bella y brillante luna de bordes esmerilados que por el torpe descuido de un operario, cayó al suelo provocando su muerte con un estruendo que aún retumba en mi memoria.

Finalmente llegamos a un puerto donde era grande el bullicio de la gente. En el ambiente el olor salino se mezclaba con el fétido aroma de los pescados en descomposición. Las gaviotas graznaban con chillidos agudos, se escuchaba los silbatos de los barcos y el trajín de hombres y bestias que lidiaban con innumerables cargas, entre las cuales me encontraba yo.
Esta etapa culminó al embarcarme en un barco de vapor. La oscuridad de la bodega y el suave mecer de la estructura del barco hicieron un efecto adormecedor que duró casi por la totalidad de la travesía.

 

Supe que arribamos a Veracruz, no sólo por el cambio de clima sino por el bullanguero ambiente del muelle que denotaba un espíritu festivo de la gente que trabajaba en el lugar.  A lo lejos se escuchaban musicales ritmos de arpa y un instrumento novedoso que le llamaban marimba.

Del Puerto de Veracruz fui a dar a un vagón de tren donde por espacio de una semana lo fueron cargando de otras mercancías.

Me emocionó mucho el llegar a la estación de Villa del Fierro donde me cargaron con mucho cuidado y en un carro tirado por mulas llegué a lo que sería mi hogar definitivo: la Hacienda.
Me arrimaron a lo que por aquí le llaman la “casa grande” .

 

Para colgar el monumental espejo, tuvieron que armar un andamio de polines y fueron varios peones los que lo cargaron hasta sostenerlo de tres enormes clavacotes de hierro especialmente forjados para la ocasión.
Con gran algarabía se reunió toda la familia, sirvientes, peones y amistades cercanas, para ver cómo quedaba el espejo colgado, dominando todo el vestíbulo y reflejando con impresionante luminosidad a personas y objetos.

 

Ese día conocí a toda la familia y empecé a tratar de recordar el nombre de cada uno de ellos, sus rasgos, sus movimientos, sus gustos para vestirse y hasta los más sutiles gestos. Trataba de memorizarlos a todos para así poder reconocerlos y reflejarlos lo más exacto posible, sin distorsión alguna, tal y como cada quién era.

Así empezó a transcurrir mi vida, con la propia curiosidad de los niños pequeños que desean conocer todo, descubrir el universo entero y de ser posible, comerse al mundo en bocados.

Me sentía muy orgulloso de pertenecer a esta familia y me sentía muy satisfecho del lugar de honor que ocupaba en la hacienda, así como de las atenciones de que permanentemente era yo objeto. No había persona que pasara por esas escaleras de mármol que ascendían a un segundo piso y que al pasar por el descanso donde me encontraba, no voltearan, sonrieran, me miraran, se acomodaran el traje, se ajustaran la blusa, o se revisaran los bigotes.
Así pasaba el tiempo e iba aprendiendo de la vida de los otros.

 

Cuando alguna sirvienta sacudía con desgano mi faz, el mayordomo solía animarla con una breve perorata que siempre concluía con la gastada frase: “…y debemos sentirnos orgullosos de que en Villa del Fierro y precisamente en la Hacienda de San Antonio, la casa de nuestro patrón, se encuentre el espejo más grande de toda América.”

Claro, que esto último a nadie le constaba, pero Don Pablo, el patrón de la hacienda, había sabido imbuir sus delirios de grandeza a todos los que le rodeaban. Había sido tan convincente que todos los empleados y peones creían fielmente tales argumentos.
Villa del Fierro había sido un gran pueblo. Nació de la nada. Unos cuantos gambusinos llegaron a escarbar en los cerros pedregosos, semidesérticos. Escarbaban de una ladera a otra, se la pasaban agitando las bateas en los riachuelos, esperando encontrar las ansiadas pepitas de oro.             Finalmente se dieron cuenta de que ni el oro ni la plata eran los metales. Existía mineral ferroso que no atrajo la ambición de esos harapientos gambusinos. Sin embargo, un joven entusiasta y visionario se acercó a la región y se fue haciendo de los terrenos adecuados. Inició la búsqueda de la veta que daría nombre a la incipiente villa. Así de pronto un día, encontró la vena de fierro que poco a poco se iba ensanchando, prodigándole una insospechada potencialidad de riqueza.

Todo el siglo pasado estuvo produciendo el mejor hierro del mundo. La mina no cesaba de trabajar y fue atrayendo a mucha gente. Fue creciendo el caserío, los comercios florecían a medida en que los hornos de fundición se sofisticaban y al poco tiempo, se hizo necesaria la construcción de una vía de ferrocarril que pudiera facilitar el transporte hacia el exterior de todo el metal que se producía en Villa del Fierro.

Un día, de la boca de la mina, salió un capataz bastante alarmado. Corrió con el rostro desencajado hacia la construcción donde se encontraba el despacho de Don Pablo.
Las miradas de peones y capataces se entrecruzaban tratando de adivinar lo que estaba sucediendo. Por un momento se esparció el rumor de que habría acontecido algún derrumbe sepultando a varios compañeros. Sin embargo, lo insólito del comportamiento no correspondía con la infundada sospecha. Normalmente hubieran tocado la campana de alarma y organizado a las brigadas de salvamento. Pero no, el capataz y el patrón se habían encerrado en el despacho con un mutismo fuera de lo común.
Al poco rato, Don Pablo mandó llamar a los Ingenieros y no tardaron en salir con rumbo a la boca de la mina. Estuvieron dentro de ella por más de medio día.
Así fue como nació y creció un rumor implacable. La veta se había perdido y al cabo de unas horas el rumor era confirmado.

De la mina salió una desconsolada y triste figura: Don Pablo. El brillo de sus ojos se veía nublado, similar al de unos ojos que han perdido la vida. Y no era para menos, el filón que llevaba la vida a Villa del Fierro se había extraviado y con el, las esperanzas, sueños y fatigosa lucha que Don Pablo había encabezado.

Como un barco que va directo hacia el naufragio, Villa del Fierro empezó a resentir la desbandada de la gente que veía desaparecer sus esperanzas futuras. Los primeros en irse fueron los Ingenieros franceses. Luego, poco a poco, un mayor número de personas comenzó a emigrar.
Las casas se fueron quedando vacías y los comercios cerraron a medida en que transcurría el tiempo.
Quedó muy poca gente en Villa del Fierro, entre ellos la familia de don Pablo. El patrón que se negaba a creer que la mina estuviese agotada. Se pasaba todo el día dentro de los túneles cavando sin ton ni son, buscando con una indescriptible ansiedad el filón extraviado.
En un tiempo el tren llegaba y salía a diario de Villa del Fierro. Un mal día la locomotora se descompuso. Era propiedad de la mina y ya nadie hizo algo por arreglarla, quedando paralizada al igual que el pueblo entero.
Las vías se fueron cubriendo de zacate, después fue devorado por la maleza y al paso de los meses el rastro de la vía se había perdido.

Los niños más pequeños del pueblo, ni siquiera se enteraron de que todo un complejo sistema ferroviario había estado operando precisamente en Villa del Fierro. Jugaban entre el andén y los pocos rieles visibles preguntándose para qué servirían esos fierros.

Mucho se divertían jugando en la vieja estación, en sus salas de espera, la oficina, las taquillas con sus barrotes. Brincaban en los tablones de los andenes e iban a los desvencijados talleres para espiar a los zanates en sus nidos. Algunas aves lo hacían en los recovecos de la vieja y oxidada máquina locomotora. Varios furgones se mantenían aferrados a ella y el vagón de pasajeros que era principalmente de madera, ya empezaba a podrirse con la lluvia.

En la imaginación de los pequeños todo parecía que de un momento a otro la máquina cobraría su antiguo esplendor por lo que empezaría a lanzar nubes de vapor condensado, violento e incontenible y tras un profundo silbatazo, las pesadas ruedas comenzarían a tocar su monótona sinfonía, interrumpida de vez en cuando, por un agudo rechinido y el crujir de algún vagón.

Don Pablo Canales había recibido la mina de Villa del Fierro de manos de su padre. Y desde joven se entregó a la pesada labor de la minería. No solo se preocupó del eficaz funcionamiento de sus instalaciones, sino que trajo la más novedosa y eficaz maquinaria e ingenieros que desde Francia llegaron para supervisar el desempeño de la mina.
Mandó construir una casa grande, rodeada de jardines, patios y fuentes que le daban un señorío inusitado en la región. La amuebló con gran lujo para vivir en ella, y lo más importante, para formar una familia.
Una vez terminada la hermosa residencia, Don Pablo se fue a España a buscar mujer. Fue allá donde conoció a Antonia —una mujer culta para su época— de buena familia y en edad de merecer. Antonia no vaciló en casarse con el rico criollo a escasas semanas de haberlo conocido. Después del casorio, que fue espléndidamente realizado en Alcalá de Henares, empacó un vasto menaje y se fueron rumbo a América con destino final a Villa del Fierro.
Para Doña Antonia fue un dramático cambio en todos sentidos. Dejó la soltería, el hogar materno, su moderno Madrid, la posibilidad de conseguir libros y asistir a tertulias literarias que le permitían ampliar sus horizontes.             En cambio llegar a América, recorrer polvosas brechas, unas veces anegadas de lodo, otras irrespirablemente secas y calurosas, encerrarse en ése pequeño infierno como lo que era Villa del Fierro y lidiar con españoles de baja ralea, criollos e indios sin ninguna oportunidad de intercambiar conceptos, aunado a la ausencia total de la cultura europea y sus amados libros, era más que una pesadilla: un verdadero tormento. Todos estos ingredientes hicieron que la melancolía fuera invadiéndole y su única ilusión era aguardar por meses los ansiados libros que encargaba para que se los enviasen desde Europa.
No suficiente con todo eso, el matrimonio le resultó un episodio violentamente incómodo. Se sentía usada por un hombre ambicioso que no daba ternura ni cariño, solamente se limitaba a embarazarla, desfogarse en ella y esperar a que alumbrara a un descendiente más y lo más pronto posible volverla a embarazar.

Hacía bastante tiempo que Doña Antonia no visitaba la abandonada estación cuando sin consultar a nadie ni hacerse acompañar de alguna haya o sirvienta se fue a pasear nerviosamente por los andenes, como si estuviera aguardando a un tren retrasado.
Recordaba el día en que por primera vez llegó a Villa del Fierro. Los murmullos de la gente, la gran calzada principal rodeada de amates con extraños troncos retorcidos  de un color amarillo, único escenario que no podía compararse con el paisaje europeo. El trotar de los caballos, los cascos que golpeaban en el empedrado produciendo un sonido casi metálico. Era todo un hormiguero de hombres y bestias que giraban en torno a un punto en común: la mina. La mina era un extraña y oscura oquedad que se perdía en las entrañas de la tierra y que devoraba la vida de todos los de ése pueblo.
Todo aquello era desconcertante para una mujer de la aristocracia española. En su interior se descubría una amargura que con el tiempo se fue acentuando. Amargura de nunca haber amado, ni siquiera a Don Pablo, con el cual se había casado por su riqueza y por la curiosidad de conocer México, ése exótico país del que hablaban con desenfado los españoles y según muchos, extraordinariamente rico en plata y oportunidades.
Pero ahora…ahora, ¡cuánto se arrepentía! ¡Toda una vida desperdiciada! –exclamó- ¡Toda una vida echada a perder en este maldito pueblo!
Se sentó en la escalinata de la estación, desde donde contemplaba la desierta calzada, las casas abandonadas, todas ellas ruinosas  y con sus calles laterales convertidas en selvas. Los zopilotes: girando… girando en torno de algún cadáver. Quizás el cuerpo de algún fusilado pues eran los días en que la revolución estaba en pleno apogeo y cualquier excusa era buena para matar. El verdadero rostro del aparente apacible país se había quitado la máscara mostrándose violento, descarnado, sin misericordia.
Se rumoraba que el caudillo se acercaba peligrosamente a Villa del Fierro. Eso significaba que sus vidas peligraban por lo que tendrían que esconderse o huir. Con esa excusa podría ella alejarse de Villa del Fierro, de toda esa pesadilla y de Don Pablo, a quien identificaba con su ruina. A la vez Don Pablo no cesaba de buscar dentro de la mina, con delirio demente, la extraviada veta de fierro y ¿por qué no? las de Plata y oro.
Doña Antonia, con su mirada perdida en el vacío, empezó a recordar a sus seis hijos. ¿Pero quiénes eran esos hijos de ése extraño matrimonio?
Yo los conocí muy bien y supe de sus vidas casi todo. Aún siendo un espejo paralítico condenado a estar colgado de una pared que se va añejando con la existencia de todos, mi única distracción todo el día y gran parte de la noche era el ir observando y enterándome de la vida de cada uno de los que desfilaban frente a mi. Escuchaba sus confidencias, sus discusiones y arrebatos, descifrando sus pensamientos reflejados en mi faz.             Eran María, Salvador, Pilar, Josefina, Antonio y Pablo. Cada uno tan diferente, y a la vez, tan idénticos. Sin embargo, la que más me atraía era María, la más pequeña y hermosa de las hijas de Don Pablo Canales. En eso coincidía con Doña Antonia y me embargaba una profunda tristeza.

 

            ¿Te acuerdas cuando la conociste?

Ella, solitaria, siempre ausente, gustaba salir de la casa grande y caminar por los jardines que rodeaban la bella mansión.
Los frondosos árboles escoltaban veredas que conducían a fuentes y pérgolas. Destacaba en especial un camino de columnas jónicas, algunas todavía en pie y otras derribadas sobre la hierba, todas de cantera semi-blanca, pero recubiertas de una extraña mezcla de yeso pintado con vetas que imitaba al mármol verde. Los pálidos colores de las rosas de castilla, se mezclaban con flores y plantas propias de la localidad entretejiéndose con enramadas de madreselva y huele de noche que perfumaban el ambiente.
Las exuberancias vegetales envolvían en una misteriosa atmósfera el jardín predilecto de María.
            Ella, esbelta, siempre vistiendo de blanco puro y etéreo. Sus cabellos negros se deslizaban suavemente sobre su espalda y a ti te gustaba ver cómo el viento golpeaba su frágil cuerpo agitando los olanes del vestido en sincronía con su cabello.

 

            Pero lo que más te gustaba de María eran sus ojos, profundos e hipnóticos, ojos de un verde azulado, de mirar fijo e inexpresivos, podría decirse: silenciosos.

 

            Tú te acercaste a la reja de hierro forjado y ahí te quedaste mirándola, siempre mirándola hasta que sus ojos se encontraron con los tuyos. Por un momento te observó; luego soltó el ramo de flores que llevaba en la mano y se fue corriendo a esconderse en la casa grande. ¿Y después…qué pasó?

 

Ese día ya no volvió a salir, por más de que la esperé y al día siguiente, tampoco. Al tercer día, me subí al árbol más frondoso del jardín. Tenía yo mucho miedo de que me sorprendieran dentro de la finca.
Desde que la familia Canales había venido a menos, ése jardín permanecía abandonado. No se veían ni jardineros, mozos y menos vigilantes. Los patrones ya no paseaban por el jardín, a excepción de María.

Estando yo trepado en el árbol, de pronto la ví salir, sigilosa, delicada y hermosa como siempre. Volteaba constantemente hacia la reja precisamente hacia el sitio desde donde yo la había estado observando hace tres días. Caminaba con mucha timidez como si estuviera deseando que nadie la descubriera.

María se acercó hasta el pie del árbol donde yo me encontraba, se descalzó lentamente acomodándose en el césped. Poco a poco se fue sintiendo confiada hasta que de sus labios brotó un susurro que se convirtió en una cancioncilla, dulce y delicada.
Me sentía desesperado, impotente, sin poder bajar del árbol, con temor a espantarla.
En mi interior gritaba con desesperación su nombre. No me cansaba de mirarla y hasta su más leve suspiro lo sentía cerca del mío.  Por momentos, sus ojos parecían mirarme pero yo no estaba seguro de que ya me hubiera descubierto porque no había señal alguna por parte de ella que me diera indicios que alentaran mi deseo.
De la casa grande se escuchó la voz de Doña Antonia que llamaba a María con un dejo de autoridad apremiándola a responder.
María se incorporó rápidamente y vio que su madre se acercaba por la vereda del jardín. Le hizo una seña, a la vez que corrió hacia ella. Sin embargo Doña Antonia se acercó hacia el árbol.

 

            Tú temblabas de miedo.

—María…María…¿Puedo hablar contigo, un momento?
Y María asintió con la cabeza.
—María, hija mía dentro de unos días cumplirás los quince años…

En ése momento, la tomó del brazo y la condujo al pie del árbol, sentándose con ella, María la observaba atónita mientras Doña Antonia continuaba hablando.
—…y estaba pensando, que quizás te gustaría que te regalara el vestido blanco que usé la noche en que conocí a tu padre. Creo que te quedará bien o en todo caso le podemos hacer los ajustes necesarios y me aliviarías de un gasto que francamente no estamos en condiciones de soportar, compréndeme, no es que te esté diciendo que seamos pobres, pero…
—Comprendo Mamacita, repuso María —,  creo que ése vestido sería lo más bonito que me podría usted regalar.
—¿De verdad hija?
— ¡Claro, Mamá!
Y abrazando a su hija, Doña Antonia le dijo: “Además te daré el abanico japonés, el collar de perlas…el grande, y la sombrilla de encaje blanco que tanto te gusta.
—¡Gracias! —, exclamó María, con una voz que en mucho se me parecía a la de un ángel.

Había escuchado por primera vez la voz de María. Me sentía embriagado.

 

Llegó el día de sus quince años y María descendió por la escalinata de mármol. Se veía soberbia luciendo sus galas y la belleza propia de su edad.             Salió afuera de la mansión pero en lugar de irse a su acostumbrado jardín, traspasó la reja de hierro forjado y se dirigió caminando lentamente hacia la playa que estaba a escasamente a una legua de distancia.

 

            ¿Estabas cerca de ella?

Yo me encontraba trepado en el árbol cuando me percaté que iba hacia la playa. Descendí con cautela y la fui siguiendo a distancia prudente.             Cuando terminaba  ya la vegetación y comenzaban  las grises dunas de arena, se empezó a notar que se  hacía más difícil el caminar de la bella niña y que se complicaba aún más con el vestido largo.

¿Se dio cuenta de tu presencia?

 

Creí que ya se había percatado de mi presencia, peor no mostraba señal evidente de eso.

María continúo caminando hacia la orilla del mar, el cielo estaba cubierto de nubes grises. Se aproximaba el norte. Cuando la punta de su vestido tocó el agua, se empezó a mezclar con la arena y visiblemente se veía que le entorpecía más su paso.
Las nubes dejaron escapar un potente rayo de sol que la iluminaba con toda su juvenil belleza. María no se detuvo. Avanzó hasta que las olas arremolinadas la devoraron.

El muchacho la observó desde el alto de una duna pero no hizo nada por detenerla.

 

            ¿Y tú qué hiciste?

Me quedé mirándola. No entendía lo que ella pretendía. Era su cumpleaños y en lugar de festejar se dejó tragar por el mar. Me sentí impotente. Paralizado. Al verla desaparecer pensé en ir a rescatarla pero me contuve. Preferí llorar y salir corriendo hacia mi casa.

 

Ya en el anochecer salieron los pocos peones con teas para indagar el paradero de María.

Después de un par de días, encontraron su cadáver envuelto entre algas y arena. A pesar de que su cuerpo estaba mordisqueado por los peces, aún  conservaba una seráfica belleza.
La enterraron sin mayor funeral y fuera del camposanto. El suicidio es pecado mortal y los suicidas no pueden reposar en un lugar bendito. El cura se negó a oficiarle misas.

 

Doña Antonia se encerró en su habitación para ya no salir.

 

Don Pablo ni se enteró de la muerte de su hija. En su extrema locura por encontrar la veta fue apilando el material que removía en el túnel de la mina, acumulándolo a sus espaldas.
Dicen que él mismo se sepultó.

 

No transcurrieron muchas semanas después de que María se había dejado tragar por el mar cuando percibí un inusitado revuelo en el pueblo.
La gente corría con sus escasas pertenencias alejándose del caserío.

 

Un peón vino a dar la voz de alarma y los hijos de la familia Canales, tomando velices y cuanto pudieron acumular en una vieja carreta, partieron de Villa del Fierro.

Por más que habían insistido, la madre de ellos, Doña Antonia se rehusó a salir de sus habitaciones.

La gente le llamaba “la bola”. Eran los revolucionarios acaudillados por un hombre de fama de asesino sanguinario. Y en efecto, no tardaron en llegar a las orillas del pueblo cuando se empezaron a escuchar las detonaciones. Me imagino que eran ejecuciones sumarias. Luego se veía que incendiaban las chozas porque aparecían espesas columnas de humo negro elevándose por el firmamento.

La casona quedó vacía a excepción de Doña Antonia y de mi, que permanecía colgado en el cubo de la escalera.

Pude ver claramente que se arremolinaban con sus caballos afuera de la reja principal mientras le abrían paso al caudillo que venía montado en un hermoso y lustroso corcel. Se veía que el animal era brioso y caracoleaba con ganas de saltar la valla.

De un culatazo abrieron la reja.
Entró el contingente de revolucionarios por la calzada y rodearon la enorme fuente que antecedía a la gran veranda.

Algunos de los insurrectos se arrojaron al agua de la fuente y se empezaron a bañar. Se veía que el calor y el polvo del camino les exigía refrescarse.

Al llegar al portón comenzaron a golpearlo hasta que finalmente cedió. Hubo un momento de silencio. Se notaba la mirada de asombro de todos los que se adelantaban al caudillo.

Observaron el enorme vestíbulo como si nunca hubieran conocido una casa tan grande y lujosa como era la Hacienda de San Antonio. Los revolucionarios vestían desde uniformes militares raídos hasta calzón de manta y huaraches. La mayoría llevaba sombreros de distintos tipos y cruzándoles los pechos, charreteras de cuero con parque enfundado.             Alzaban los brazos con sus rifles 30-30. Empezaron a desmantelar la mansión y a saquear todos los objetos de ornato. En eso se escuchó la sonora voz del mandamás.
—¡Abran paso, cabrones!—, gritó el autonombrado general.

 

Formando una valla, se hizo a un lado la tropa y el caudillo clavó las espuelas a su caballo. El animal echaba espuma de tan frenado que venía, avanzó sobre el piso principal de mármol y empezó a resbalar patinándose en sus cascos. No tuvo más remedio que echarlo hacia atrás y salir de la mansión.

El general estaba enfurecido y a gritos ordenó que picaran el mármol para que pudiera entrar su caballo. Los soldados aterrados salieron a buscar picos, cinceles, barretas…lo que sirviera para picarle el mármol al caudillo. Mientras, el general se apeó bajo uno de los frondosos árboles y bebió pulque de una jícara que le ofreció una soldadera.

Después de beber, se limpió los bigotes con la mano. Tomó un paliacate para secarse el sudor de la frente y nuca. Le propinó una nalgada a la soldadera  y empezó a vociferar preguntando si ya habían concluido de picar el mármol.

A marchas forzadas los soldados terminaron de destruir el piso que por años había lucido esplendoroso. Yo observaba con incredulidad todo lo que sucedía.
Finalmente entró el general. Los resoplidos del corcel retumbaban en el gran vestíbulo y se hacía un eco mucho más impactante.
Al pie de la escalinata detuvo el caballo y desmontó. Dio unos cuantos pasos denotando que perdía el equilibrio de tan borracho que estaba. Uno de sus asistentes lo sostuvo por segundos mientras el briago se zafaba enfurecido. Le espetó: ¡Suéltame jijo… que todavía no necesito de bastones!

Se quedó mirándome fijamente mientras subía hasta el descanso donde la escalinata se dividía en dos. Sentí su vaho alcoholizado. Me veía o más bien se veía a sí mismo en su reflejada imagen sobre mi superficie.

 

Soy un espejo muy viejo, pensé para mis adentros. He visto cómo nacen y mueren esperanzas. Veo que todo esto se derrumba. ¿Y ahora que sigue? Me sentía confundido ante tanta rapiña y desorden.

El militar empezó a carcajearse como si estuviese hablándose a si mismo y dijo en voz baja: ¡Eres un cabrón. Mírate nomás, de peón a general y traes a esta bola de indios hechos unos pendejos!

Su semblante cambió, como si algo le molestase. Sacó el revolver del cinto con una gran velocidad.
Miró hacia mi y su grito sacudió a todos los presentes:

 

—¡Viva la revolución! ¡Mueran los saqueadores …mueran los hijos de la chingada!

 

El monumental espejo empezó a recibir los impactos de bala y a despedazarse. Caían los fragmentos en el mármol como sucediéndose en una cascada unos a otros y convirtiéndose en añicos.

 

A partir de ése momento todo fue oscuridad en Villa del Fierro.

 

Juan Okie G.

La cuna vacía

El médico se detuvo ante el cadáver. A unos pasos, la enfermera lo observaba.
—No hay historia más terrible que la realidad —dijo el médico mientras leía la historia clínica; entre dientes pronunció: Paulina N.—; dudo que exista el destino, aunque al ver a esta mujer, pareciera que sí, y que hizo sus jugarretas con ella.
La enfermera cubrió con una sábana sucia el enjuto cuerpo de N. Dos mozos lo retiraron. La cama quedó solitaria, como si fuera una enorme cuna de barrotes descascarados. La humedad privaba en el ambiente.
II.
Más de veinte años años habían pasado desde el suceso de la cuna vacía. Fue en una habitación que no podía ser más lóbrega: escasos rayos de sol teñían los trapos que pretendían ser cortinas, raídos por el tiempo y el abandono.
Era una más de las viviendas pertenecientes a la fábrica de quesos El Buen Pastor. Un caserío formado por cuartuchos dispuestos irregularmente.
Entre charcos de agua y orines, habitaban los obreros con sus familias. Pagaban una módica renta que don Fidel, el propietario, les descontaba de la raya, ejerciendo un férreo control de sus vidas.
—¿Pues quién creen que les enseñó a ser mujeres?—se jactaba don Fidel con sus amigos—; las hago mujeres de a deveras. ¿Que cuántos hijos tengo? ¡Uy, ya hasta perdí la cuenta!
Sus amigos lo festejaban. Para ellos ejercer el derecho de pernada era una obligación, se honraba a los peones al no despreciar a sus hijas. Algunas de ellas concluían su juventud después de haber sido fugaces concubinas. Era como un «amasiato ocasional». Si quedaban preñadas, con gran habilidad él se deshacía de ellas y de los hijos registrados en la parroquia como cupula ilícita est de progenitor desconocido.
La vida de don Fidel transcurría sin sobresaltos. A los ojos de la sociedad, su familia era ejemplar, muy piadosa, especialmente por los espléndidos diezmos que ofrecía a la iglesia.
Un grito aterrador retumbó en el vecindario. Los perros no cesaban de ladrar. Rápidamente, salieron los vecinos más curiosos, en su mayoría mujeres. Una de ellas, la más corpulenta, de mirada torva, entró en la habitación y observó a la mujer que escandalizaba. En el suelo, una joven de piel muy blanca y grandes ojos verdes se encontraba asida con fuerza a los barrotes de una cuna vacía. Gritaba: “¡Mi niña!… ¡Se llevaron a mi niña!”. Ahogaba su voz por momentos entre el sorber de las lágrimas, la saliva y el moco.
—¿Cuál niña? —preguntó la mujer, suavizando la mirada mientras se acercaba a la cuna.
—¡Mi hija, Paulina! ¡Mi angelito! —la madre se veía desconsolada.
En ese momento, entraron otras vecinas. Buscando que se confirmara la inexistencia de una bebé, reparó la corpulenta:
—Dice que aquí tenía una niña y que se la han robado… ¿Han visto que tuviera una hija?
Las vecinas negaron al unísono mientras se retiraban, tratándola como si estuviera loca. Paulina permaneció llorando al pie de la cuna.
Se respiraba una pesada atmósfera mientras transcurrieron los días. El ambiente se magnificaba ante la amnesia colectiva. Nadie había escuchado el llanto de la niña, ni visto a ningún sospechoso. Para los vecinos, la loca arrimada estaba fuera de sus cabales. Tanta era su locura que hasta metió la cuna vacía a sus habitaciones sin estar embarazada. Algunos aseguraban que en las noches de luna se oían sus cantos arrullando al bebé.
Un día, la mujer se fue de El Buen Pastor.
III.
Al orfanato llegó una niña bautizada como Paulina. Le agregaron por apellido la letra N. La colocaron en un frío galerón de muros encalados que hacía las veces de dormitorio. Ahí, en una cuna con barrotes, la pequeña se arrullaba con rítmicos movimientos mientras su mirada fija se perdía en el infinito.
Previamente a la visita de los miembros del patronato, las monjas bañaban a los niños prodigándoles afeites de lavanda o flores de azahar. Cuando N. dejó la cuna a los nueve años, era una hermosa niña de cabellos negros, ojos verdes y piel blanca. Le dieron por cama una esterilla de petate con una pesada cobija de lana que olía a humedad.
La pequeña jugaba con sus amigas imaginarias; atesoraba flores y tréboles prensados entre hojas de papel de estraza.Rara vez hablaba. Se encariñó con una muñeca de trapo y en las tardes le gustaba arrullarla poco antes de acostarla. Poco a poco, como un delicado cisne, N. fue transformándose. Su cuerpo de suaves formas iba cobrando una esbeltez que llamaba la atención. A pesar de su callada presencia, muchos ojos se posaban en ella; algunos, para admirarla; otros, para desearla. Ese fue el caso de uno de los patrones.
Hombre rico, dueño de minas de plata y haciendas, don Diego tenía una devota esposa con siete hijos. Vivían en una casona en la lejana Tacubaya. Era familia de alcurnia con reputación de buenos católicos. Con su extraordinaria grandilocuencia, logró convencer a patrones y monjas que N. merecía una mejor vida que la del orfanato. Se ofreció ser su tutor.
Alistaron a Paulina y la madre superiora condujo a la jovencita hasta la portería. La anciana monja, con el rictus de amargada que le caracterizaba, salió del claustro y la entregó, no sin antes darle la bendición. Paulina N. subió al lujoso coche ayudada por don Diego. A un sonoro ¡arre! del cochero, los caballos iniciaron la marcha por la empedrada calle de Regina Coelli. Los ojos verdes de N. miraban con asombro a su acompañante. No entendía quién era ese hombre ni a dónde la llevaría. Era la primera vez que miraba el exterior del orfanato y que viajaba en un vehículo tirado por caballos. Observaba un mundo nuevo, desconocido: Las casas y edificios, el bullicio de las personas, gritos de pregones y maldiciones, puestos de flores, frutas y perros que ladraban a las ruedas del coche. Era tanta gente, de tan diferentes vestimentas y sombreros de las más diversas formas.
Acostumbrado al vacío, su estómago sintió un deseo de devolver, pero al no haber alimento, sólo pudo asociar el mareo y la basca a sus nuevas experiencias.
El carruaje se detuvo a un costado de la Catedral, cerca del Montepío. Los ocupantes descendieron. Tomándola firmemente del brazo, don Diego condujo a Paulina al elegante hotel. Subieron hasta el último piso, donde un ama de llaves los esperaba, abrió la puerta de la habitación decorada con hermosos tapices, gobelinos y ventanas de hierro forjado. Desde ellas, podía verse el trajín de la ciudad y el bello campanario de la Catedral.
Don Diego contempló a la muchacha mientras el ama de llaves la desnudaba.
Se acarició el bigote. “A esta la estreno y la entreno”, pensó al recorrer con su lasciva mirada el frágil cuerpo. Nada entendía la muchacha. Cuando quedó en paños menores, la servidumbre se retiró.
Ya solos, don Diego se transformó. La sujetó violentamente de la cintura. Instintivamente, la jovencita opuso resistencia.
—¡A qué rejega me saliste!
Empezó el forcejeo. El hombre trataba de restregar su cuerpo en el de ella. N. pateaba, arañaba, se sacudía, pero la fuerza del patrón la fue doblegando hasta que finalmente la condujo a empellones hacia la cama de bronce. Al rechazarlo, ella le golpeaba la espalda intentando zafarse. Fue inútil. De pronto, sintió cómo penetraba el duro apéndice. Gimió. Una confusión de sensaciones desconocidas se agolpó en su mente.
Atónita, la muchacha sentía el cuerpo del hombre acercarse y alejarse en una proximidad que nunca había experimentado. Cuando, sudoroso y jadeante, don Diego se separó, N. sintió un gran alivio. El se dirigió al aguamanil para enjuagarse. Paulina sollozaba mientras veía la sangre escurrir de su entrepierna para manchar el cubrecama.
El hombre llamó a la servidumbre y le dio instrucciones precisas:
—La señorita debe permanecer siempre desnuda dentro de las habitaciones. Por ningún motivo saldrá sin mi permiso. Los domingos iremos a oír misa de doce.
Las mujeres asintieron obedientes mientras recibían unas monedas de oro.
Para N., los días y las noches eran iguales. Pasaba las horas observando la calle a través de las ventanas. En ocasiones, veía fijamente los gobelinos. Sólo el tañer de las campanas de la Catedral la despertaban de su letargo.
Los domingos a las diez de la mañana, sin falta, llegaba puntualmente don Diego acompañado de un mozo. Cargaba la vestimenta que haría lucir la hermosura de Paulina durante la misa dominical. El ama de llaves junto con un par de doncellas se encargaban de alistarla para salir a misa.
El patrón sujetaba a N. del brazo mientras ambos subían al carruaje para sólo cruzar la calle. A fin de no manchar el vestido de ella, ni sus polainas, ordenaba al mozo de librea que pusiera un pequeño banco como escalón.
Al entrar a la Catedral, ante la absorta mirada de la feligresía, Paulina N. era objeto de admiración y de deseo. No faltaban quienes se cuestionaran si ella era hija del señor o su esposa o su concubina. Al concluir el oficio de las doce, la pareja regresaba al hotel. En la habitación, se renovaba el ritual de don Diego. Al terminar, se retiraba dejándola con su blanca desnudez.
N. empezó a granjearse la simpatía de la ama de llaves. Así transcurrieron semanas, meses, hasta que un luminoso domingo, después de que don Diego se retirara, el ama de llaves cubrió con un ligero fondo el desnudo cuerpo de Paulina y la animó a escapar.
Deambuló sin rumbo por las calles. Pasó el resto de la tarde sin saber a quién pedir ayuda o protección. Finalmente, llegó al caserío de la fábrica El Buen Pastor. Los perros comenzaron a ladrar. El mayordomo se asomó para ver quién merodeaba y descubrió a N. Notó que era una mujer bella, aparentemente desamparada. La recibió y la condujo a uno de los aposentos para ofrecérsela al jefe.
—¡Está como caída del cielo! —pensó el hombre, ordenando al capataz que le diese cobijo. No dilató mucho en buscar sus íntimos favores.
Ya habitando en una de las viviendas de los trabajadores, N. empezó a sentirse inflamada. Procuró fajarse el vientre para disimular la hinchazón y, previendo lo que ocurriría, se agenció una vieja y destartalada cuna. La metió dentro de la covacha y la puso en el centro de la habitación. Aprendió a cantar canciones de cuna.
IV.
Con el paso del tiempo, había desaparecido el interés del patrón por ella. Notó que se había convertido en la burla de las vecinas y decidió retirarse. Transcurrieron días, semanas. La joven deambulaba por las calles, cada vez más andrajosa. Dormía en un solitario callejón por el rumbo del mercado de Nuestra Señora de las Mercedes. Ahí encontraba con qué alimentarse.
Cuando un día, empezó a gritar y a llorar con desesperación, los parroquianos empezaron a arremolinarse y a mirarla con morbosidad. Llegaron los serenos y comenzaron a interrogarla. Se la llevaron a la comisaría, donde el superintendente tampoco pudo entender lo que le ocurría a esa mujer. Optó por enviarla al manicomio.
Ahí la condujeron por un largo corredor de mosaicos hasta el pabellón de incurables, acostándola en una cama con barrotes que semejaba una gigantesca cuna. La amarraron con unos esparadrapos.
Al percatarse de la llegada de la advenediza, un grupo de dementes rápidamente se acercó y rodeó la cama. Unos vestían batas blancas; otros se cubrían con zarapes. Había quienes llevaban la cabeza rapada; otros, con las cabelleras alborotadas, se rascaban obsesivamente, acaso por estar infestados de piojos o por algún reflejo nervioso. En los rincones del pabellón, los internos defecaban sin mostrar pena. Se oían lamentos, gritos, manotazos y riñas que los enfermeros lograban sofocar a base de baldes de agua fría y golpes.
Con tanto barullo, N. pasaba desapercibida para enfermeros y custodios. Paulina volvió a mecerse en la cuna y fue perdiendo el apetito. Alguna de las afanadoras se acomidió a quitarle las vendas que la mantenían amarrada. Mientras la desataba, se acercó para observarla bien y le pareció reconocerla.
—Me pareces conocida —le susurró al oído—. ¿Qué no eres la tal Paulina que vivía en El Buen Pastor?
La muchacha apenas pudo mover el rostro para fijar su mirada en la afanadora. Le brotó una lágrima como respuesta.
—¡Sí! —exclamó la mujer—; tú eres la que fantaseaba que tenías una hija y cantabas canciones de cuna en las noches. ¡Claro que me acuerdo! No se me olvida el día en que te deschavetaste todita y empezaste a gritar que te habían robado a tu hija! ¿Cuál hija? Si lo único que había en tu casa era una cuna vacía.

N. movió su cuerpo y se acomodó en posición fetal. Dejó en el abandono su hermosa mirada verde, la cuna estaba vacía.

Juan Okie G.

Plática con mi otro yo.

Este es un escrito muy viejo. tendría yo cerca de 17 años.

Estabas cansado y querías poder estar un momento en paz.
Era una tarde de domingo con mucho sol, con demasiado sol.
Durante el mes de febrero sopla un viento fuerte que ahuyenta a las nubes.
Aunque había sol, para ti fue gris.

Era monótono el sonido rasposo que producía todo el cortejo, pies arrastrándose por el camino asfaltado. Conservas ése sonido en tu memoria.

Y cuando lo recuerdo, me vuelve a punzar el cerebro.
Se mezclan los llantos, tañer de campanas, risas histéricas, el sermón del cura y… el sonido rasposo de los pies que se arrastraban por la avenida.

Cuando llegó el momento, te alejaste un poco de la tumba. Soportaste el momento en que desciende el féretro. Silencio. Luego el raspar de las palas echando la tierra.

¡Qué bueno que te alejaste! No habrías soportado el momento en que ves cómo la tierra devora de un solo bocado, lo engulle, repleto de recuerdos, el atardecer de una vida.

Esa tarde de domingo me sentía con un gran vacío. Se me hizo eterna, las horas se desmenuzaban lentamente y me sentía cansado.

Fue cuando comenzaste a recordar todo lo que habías vivido.

Fue necesario que muriera mi abuela para que yo aprendiera a recordar. Cuando se tiene a la muerte cerca, uno empieza a recordar a la vida.

Y eso, que tú no habías vivido mucho.

A mi Abue.

Olor a pólvora

Cuento con 3 finales. Elige el que más te guste. Por Juan Okie G.

Todo está tan silencioso. Hay una calma mortal.
El olor a pólvora siempre me ha molestado.
¿Te acuerdas?

Esas tardes de Otoño, cuando íbamos de cacería, caminábamos sobre el mullido musgo, la fresca hojarasca, por entre los troncos de los enormes árboles del bosque.

Cuando el sol bronceaba las hojas secas, las pisábamos con emoción. Parecíamos niños jugando.

Luego, recobrábamos la calma. Guardar silencio y esperar pacientemente hasta escuchar a los animales en el bosque. Un aleteo por aquí, el trino de una ave, los brincos sorpresivos de una liebre o el parsimonioso caminar de un venado mientras anda pastando.

Nos sudaban las manos. La adrenalina recorría nuestros cuerpos mientras confirmábamos que la presa estaba a la distancia correcta para no errar el tiro.

Apuntabas con interés, mitificando el ritual de exterminar a la naturaleza.
La detonación rompía la armonía del bosque.
Un silencio le sucedía, luego corríamos entusiasmados a recuperar la presa… riendo… plenos de sadismo.

El olor a pólvora se impregnaba en nuestras ropas; en nuestras manos: en el plumaje o en la piel de la víctima y sobre todo, en nuestros cuerpos.

La noche se nos venía encima y ya cobijados, con el calor de la chimenea, recostados sobre el blando sofá o revolviéndonos entre las sábanas, el olor a pólvora retornaba.

La respiración se suspendía y por momentos, la agitación de los cuerpos, parecía permanecer estática.
El olor a pólvora nos daba náuseas. Corríamos al baño, desnudos, sudorosos y nos enjabonábamos varias veces, tratábamos de erradicar el maldito olor a pólvora.

Pero al día siguiente, volvíamos a salir a matar, a impregnarnos nuevamente de pólvora, a reír y pisotear la hojarasca… a destruir.

Hasta que llegó ése día…

Sí, ése día en que no pudimos matar.
Llegamos como siempre, apuntaste con el mismo cuidado.
La detonación rompió el silencio y corrimos a recobrar la presa, pero hallamos al animal herido… sufriendo.
Al verlo, lloraste.
Te tome entre mis brazos, estrechándote contra mi cuerpo y te besé.
Tu llanto se interrumpió.

Nuestros labios se abrazaron e incansablemente se mezclaron, el terror y el amor.
Cesó de gemir el animal.

Volvimos en sí, era ya bastante tarde.
Regresamos por el camino de siempre.
Juraste nunca más ir de cacería.

Esa noche, la luna iluminaba el valle y su luz se filtraba por la ventana.
No podíamos dormir.
Me dijiste lo que sentiste al ver al animal herido.
Volviste a jurar nunca más matar a un animal.
Pediste que guardara bajo llave las armas.

El viento silbaba.
Cerraste los ojos y dormiste envuelta en el temor.
Las obsesiones empezaron a visitarte.

Ya no eras la misma.
Te bañabas varias veces al día y conservabas todo tan limpio.
Odiabas a la suciedad.

Ya no salías a caminar conmigo por el bosque. Te fuiste encerrando cada vez más, en la casa.
Empecé a extrañar tu alegre risa, o inclusive, tu conversación, cuando hacías una pausa en tus lecturas.
Te acostabas temprano, no te gustaba permanecer junto a la chimenea.

También sentí la ausencia de tus mimos.
Luego empezaste a dormir en otro cuarto.
Me decías que la cama era incómoda, que preferías dormir sola.
Ya no te dije nada, ni te reproché por los cambios de conducta, que nos estaban alejando.

Tu cuarto se convirtió en tu propia celda. Ahí te enclaustrabas.
Mientras tanto, yo paseaba por el bosque acompañado por el perro.
Aparentando sigilo, iba a la ciudad solo, me empezaba a encargar de todo. Traía las provisiones, te guisaba y buscaba las mil y una maneras de capturar tu atención… tan solo fuera tu mirada.
Comencé a tener amistades por allá, odiaba el tiempo que pasaba en casa.
Detestaba verte con tu rostro poco amable, tus frases insultantes, tu crueldad a flor de piel.
Cuando regresaba a casa, siempre esperaba encontrarte cambiada, pero al cerrar la puerta de la entrada, comprendía que todo era inútil.
Por más que jugara con mi imaginación, al llegar, me enfrentaba con una realidad inocultable; todo silencioso, lóbrego y la puerta de tu recámara cerrada.
Muchas veces traté de indagar el por qué de tu encierro.
Me asomaba por la cerradura y siempre te veía, tirada en el suelo, sostenida por tus brazos que se aferraban a la herrería de la ventana abierta pero con la mirada perdida en el horizonte.

Hoy, no aguanté más.
Abrí la puerta de tu habitación.
Ni te inmutaste.
Permaneciste observando por la ventana, tirada en el suelo, con una languidez asfixiante.
Te grité.
Volteaste con una mirada de odio que no te conocía.
Con coraje me insultaste.

Final abierto
Salí del cuarto y volví a respirar lo que tanto me ha molestado: El olor a pólvora.

Final cerrado
Salí del cuarto y después de varios años de no oler a pólvora, volví a respirar lo que tanto me ha molestado.
He vuelto a respirar la pólvora.
Pero tú…
…tú, ya no podrás olerla más.

Final sorpresivo
Me dijiste tantas cosas. Sabías cómo lastimarme.
Pero las palabras que me hicieron sacudirme de vergüenza, fueron precisamente esas:
“Empezamos a odiar la pólvora, cuando descubrimos que lo nuestro, ya no era un juego de niños y perdimos la noción de que éramos hermanos.”

Publicado en la Revista Aeda No. 7 Pag. 14 http://revistaaeda.com/aeda07.html