El mar

Quizás recuerdes la primera vez que viste el mar. A lo mejor naciste junto el oceáno o posiblemente desde pequeño acostumbraste ir de vacaciones al mar.
 
No cabe duda que los documentales y programas televisivos sobre el mar fascinan a una gran cantidad de audiencias.
 
También recordarás los mitos de cuando te sugerían colocar tu oído en un caracol de mar, esos de color blanco, grandes en tamaño y con un brillante color rosa en su enigmático interior y que te decían: “¡Póntelo al oído y vas a escuchar como revientan las olas del mar!”
Y sí, te la creías, aún con la fascinación de tu ignorancia sobre acústica.
 
Para muchos de nosotros, el contacto con el mar fue un habitual periodo de las vacaciones escolares y ya no nos cautivaban los recorridos de turistas por primera vez en Acapulco con las lanchas de fondo de cristal para ver a los peces globo, a la flora y fauna marina, incluyendo la consabida visita para ver la virgen sumergida entre las rocas. Tampoco era muy amigable el mar de Veracruz con su mala fama de tiburones y chapopote vertido sobre la arena. Existían otros atractivos en la playa que los del turista común.
 
El mar fue mi compañero vacacional preferido. Salía de la casa de mis Abuelos después de desayunar, con mis pantalones cortos, playera y toalla al hombro. Me calzaba con sandalias de plástico, de esas que se mete un postecito entre el dedo gordo y los demás dedos. Caminaba unas tres cuadras por el semi-abandonado fraccionamiento de Copacabana, junto al Pierre Marqués, el Princess y la Playa del Revolcadero. A medida que me acercaba a las dunas de gris arena el rugir de las olas se incementaba. Luego la magia de la brisa que refrescaba al cuerpo del hiriente sol que se intensificaba conforme avanzaba hacia el zenit.
 
Corría veloz, dando saltitos pare evadir la zona de arena seca hirviente y me descalzaba en la zona donde la arena gris ya estaba humedecida por la espuma del mar. Ahí empezaba un viaje a la imaginación. Trataba de entender porqué las olas vienen y van. ¿De dónde agarran la fuerza para golpearse unas a otras?
 
Luego la ternura del agua semicristalina que se acurruca en la playa.
Me hice amigo de los pescadores de lisas, me enseñaron a pescar con la tarraya, aprendí a escarbar en la arena y sacar las jaibas. Juntaba hasta dos cubetas llenas de esos crustáceos para luego regalárselas a una señora «gachupina» que habitaba en una de esas casas que daban a la playa. Jamás las llevé a casa para que las guisaran. Eran tiempos donde aún no éramos ecologistas.
Me aterraba encontrar las serpientes de mar con su piel negra y rayas amarillas que agonizaban después de que la resaca nocturna las había expulsado del reino de Neptuno.
Gozaba ver a los tildíos caminando con sus patas flacas sobre la arena húmeda siempre iban frente a mi, más veloces que mi paso y cuando parecía que los alcanzaría, me tanteaban y emprendían el vuelo. Las voraces gaviotas acechaban a los bancos de peces mientras tirábamos de la red y los pelícanos zambullidores que volaban en fila india — alineados en paralelo a la orilla del mar– súbitamente me sorprendían sumergíéndose para pescar. O los álbatros que planeaban como papalotes en las corrientes térmicas.
 
Era hermoso ver a los delfines saltar en las olas más alejadas y sentir escalofrío cuando divisábamos a los tiburones. Se les veía a través de las olas, a contraluz o se les notaban sus aletas zurcando velozmente el agua.
Mis pies en la arena, húmedecidos por las olas pero en tierra firme, me hacían sentir seguro sin riesgo de los tiburones.
 
Aprendí a tenerle respeto a las aguamarinas y a mantarrayas. Descubrí cómo detectar las pozas que se formaban en la segunda y tercera ola cuidándome de no ser engullido por remolinos.

¡Ah! Los castillos de arena. Una maravilla para la imaginación era construirlos. Apelmasar con la arema húmeda formando los torreones o simplemente hacer figuras dibujadas en la arena. Recoger conchitas y caracoles.
A veces optaba por tomar una vara e imaginarme que era mi espada luchando contra los piratas imaginarios. Me acostumbré a jugar solo. Sabía medir la hora con la sombra del sol y después de esas fantásticas caminatas regresaba a casa para comer.
En la tarde era ir nuevamente a la playa pero ahora acompañado por los Abuelos o mis Papás. Íbamos a una especie de ritual para esperar la puesta de sol y ver cómo el enorme disco naranja salpicaba todo de rojo. Cómo el astro pintaba una gama tornasolada en el cielo mientras lentamente se escondía en medio de una extraña bruma hasta ahogarse en un horizonte jamás descubierto, lejano, infinítamente distante.
 
Tendría trece o catorce años y viajé a Puerto Escondido, Oaxaca con mis padres. Iba yo solo sin mis hermanos. Dejé a mis Padres desayunándose en el hotel y les dije que iría a caminar junto al mar. Al fondo de la bahía había unos cerros y acantilados donde reventaban las olas.
Me atrajo el lugar. Llegué a las rocas y descubrí un pequeño canal de agua cristalina. El canal separaba la tierra firme de unas rocas donde golpeaban las feroces olas. Se me hizo fácil bajar, cruzar caminando el canal de agua, se veía a través del agua clara la arena amarilla.
Quería sentir la fuerza del mar, que la brisa me salpicara de agua donde reventaban las olas. Al ir cruzando –a medio canal– escuché un golpe estrepitoso. Rugió el mar y me engulló revolcándomeentre espuma y arena. Me empujó con fiereza para azotarme contra las rocas. Mis ojos veían todo como si fuera en cámara lenta. Arriba de mi se veía el sol y las burbujas de agua que,– como lentes difractores–, brillaban. Extendí uno de mis brazos en un intento de nadar hacia la superficie. Mi cuerpo parecía un trapo sacudido por la marejada. Parecía que irremediablemente me estrellaría en las rocas.
De súbito, justo donde brillaba el sol ví una sombra. Una mano atrapó a la mía. Con una descomunal energía me jaló sacándome hacia la superficie.
Era un muchacho más grande de edad que yo.
Me sacó a la orilla liberándome de las turbulentas aguas del mar que furibundo se fue lentamente apaciguando.
–¿Estás bien?–, me preguntó.
–¡Gracias! Me salvaste–, le repuse entre los nervios que me quebraban la voz.
–El mar es muy traicionero–, me dijo, –Yo vengo aquí a ver al mar. Me gusta estar en estas rocas y fumarme mi cigarrito (era de mota).
Soy hijo del General encargado de la zona militar de ésta región–, concluyó y me invitó a regresar hacia lo poblado.
Caminó junto a mi hasta llevarme al hotel donde plácidamente mis padres me esperaban.
Les narré lo sucedido. Le dieron las gracias al muchacho y lo invitaron a comer.
No recuerdo su nombre y jamás lo volví a ver. Lo único que sé es que el mar siempre será una incógnita para mí. Siempre me sorprenderá lo impredecible que puede ser.
 
El mar es como nuestras vidas. Vigoroso a veces, plácido en otros momentos, tormentoso y enigmático siempre.

La Güera

Recordarán que cuando descubrimos la escuelita abandonada los pobladores temían a la propietara de la Hacienda La Concepción a la cual apodaban “La güera”.
Resulta que un sábado estábamos dando clases cuando algunos de los niños súbitamente se pusieron de pie y se asomaron por las ventanas.
-¡La güera! ¡La güera! –, gritaron atemorizados.
Y al ras de las ventanas ví que pasaba la cabellera ensortijada y pelirroja de una mujer de baja estatura que solo percibí por sus chinos teñidos.
Para acceder a los salones tuvo que bordear toda la construcción. Ni corta ni perezosa la mujer se apareció por el pequeño corredor. Me salí del salón.
La mujer furibunda comenzó a reclamarme:
-¿Quién les dio autorización de abrir esta escuela? ¡No ve que es propiedad privada!
Su rostro de piel blanca y abunantes pecas se encendió ruborizándose de coraje.
Me quedé mirándola con profunda calma.
-Estaba abandonada y los niños necesitan aprender a leer.—respondí.
Los chicos se amontonaban en las puertas de los 3 salones mirando la escena.
-¡Se tienen que ir de aquí!—argumentaba la mujer, ya de una edad otoñal pero visiblemente alterada.
En eso, las “maestras” de los otros salones salieron. Una de ellas, Olivia Gall la reconoció y le dijo: “Neoma”
Aturdida, la güera volteó y cambio su semblante exclamando: ¡Olivia!
La tensión disminuyó, se saludaron de beso y resultó que la mamá de Olivia era vieja conocida de la famosa güera. Se negoció que siguiéramos abriendo la escuela siempre y cuando existiera un contrato donde reconocíamos su propiedad.
Mi abuela materna me ayudó llevándome al notario y pagando los costos. Firmé un contrato de “comodato” para ello, llegó a firmarlo a la notaría Neoma y su marido, un hombre alto, más joven que ella. Vivían en Suiza ya que él trabajaba como representante de México ante los organismos internacionales, era Jorge Castañeda de la Rosa.

“La güera” se tranquilizó con el contrato. De vez en cuando pasaba a darse su «vuelta» y verificar que las ruinas y terrenos no fuesen invadidos. Uno de esos sábados andaba inspeccionando su propiedad cuando en el camino de terracería se acercó un auto negro conducido por un chofer. Del auto bajó un joven de cabello entre rubio y naranja, piel blanca salpicada de pecas y edad indeterminada.
La»guera» sorprendida salió a su encuentro. Hablando en inglés se saludaron con familiaridad. La mujer le preguntó la razón de su visita y el individuo respondió –también en inglés–, pensando que no le entenderíamos:
–¡Vengo a ver cómo viven los sucios mexicanos! (I came to see how the dirty mexicans live!)

Era Jorge Castañeda Gutman. Años después lo vería “lambisconeando”a Cuauhtémoc Cárdenas junto con Adolfo Aguilar Zinser. Después se le conoció más cuando como “canciller¨ profiorió la célebre ofensa a Fidel Castro del “comes y te vas”.
Luego ha pretendido ser presidente de México y recientemente impulsaba la idea de ser candidato “independiente”.

Evidentemente jamás crucé palabra con él porque los “sucios mexicanos” no podemos hablar con los “buenos y limpios”.

Transcurrieron varios meses más en nuestra labor docente hasta que un día al regresar de la jornada escolar y querer abordar nuestro auto –que teníamos que dejar a la vera del camino–, vimos que nos habían ponchado dos de las llantas.

Todavía regresamos un par de semanas más a La Concepción. Los chicos temerosos nos decían que nos cuidáramos porque se oían chismes de que nos querían matar.

Años después, ya con la carretera asfaltada llegué a “La Concha” como invitado a una boda. El derruido casco estaba reconstruido y la huerta lucía esplendorosa ahora con jardines bien regados. Ahora se alquila para eventos el lugar.
Vinieron a mi mente muchos recuerdos.
La emoción me invadió al descubrir la escuelita reconstruida y verla bardeada con un letrero oficial que dice “Escuela preescolar 30 de abril”.

Seguía viva la escuela donde tratamos por primera vez enseñar a leer y a escribir a unos niños de mirada hermosa, ávidos por descubrir las letras y que disfrutaban de dibujar con los lápices de colores.
A la antes abandonada escuela de desvencijada construcción le cambiaron el nombre pero en mi mente le seguiría llamando “Titiní”.

***

Nota: Originalmente a esa zona se la llamó Titiní, transformándose después en Barrio de Titiní y posteriormente se le denominó “La Concepción” con la llegada de los Jesuitas .
Pertenece al municipio de “Tepotzotlán” cuyo origen Náhuatl viene de Tepotzotli o Teputzotli, que significa joroba y, “Tlan”, entre; así el significado es “Entre Jorobados”.
El Escudo del Municipio está integrado por los siguientes elementos:
I. El templo de San Francisco Javier;
II. Los Arcos del Sitio del Acueducto de Xalpa;
III. Un Tractor;
IV. Una Industria; y
V. El Glifo del Jorobado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Víctor el pastorcito.

Después de la huella que dejó en todos nosotros la triste historia de Hortensia. Toca ahora el turno a Víctor, el niño pastor que acudía a la escuelita de La Concepción (La concha).

Como mencionamos en la entrega anterior, después de que con una piedra golpeábamos el riel –que hacía las veces de campana—, los niños iban llegando de las rancherías aledañas y Víctor el pastorcito guardaba a sus animales en un corral en el cerro y bajaba con nosotros. Su aspecto aseado, bien peinado, ropa que denotaba estar limpia y su infaltable sombrero de paja. Él era más alto y quizás con mayor edad que los otros niños. Hablaba poco y observaba mucho.

Un sábado invité a Mireya Cueto, una célebre escritora, titiritera y artista. Hija de los renombrados artistas Germán Cueto y Lola Cueto, precursores del “Estridentismo” en México.

Mireya era un ser extraordinario. Juntó a los niños y los llevó a un estanque en el río en medio de la floresta. Invitó a los chicos a que tomaran arcilla húmeda e hicieran una figura escultórica. Los niños corrieron rápidamente y se pusieron a meter sus puños en el lodo.

Víctor en cambio, se subió a un montículo, se quitó el sombrero sentándose en cuclillas y observó detenidamente la vera del río.

Después de unos minutos de meticulosa observación, fue a un sitio y tomó tierra, luego a otro y a otro más. Finalmente se acercó al agua e hizo su amasijo con las distintas arcillas.

Todos los niños hicieron pequeñas figuras de barro. Víctor hizo una maravillosa figura. Era un ave y poseía todas las características de una escultur prehispánica.

Guiados por Mireya, dejamos las esculturas sobre unas tablas en la peqeña bodega de la esuela, cerramos con candado y Mireya prometió regresar con nosotros al sábado siguiente.

Cumplida la fecha, con gran emoción se abrió la puerta de la bodega que despedía una atmósfera calurosa ya que se había mantenido cerrada durante toda la semana. Muchas de las obras hechas por los niños y profesores estaban desmoronadas, algunas semi-completas pero destacaba la de Víctor que estaba sólida como una roca e irradiaba la belleza de una pieza mesoamericana. Mireya les explicó las razones por las que ésa pieza en particular se había conservado: Obedecía a la mezcla de arenas o arcillas, la forma como la amasó y finalmente la temperatura de la habitación que la deshidrató.

A lo largo de mi formación escolar y universitaria se me habían dado muchas definiciones del concepto “cultura”, sin embargo, al recordar todo este episodio de Víctor literalmente comprendí su gran significado.

Cultura no es memorizar datos o leer muchos libros ni visitar museos. Cultura viene de cultivar, de sembrar, de estar en contacto con la naturaleza. Víctor era un niño culto porque a partir de la observación y posteriormente con la labor de la creación a través de conjugar elementos recuperó sus ancestrales raíces para dar finalmente forma a un objeto creativo, único.

Comprendí que la cultura se da como un gran árbol para lo cual debes tener tus raíces profundamente inmersas en la realidad de donde vives, de donde vienes, de quienes te antecedeieron.

Esas raíces te dan la fortaleza de un tronco común que te permite crecer en la imaginación y en la búsqueda de expandirte. Esa expansión son las ramas que buscan la luz del aprendizaje. Te llenas de follaje, cada hoja de tu frondoso árbol es una experiencia de vida. Debes estar consciente de que en cada estación o etapa de tu vida te deshaces de las hojas y debes invariablemente renovarlas para que un día empieces a florecer y finalmente dar frutos.

Víctor, el humilde pastorcito nos ha dado una gran lección: Ver, observar, pensar, investigar, nutrirte de tus raíces y aprender, siempre aprender con la humildad de saberte ignorante pero con la pasión de poseer la curiosidad que sólo “cultivando” a tu mente puedes lograr dar los frutos. Frutos que se saborean más con la experiencia.

La Concha

Hay una época en la vida de uno donde las ilusiones te invaden y piensas que puedes salvar todas las cosas que ves tristes en este mundo. Debido a la extensión de estos episodios vividos los debo fragmentar en varias colaboraciones.

 

 

 

 

 

Mi papá me había regalado una cámara y para mi clase de fotografía me fui de excursión fotográfica para luego seleccionar las fotos que habría de revelar. Es así como llegué al paraje de la Concepción conocida como “la concha”. En ese entonces se accedía por un camino de terracería que partía de Tepozotlán, estado de México. Estaba al pie de una presa. Era un casco de hacienda abandonado con una pequeña capilla frente a la cual había una escuela rural de apenas 3 salones y que estaba en un completo abandono. Me paeció lamentable ver una escuela cerrada. Muy cerca había un tendajón y fui a platicar con el dependiente. Me explicó que la escuela estaba cerrada porque “la güera” así lo quería.

–¿Y quién es esa “güera” que impide funcione una escuela?–, pregunté indignado.

–La dueña de “La concha”.

Resultó que el muchacho del tendajón tenía las llaves de la escuelita y acordé con él que organizaría un grupo de labor social para ir a dar clases a los niños cada sábado.   Y así fue. Organicé a mis amigos que básicamente éramos de la Universidad Iberoamericana y unas bellas amigasdel Liceo Francés.

Muy temprano, los sábados iba en mi “Jeep” a recoger a mis voluntarios y llegábamos a la escuelita que habíamos ya desenpolvado, pintado y reparado lo que en nuestra impericia nos permitía. El pequeño jardín reverdecía con los cuidados que le prodigábamos. Un pedazo de riel colgado en el “porche” hacía las veces de campana. Con una piedra lo golpeaba y era la señal para que los niños de diversas edades llegaran al plantel. Los desvencijados pupitres de madera los pintamos de vistoso colores, y como si fueran pequeños pueblitos, cada pasillo entre pupitres tenía el nombre de una calle y numerábamos cada lugar como si fuesen casas.

Descubrimos que muchos de los niños llegaban con el estómago vacío por lo que les llevábamos para desayunar y con corcholatas a las que asignábamos cierto valor numérico les enseñábamos a comprar sus alimentos. De esa forma y como juego cumplíamos una doble función: Comían y aprendían las operaciones básicas de matemáticas.

Entre los chicos destacaron dos de ellos: Víctor y Hortensia. Víctor era pastorcito y llegaba más tarde poruqe tenía que meter al corral a sus chivos y borregos, luego bajar del cerro y acudir a clases. Hortensia vivía en una cobacha a escasos 200 metros.

La historia de Víctor se las dejo para otra ocasión.

Hablemos de Hortensia.

Una linda niña, pequeña de estatura con enormes ojos negros y su cabello en pretendido peinado de trenzas pero desaliñado. Traía siempre un rebozo y era extremadamente tímida. Por eso sus compañeros se burlaban de que era tonta. Pero no lo era. Rápidamente se avispó y empezó a aprender las letras, a leer pequeñas oraciones, sumaba con agilidad y hacía unos dibujos encantadores. Muy dedicada, era la primera en estarnos esperando a pie de carretera.

Un buen sánbado, Hortensia no llegó.

Pregunté por ella y los chicos me dijeron que su papá era muy malo y le pegaba cuando andaba borracho.   Fui a buscarla a su “casa” y su madre salió. Mientras hablaba con ella, noté que en la penumbra del interior, medio escondida, Hortensia escuchaba nuestra plática. Su madre me prometió que Hortensia regresaría.

Al siguiente sábado se reincorporó Hortensia en la escuelita. Llegó con su rebozo puesto pero durante toda la primera parte de la sesión escolar nunca se quitó el rebozo y como si tuviera frío, se abrigaba con él dejando apenas perceptible sus ojos.

Durante el recreo, la vi alejada de sus compañeros y ensimismada. Me senté junto a ella y comencé a platicarle. Al principio se resistió en comunicarme lo que le pasaba. Finalmente logré que me mirara y lentamente me permitió le descubriera el rostro. Su mejilla inflamada tenía una marca que comenzaba a cicatrizarse. Era una quemadura.  Al leer la marca a la inversa descubrí lo que decía.  En ataque de violencia, su padre ebrio tomó la lata de sardinas que servía como sartén para hervir sus frugales alimentos. Se la restregó en la cara.  Le dejó de por vida marcado su rostro con el sello de: CALMEX.

Hay marcas que la vida nos deja en la memoria o en lo que llamamos alma o corazón, sin embargo, hay miles de marcas que dejan lastimado físicamente el cuerpo de niños, mujeres y personas como si fuera necesario adicionar al maltrato psicológico una señal permanente del abandono y desamor.

La violencia intrafamiliar no solo se da en las familias de pobreza extrema. Se da en todos los niveles de nuestra sociedad, parece exacerbarse en nuestro país donde la violencia es ya generalizada y como eco se escucha “la letra con sangre entra”.

¿Porqué la calvicie no tiene cura?

Cuando a determinada edad empiezas a sentir que el cabello empieza a escasear, si eres hombre, un sutil pánico te invade. En caso de ser mujer, la tragedia es de dimensiones insospechadas. Al percibir el advenimiento de la calvicie uno empieza a buscar cuanto remedio exista en la tierra y cuanto especialista pueda uno encontrar dentro –claro está—de las posibilidades económicas de uno.  Afortunadamente para los hombres resulta un bálsamo el argumento de que: “Los hombres calvos son así porque tienen altos grados de testosterona, es decir: son muy masculinos” . Dicho lo anterior les invade una calma similar a la paz de los sepulcros.

Toda esta discusión sobre la calvicie y a pesar de la evolución de la ciencia médica podemos concluir que la calva –hasta el día de hoy— no tiene remedio. Por eso, desde tiempos muy antiguos se acuñó la famosa frase: “A la ocasión la pintan calva”.

Esta célebre frase se origina por la idea que tenían los Griegos de que hay que estar muy atentos para aprovechar una oportunidad cuando se nos presente. Ocasión era una diosa que se le ubicaba como hija de Zeus. Posteriormente los romanos la retomarían. A la diosa Ocasión se le representaba en estatuas con unas pequeñas alas en el talón de los pies y cuyo simbolismo se relacionaba a que cuando se nos presente una oportunidad si no la aprovechamos, Ocasión sin esperarse a que la aproveches, se escapa levantando el vuelo.

 

 

 

 

 

 

También la colocaban de pie sobre una rueda y que significaba que estamos expuestos a los cambiantes traspiés del azar. La parte más representativa de la Diosa Ocasión era el profuso mechón de cabello que tenía enmarcándole la cara a la vez que su cabeza por la parte de atrás estaba calva desde la coronilla hasta la nuca.

¿Por qué?

 

 

 

Porque cuando la ocasión se presenta debes agarrarla inmediatamente de los cabellos que le quedan porque si pretendes sujetarla de la calva, se te escapa. La tradición popular entonces acuñó la famosa frase de “A la ocasión la pintan calva”.

Y cuando tu cabellera luce completa y hermosa debes disfrutarla lo más posible porque no vaya ser que se te escape la oportunidad y un buen día descubras que estás calvo y no tienes cura o remedio. Disfruta el aquí y el ahora, hoy tienes la oportunidad de vivir y gozar, mañana… mañana quizás a la ocasión la pinten: ¡calva!

Temporada de lluvias

Cursaba pre-primaria y junto a mi pupitre se sentaba Martha González. Ella platicaba que vivía junto a los Viveros de Coyoacán y lo describía como un hermoso y húmedo bosque donde había muchas ardillas y habitaban duendes.
¿Duendes?– le pregunté
–¡Sí como los de los cuentos y los que ves en las películas o en la tele! – me respondió con seguridad para continuar diciéndome: “Yo tengo una familia de duendes en mi cuarto, juego con ellos, les hago sus ropitas…son muy lindos”.
Ante la fantástica idea de tener un duende en mi recámara le pregunté la forma de cómo conseguirlo.


Ella, muy amablemente me dijo que los vendía a 100 pesos. Pero que yo tendría que preparar el hogar de mi duende para que cuando llegara a vivir conmigo, lo encontrara confortable y no se fuera a ir de la casa, porque eran muy especiales.

 

En mi familia se tenía la idea de que los niños no debíamos manejar dinero y eso implicaba un gran problema pues no teníamos ni mesada ni domingo.

Sin embargo, mi abuela materna, como toda buena abuela era conspiradora y de vez en cuando nos daba a escondidas dinero.

Así que me propuse pedirle que me refaccionara (sin mencionarle para qué lo quería) lo máximo que te daban en esa época eran cinco pesos y tendría que esperar a mi cumpleaños para me dieran un cofrecito que acostumbraba ella con cien pesos “de plata” acomodados en perfectas líneas.
Haciendo mis cuentas, negocié con Martha el irle pagando en abonos de cinco pesos.

Yo llevaba la cuenta escrupulosamente y me invadía la emoción el irme acercando a la meta. Finalmente cubrí los cien pesos.
En mi recámara ya tenía armada en una cajita de zapatos la que iba a ser la camita para mi duende.


Mis muchachas del servicio habían tejido las colchitas y hasta unos sweatercitos para abrigarlo cuando llegara. Tenía dos almohadas pequeñas que estaban rellenas de algodón por lo que se veían muy confortables. Además me agencié unos carretes de hilo, de esos que tenían su eje de madera para que el duende tuviera sus silloncitos donde reposar y le hice una mesita en la misma proporción, con pedacitos de madera adherida con pegamento de tal manera que estuviera en un verdadero hogar.

–¿Cuándo me traes a mi duende?—le pregunté a Martha y ella me pidió que tuviera paciencia porque tenía que ir al bosque y esperar con sigilo hasta atrapar al duende con una pequeña red de las que usan en los acuarios.
Así cada lunes, yo esperaba ansioso la llegada de mi duende.

Lamentablemente Martha me informaba distintas noticas, que si se le había escapado, que no apareció en el fin de semana, que estuvo a punto de capturarlo pero una ardilla lo salvó, etc.
Pasaba el tiempo y me sentía impaciente. Apremiándola ya con verdadera insistencia, finalmente me dijo:
–Es temporada de lluvias y cuando llueve, los duendes se esconden protegiéndose del agua y el granizo, así que tendrás que esperarte hasta que pasen las lluvias.

Desconsolado, me resigné a que pasaran las lluvias.

Ya de regreso de las vacaciones, en temporadas de estío o secas, regresé a la escuela.
La mala noticia fue que Martha ya no estaba en mi escuela.

Han pasado demasiadas temporadas de lluvia , hasta la ciudad se ha inundado pero Martha no aparece y mi duende tampoco.

Lo que no vemos

Javier es un joven cuya edad es aproximadamente de veinticinco años. Hasta hace unos meses trabajaba en la industria de la televisión. Para grabar video y editarlo se necesita ver bien. Fue a una óptica para que le recetaran unos lentes porque empezó a notar que había perdido agudeza visual.

Al no poderle elaborar unos lentes que se ajustaran a sus dioptrías, buscó a su tío que colabora e el Instituto Mexicano de Oftalmología (IMO), una institución de asistencia pública que inicialmente nació para llevar salud visual a las comunidades más necesitadas de la Sierra Gorda de Querétaro.

Después de múltiples estudios le informaron a Javier que gradualmente irá perdiendo la visión y muy probablemente quedará ciego.
Con gran fortaleza ha enfrentado su problema. Tuvo que renunciar a su empleo en la televisora y afortunadamente trabaja para el mismo IMO preparándose para un futuro ya anunciado.

El viernes fuimos a filmar un documental para el IMO y ahí le conocí. También vi a más de 200 pacientes esperando atención. Llegan a las 7 de la mañana y van pasando a ser atendidos en las distitas especialidades. Los quirófanos parecen una fábrica de producción intensiva. Se extirpan cataratas, se trasplantan córneas, se atiende la retinopatía diabética, atienden estrabismo…en fin, una impresionante variedad de padecimientos de los ojos.

Platiqué con un chiquito de escasos 7 años. Padece estrabismo.
–Veía dos–, me dijo. Venía estrenando unos nuevos anteojos.
–Se burlaban de mi en la escuela, me pisoteaban los lentes y decían que yo nunca aprendería a leer.
–Ahora veo uno y ya estoy aprendiendo a leer. Me operaron aquí. Y Todo se ve diferente.

El IMO vive de donaciones. Les «prestan» un pequeño terreno cerca del estadio Corregidora. A pesar de sus precarias instalaciones tienen tecnología de punta. Es el colmo que sus principales donadores vengan del extranjero (Australia, India, Europa, etc.)
***
Todos los días, al despertar abrimos los ojos. Pocas veces nos detenemos a pensar en lo que no vemos:
No vemos los maravillosos órganos de los que hemos sido dotados.
No vemos el gozo de contar con salud en nuestros ojos.
No vemos el grave dilema de la discapacidad visual y tampoco vemos la urgente necesidad que nuestro país tiene de prevenir la diabetes y la presión arterial alta que son dos de los factores detonantes de grandes enfermedades de los ojos.

Y lo más impactante que descubrí en mi corta visita al IMO: Pude ver la ternura y capacidad de dar de un equipo humano de profesionales que saben mirar por los demás.

Ver para creer.

Fotos IMO: www.imoiap.com

Señales ocultas

En el camino de la vida, a veces, recibimos discretas señales, críticas…ocultas. Como son casi imperceptibles generalmente no les hacemos caso.  El episodio que les narro es un hecho doloroso que yo viví y presencié y que refleja claramente lo que son las señales ocultas.

Mi hermana emigraba a los Estados Unidos pero el contrato de renta de una casa en un conjunto duplex expiraba hasta un año. Me pidió que me hiciera cargo del arrendamiento. Soltero en ése momento y con la posibilidad de rentarla, me mudé.  Era espaciosa, tenía dos recámaras, una sala para TV , la cocina conectaba a un jardín de verde césped que se compartía con la casa gemela.  Mi hermana dejó en la sala principal, un piano de cola y la pianola de nuestra infancia. Mandaría por ella después.

Yo salía temprano a trabajar y regresaba a eso de las diecinueve horas, justo cuando oscurecía el día. Decidí comprarme un perrito Yorkshire. Un cachorrito hermoso, pequeño. AL llevarlo a casa, lo primero que se me ocurrió es abrir la puerta del jardín para que retozara en el césped. Apenas abrí la puerta , el travieso perrito corrió y en un santiamén se metió a la casa de junto cuya puerta de su respectiva cocina estaba abierta.  No conocía a los vecinos y me sentí apenado.

Se escuchó la algarabía dentro de esa casa y al poco rato salieron cargando el perito una niña de escasos once o doce años y su hermanito de menor edad, quizás nueve años. Estaban fascinados y me hicieron plática.

Pronto se hicieron de confianza y conocieron micasa con escasas pertenencias. Les llamó la atención –evidentemente–, piano y pianola, pero también les interesó mi estéreo modular y el que tuviera suscripción a la televisión por cable.

Me pidieron permiso de poder jugar con el perrito en las tardes, ver tele, tocar la pianola o escuchar discos a lo cual accedí. Generalmente al llegar a casa me los encontraba instalados. En ocasiones nos íbamos a merender en una taquería que había al final de la calle. Era la notoria la ausencia de su madre divorciada y comentaban que su padre vivía en otra ciudad.  El pequeño era ligeramente obeso y se quejaba de que su mamá lo obligaba a ir a las clases de Karate para que adelgazara.

Un día les compré el nuevo CD de “Timbiriche” y entusiasmados lo estrenaron bailando en la sala de estar. En una de esos giros, el chico perdió el equilibrio y para detener su caída me abrazó. En ése momento me dijo: “¿Por qué no fuiste mejor mi Papá?”  El comentario me preocupó pero jamás pensé que fuese una señal oculta.

Eran las vacaciones escolares y me pidieron que si les regalaba unas nuevas mochilas tipo back-pack. El niño quería la de color amarillo que había visto en la tienda . Les sugerí que el próximo miércoles pasaría por ellos después de la oficina e iríamos a comprarlas.  Ese fin de semana mi hermana me habló para pedirme que me deshiciera de ciertas cosas que había dejado en unas cajas almacenadas en la otra habitación.

El lunes les pedí a los chicos que eligieran lo que quisieran y el resto se lo daríamos a la sirvienta. Así lo hicieron.

El martes en la tarde, al estar a punto de sacar a mi perrito al jardín escuché gritos en la casa de junto. La madre los reprendía por haber aceptado las cosas que habían tomado de mi casa. Exclamaba con vehemencia: “Van a pensar que soy una pordiosera!” Me abstuve de sacar al perro y mantuve ya la puerta cerrada.

El miércoles en la tarde llegué a cas realmente preocupado pues si los chicos me pedían que fuésemos a comprar sus mochilas me vería en la necesidad de conocer a la vecina y pedirle permiso de hacerlo.

Todo permanecía muy silencioso. Disponiéndome a prepara mi merienda, encendí la luz de la cocina.  A los cuantos segundos alguien tocó a mi puerta que danba al jardín compartido. Abrí pensando que eran los niños pero me sorprendió ver a un señor desconocido.

–Buenas noches, soy el tío de los niños–, me dijo visiblemente apenado.

–¿Me permitiría usar su teléfono? El de la casa está averiado y debo hacer una llamada urgente…es de larga distancia.  Accedí y le indique que usara la extensión que tenía ahí en la misma cocina.  Marcó, esperó el tono, luego le respondieron e inquirió sobre el papá de los niños. Le indicaron que no se encontraba y entonces pidió dejar un recado:

“Es urgente que se comunique a la ciudad de México—y me pidió el número–, es sumamente urgente—repitió—su hijito se suicidó”

La cocina me dio de vueltas y sentñi un mpactante vértigo. Al colgar, mirándome me dijo: “Primero intentó con el cable del teléfono y lo logró con el cinturón de Karate”.

Las señales ocultas son avisos que nunca debemos de ignorar.

La bella arrinconada

Pintura de Saturnino Herran

¿Cuántas veces no hemos visto a una persona verdaderamente bella y notamos que su vida está cargada de desdichas, fracasos amorosos, rechazo social y abandono?  Eso mismo pasa con una de las expresiones artísticas más sublimes que existen pero que siempre se encuentra en situación marginal.  Me refiero a la Poesía.

En los primeros años escolares nos hacen sentir que la poesía es algo superfluo, complementario, aburrido, soso y hasta cursi.  Nos obligan a memorizar poemas para los festivales del día de la madre o para cierre de cursos. Repetimos como merolicos los versos y añoramos el momento que termine la tortura de un parloteo de rimas anticuadas.  Pocas veces tenemos la verdadera oportunidad de que se nos enseñe a gozar de la lectura poética. Y difícilmente podemos tener a la poesía como tema de conversación en nuestras pláticas sociales.

La poesía nos brinda una gran oportunidad para obtener plasticidad neuronal, avivar nuestra imaginación, despertar nuestras emociones y abrir un horizonte maravilloso de experiencias.En mi caso, la experiencia anteriormente descrita es similar y resulta que cuando cursaba la maestría en literatura y creación literaria tuve la fortuna de cursar una materia de poesía con una maravillosa maestra: Patricia camacho Quintos.Ella tuvo la paciencia de soportar mis primeros poemas que regresaban con acotaciones y comentarios que me espoleaban a superar mi manía de regresar a las rimas de la escuela pre-escolar y a tratar de hacer versos de hace más de dos siglos de involución.

Descubrí que el primer paso para escribir poesía es dejar de pensar en la métrica y permitir que fluyan las emociones sin ningún freno. Al fluir las palabras se empieza a encontrar la música oculta de las letras –que al igual que las notas musicales– pueden armonizarse o convertirse en acordes, pasajes de tersura iinfinita o combinaciones discordantes que dan fuerza a los versos.  Antes de escribir poesía, debemos dosificar la lectura de los poemas que más nos evoquen imágenes o recuerdos.  Con anterioridad al curso con mi maestra de poesía, solo dos maestros previamente en mis estudios de licenciatura, llegaron a tocarme con el análisis de la poesía. Francisco “Paco” Prieto nos impresionó con uno de los poemas del libro YERMA de García Lorca. Se llama Thamar y Amnón. Es un poema fuerte y estrujante pero de una calidad increíble. Otro maestro, cuyo nombre he olvidado desafortunadamente, nos dio un semestre entero la disección del poema: “Muerte sin fin” de José Gorostiza. Una joya de la literartura poética. Renglón aparte está la obra de Pablo Neruda: 20 poemas de amor y una canción desesperada. Elixir para los momentos que tienes corazón de pollo y las mariposas revolotean en tu estómago.  Como no deseo intoxicarlos de datos, les invito a que conozcamos un fragmento de un poema anexado a esta publicación.

La bella arrinconada está habitando quizás muy cerca de ti. En un estante del librero de tu casa o en las miles de búsquedas de internet, puedes empezar a beber el afrodisiaco veneno de la poesía.  Y después de gozar de la poesía, no dejo de preguntarme:  ¿Por qué se venden poco los libros de Poesía?

Pensar… un viaje maravilloso