A lo largo de nuestras vidas hemos escuchado la palabra DESTINO. Generalmente lo atribuimos a los acontecimientos que nos depara la vida.
Desde los orígenes remotos de la humanidad, el ser humano se ha planteado la interrogante de si existe una ruta, un camino, fatalmente trazado que se le asocia con el destino. Un camino irremediable por el que debemos transitar.
De ahí vemos que las antiguas civilizaciones se obstinaban por el poder predecir el futuro y lo vemos en todos los pueblos. Quizás el más conocido mecanismo de predicción es el uso del oráculo en la antigua civilización griega. Pero lo mismo podemos ver en las predicciones de Nostradamus, la cartomancia y las adivinaciones del Tarot, las runas, el I Ching o la sibila, entre muchos otros métodos de predicción que han usado y usamos los seres humanos. El vehemente deseo de conocer lo que suponemos es un destino ya señalado por un ser superior o divinidad.
La angustia del ser humano estriba en que si se vive ya predestinado o si existe la libertad de forjar su propio camino. Es una permanente debacle y cuestionamiento que difícilmente llega a ser conclusivo.
Ese temor ciego a pensar que ya está trazado el derrotero en la vida de las personas ha llevado en ocasiones a actos de terrible paranoia y consumar hasta crímenes, suicidios y culpar al destino por nuestros propios actos.
Es evidente que la discusión seguirá existiendo mientras exista la incertidumbre vital inherente a nuestra condición humana.
Escuché una frase que me hizo mucho sentido: “El destino no te lo dan, lo debes arrebatar construyendo tu propia existencia”.
La fatalidad de lo que nos acontece o los logros que alcanzamos son responsabilidad única de nuestros actos, de aciertos y errores, de planear y ejecutar, de ser prevenidos y de asumir nuestros propios riesgos.
Nada puede ser más satisfactorio que asumirse falible. Aceptar cuando nos equivocamos, celebrar cuando acertamos y no andar buscando culpables de lo que hemos construido con nuestros propios actos.
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