Aprender, siempre aprender.

Estaban dos amigos de edad madura tomándose un café. Uno de ellos muy entusiasmado le informó que se tomaría dos años para una Maestría.

El amigo sorprendido le dijo:

–Ya estás muy viejo para ponerte a estudiar. Además tu ya fuiste catedrático. ¿Qué más puedes aprender?

Sin perder el entusiasmo, el amigo le respondió:

–Voy a hacer mi maestría para aprender humildad puesto que regresar a las aulas, sentarme como estudiante, estudiar, entregar mis tareas y esperar ser evaluado me va a dar la enorme oportunidad de recuperar mi humildad, mi paciencia y mi esfuerzo por ser mejor.

Cambiaron de conversación.

El otro día una destacada escritora que presentó un libro abiertamente anunció que había decidido después de 30 años de haberse dedicado al desarrollo humano había iniciado una nueva licenciatura en psicología. Y cuando se le preguntó si realmente valía la pena, respondió:

–En la vida siempre hay algo nuevo por aprender.

En una oficina había un empleado adulto mayor que juraba que a su edad ya no podría aprender a usar una computadora. Su jefe personalmente se dio a la tarea de enseñarle. Después de dos años el hombre juraba que ya nunca podría vivir sin su compitadora. Al retirarse el jefe le obsequió su computador y hoy felizmente trabaja en traducciones y corrección de estilo desde su casa, usando el ordenador.

Si recorremos nuestros años escolares encontraremos que cuando uno tuvo un buen maestro –algo extraño operó en nosotros—, y avivó el deseo de aprender su materia. En cambio cuando se tuvo un mal maestro uno terminó aborreciendo ésa materia.

Yo tuve la diceha de empezar a dar clases desde muy joven y me tocó ser maestro de personas cuyas edades casi triplicaban la mía. Lo más fascinante de esas experiencias es que confieso que aprendí más de los alumnos que de lo que yo pudiera enseñarles.

Nacemos para aprender. Desde que estamos en la matriz aprendemos que a pesar de vivir en un entorno de comodidad y sin esfuerzo nos alimentaban a través de un cordón, nos vimos en la urgente necesidad de salir a la vida y enfrentarnos a todo tipo de estresores buscando siempre el equilibrio.

Aprendimos a sobrevivir. Vivimos aprendiendo. Seguiremos aprendiendo siempre hasta que llegue el momento en que aprenderemos la última lección que es: morir.

Y hasta ahora no sabremos si después de esa lección final o examen de fin de cursos tendremos que pasar a estudiar otras materias más allá de la muerte y empezar nuevamente a aprender.

Sí, aprender…siempre aprender.

Matermorfosis

Mater es madre en latín.

Ella había ido a la Universidad y en alguna de las materias le habían indicado que leyera “La Metamorfosis de Franz Kafka”.

Le había impresionado muchísimo el relato y lo atesoraba en su memoria como uno de los relatos que dejan huella en la vida. Otro de sus tesoros que celosamente albergaba en su mente era su relación con su madre.

Sabía que era una de las miles de millones de mujeres que viven en el planeta y que contaron con la fortuna de tener una buena mamá.

Su madre le había cuidado con esmero desde el comienzo del embarazo y su mamá le contaba que un buen día, después del ultrasonido le informaron que sería niña –lo que le entusiasmó sobremanera—y dispuso todo para recibirla.

Los maternales cuidados fueron gratas experiencias para la niña que desde pequeña recordaba las caricias, los besos, la ternura con la que la bañaba o arrullaba. La madre siempre vigilante de su salud y de darle lo mejor en todos los sentidos.

Toda su niñez fue de mimos. Su madre se esmeraba en acicalarla y enviarla siempre –muy bien arregladita–, a la escuela o a sus fiestas infantiles.

No niega que tuvieron sus diferencias durante la adolescencia. Son etapas de desarrollo que toda relaciíon sana de madre e hija se da, pero el buen juicio de la madre atemperaba los conflictos y transitaron sin mayor rispidez hasta que ella decidió independizarse y juntarse con el chico que sería posteriormente su esposo.

A pesar de ya no vivir juntas la relación continuaba cercana, ya fuera con las visitas regulares o las diarias llamadas telefónicas.

Un día las cosas empezaron a cambiar.

–Mami, no te veo bien. Te voy a llevar al médico.

–Mami, ¿Cómo amaneciste? ¿Te tomaste tus pastillas?

Lenta pero inexorablemente se empezó a dar la “matermorfosis”.

La hija se convirtió en madre de su madre. Y su madre se convirtió en hija de su hija.

Ella se acordó del relato de Kafka y cada día fue sintiéndose más cercana a la experiencia de transformarse.

Cuidaba de su Mamá como si fuera su bebé.

Finalmente la convenció para que se fuera a vivir a su casa y la madre –a regañadientes–, terminó por mudarse con sus recuerdos, sus memorias físicas, sus retratos, la cobijita para sus piernas, sus babuchas, en fin todo lo que le quedaba de una vida de buena esposa y buena madre.

Ambas transitaron hacia la “matermorfosis” y ahora que su mamá había partido a la otra dimensión, ella se sentó en la mecedora que tanto le gustaba a su mamá.

Tomó el libro de Franz Kafka y se dispuso a re-leerlo, no sin antes cubrirse sus piernas con la cobijita que tanto atesoraba su mamá.

Se le antojó descalzarse.

Jaló las babuchas afelpadas de su madre metiendo los pies para abrigarlos.

La vieja gatita que siempre ronroneaba a los pies de la mecedora, se acomodó, ahora junto a sus pies. Se notaba que extrañaba también a su anterior ama.

Comenzó a leer el libro nuevamente y pensó para sus adentros:

“Ya no falta mucho para que mi hija y yo transitemos hacia la “matermorfosis

Amor a México

No sé cuándo se da pero lo que sí sé es que se da. Es amor incondicional.

No en todos los que habitamos el territorio nacional lo llegan a tener pero sí estoy seguro que en la mayoría de los que aquí estamos compartiendo estas tierras.

No se si es porque los lunes en la escuela primaria nos formábamos para hacerle honores a la bandera y cantar el himno nacional lo que nos inculcó esa emoción.

 

No sé si era hipnósis colectiva pero a mi se me quedaron fijos los colores de la bandera en mi alma. Ya sea ver la bandera ondeando, escuchar y entonar el himno o ver los puestos de vendedores de banderas y rehiletes en las esquinas, pero algo me pasa que me alegra el espíritu.

Dirán que soy cursi pero siempre se me enchina la piel cuado canto el himno y veo la majestuosidad del verde, blanco y colorado. Es la única canción que se me de memoria.

 

Amo mi escudo con la majestuosa águila devorando la serpiente sobre un regio nopal e imaginándomelos en un islote y me repateó cuando un pobre diablo la mutiló para hacerla como si fuera logotipo de agua embotellada durante seis años.

A mi me enseñaron a amar y a conocer a mi país. Guiado por mis padres me enorgullezco de decir que conozco toda mi Patria. Desde Tijuana o Nuevo Laredo hasta Chetumal o Chiapas. Cada rincón por apartado que parezca ha compartido mi sudor y cansancio.

He estado agonizando en la selva Lacandona junto al lago Miramar y el Río Jataté o con un ataque de apendicitis en la cumbre de Los Frailes cerca de Pachuca y Tula.

Estuve a punto de morir aplastado entre las rocas y el mar de Puerto Escondido, Oaxaca. Todos fueron momentos en donde aprendí a ver que en México “la vida no vale nada”.

Estuve extraviado en las montañas de Baja California Sur, cerca de la Misión de San Javier, sin celulares (no existían) ni siquiera los “walkie talkies” de juguete y me salvé solo con la ayuda y guía del brillo de una estrella –que aprendí a conocerla desde niño— y que gracias a ella pude llegar hasta Ciudad Constitución.

Hambriento, he compartido la tortilla y granos de sal con los más pobres pero más hospitalarios de los campesinos. Sediento, aprendí a beber agua en un abrevadero junto al hocico de una mula y hastiado he visto los banquetes más extravagantes de los ricos entre los ricos. Aprendí a comer jumiles, chapulines, gusanos, tacos de langosta con frijoles y barbacoa con salsa borracha.

Me ha tocado trabajar en las granjas con los porcicultores para que aprendieran las modernas técnicas de ecología y sanidad. Ver cómo se vence a la fiebre porcina y alcanzar ver cómo se transformó la industria para hoy México sea exportador de carne de cerdo a Korea, Japón y China. He estado en las lejanas casetas de pollos por allá de Mapimi, escuchando aullar a los coyotes las frías madrugadas. O estar filmando infestado de pinolillo y garrapatas en los pastizales de Tabasco.

He brincado fascinado con las dunas blancas y las pozas azules de Cuatro Ciénegas. Ha sido un deleite aprender de los grandes eruditos de la veterinaria, medicina, arquitectura, arqueología, literatura o historia. Y tuve el privilegio de escuchar en boca de Carlos Fuentes la mejor explicación sobre la revolución mexicana que jamás alguien ha superado. Y de niño mientras practicaba el piano, jugué con un General que había sido Presidente y expropiado el Petróleo.

Tengo amigos Mayas, Mixtecos, Zapotecos, Criollos, Blancos, Mestizos y Saltos pa-tras.

Conozco lo oscuro y brillante de nuestro país. Los contrastes. Amo la pintura mexicana, los murales, las portentosas ruinas Mayas, Mexicas, Teotihuacanas, en fin la grandeza cultural de mi Patria.

Y cuando llegan estos días de festejos patrios, amo sentirme ser mexicano.

 

Y hoy más que nunca, me enorgullezco de ver que finalmente vivo en un país –quiéranlo o no–, donde existe ya el respeto a la voluntad mayoritaria.

Fotos de Familia

Es común encontrar en todo hogar u oficina un mueble que exhibe fotos enmarcadas de la familia. Si hay oportunidad, se escudriñan meticulosamente y se asocian con las personas que habitan ésa casa o quien está ocupando la oficina.

Son fotos enmarcadas autosustentables, es decir, se sostienen con la ayuda de una bisagra que generalmente tiene un pedazo de madera que sirve de pie.

 

Esa exhibición dice mucho de las personas. Unas muestran orgullosamente a sus hijos o a su pareja, en ocasiones muestran celebraciones importantes como las bodas, bautizos, Bar o Bat Mitzvá, campeonatos deportivos, acompañamientos de personalidades, etc. Son una especie de escaparate o aparador de los afectos.

A principios del siglo XX los daguerrotipos y fotos de los ancestros eran producciones muy sofisticadas donde se realizaban en escenarios falsos, se acompañaban de telones casi teatrales a las espaldas, con uno de los personajes sentado y otros de pie e incluso incluían a sus mascotas.

Los hombres de negocios se tomaban sus fotos muy acicalados de medio cuerpo y traje de levita. Después hubo una temporada en que las fotos blanco y negro las coloreaban pretendiendo de que fueran fotos a color e incluso las recortaban en siluetas que montaban sobre madera.

 

 

Los grandes artistas y compositores de antaño son reconocidos hoy en día gracias a las fotografías. Muchas de ellas en colores sepias que se estilaban como parte de un gusto estético.

 

La compañía AGFA fue la primera que en la Alemania Nazi empezó a producir fotos a color y al poco tiempo la empresa de Rochester N.Y. –la ahora casi extinta Kodak–, empieza a dominar el mercado de la fotografía a color. En Inglaterra floreció Illford y Pathé en Francia.

 

La democratización de la fotografía –sin lugar a dudas—, se logra con las camaritas Brownie de la Kodak y en la década de los 80´s promueven las llamadas Instamatic. Polaroid entra al mercado con las cámaras que permitían revelar, en segundos, las fotos aunque siempre eran deficientes en color, invadidas de azul o morado y un poco incómodas por los olores penetrantes que dejaban.

En el siglo XX se estilaba tomarse fotos en ciertos lugares turísticos en un escenario más que artificial y tenían “props” para ambientar al turista. Así vemos esas fotos de la visita al santuario de la virgen de Guadalupe, con rebozo y sombrero de petate adorando a la virgen, las fotos de los Reyes Magos o Santa Claus que en la Alameda solían hacer romerías de familias esperando tomarse las fotos. Los primeros Santa Clauses estuvieron en la tienda de Sears que hace esquina con la avenida de los Insurgentes y en los almacenes departamentales del centro como Liverpool, Palacio de Hierro, Al Puerto de Veracruz y el Centro Mercantil que ocupaba el ahora Gran Hotel.

Las fotos de familia ahora han sido sustituidas por los teléfonos inteligentes y se les denominan “selfies” que no son otra cosa que instantáneas. La profusión de “selfies” parece una pandemia y en algo han promovido la proliferación de los piojos entre los niños de clase media ya que al juntar sus cabelleras para la “selfie” se contagian de piojos. (estos ectoparásitos prefieren las cabelleras limpias y desmienten el mito de que los piojosos son los pobres y desaseados).

Las fotos de familia se complementaban con los álbumes. Se colocaban las mejores fotos y era común encontrar alguna foto cortada a la mitad o mutilada y cuando los curiosos preguntábamos sobre la razón de estar cortada, la respuesta era evasiva y por lo general te decían: “es de un novio odioso o es de una persona que me hizo daño”.

Las tribus aborígenes de norteamérica evitaban tomarse fotos porque decían que “les robaban el alma” y las fotos han sido muy usadas por los santeros y aficionados a la macumba y magia negra para hacer sus “trabajos” en contra de alguna persona.

Curiosamente, las fotos de familia sirven para dar una apariencia. Nos muestran a una familia unida y proyectan una irrealidad que con el paso del tiempo se convierte en una verdad indestructible. Suegras y nueras o cuñadas aborrecidas sonríen dicen “whiskey” se toman la foto y aparentan ser armónicas amigas.

Los viudos o divorciados insisten en tener las fotos de sus exparejas aduciendo que eran las mamás de sus hijos y que se ofenderían ellos si las quitasen. Las batallas subterráneas de las emociones y críticas son cubiertas por un hermoso velo de paz y armonía en el hogar.

Una familia sin fotos exhibidas es una familia sospechosamente rara y genera la suspicacia de preguntas como: “¿Qué pasado esconden? o “Seguramente son nuevos ricos y se avergüenzan de sus orígenes” y no faltará el comentario artero de: “No tienen fotos porque su familia es de narcos”.

La dinámica de las fotos familiares llegan hasta el cementerio. En el famoso panteón de la Recoleta en Buenos Aires Capital, se estila poner las fotos de los difuntos en las tumbas y es muy popular recorrerlo. Ahí de seguro encuentran a Gardel y a los artistas más connotados pero es casi seguro que encontraremos en una de esas calles la tumba de “Evita” y no es fortuito ver a dos mujeres argentinas desgreñarse frente a la tumba. Una dirá que “Evita” era una santa y la contrincante le dirá que Eva Perón era una rabalera, piruja, saqueadora de la Patria.

Querámoslo o no, las fotos de familia nos narran una historia. Borran resentimientos, exaltan afectos y le dan a las nuevas generaciones una filiación o referencia de dónde vienen sus antepasados.