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El caballo desdentado

 

 

 

 

 

 

 

 

Toda su vida había estado dedicado a jalar una carreta cargada de basura y triques.

El pobre caballo desde joven le quitaron gran parte de sus dientes para colocarle las bridas y los frenos. Así lo obligaban a conducir el pesado carromato.

Con los malos tratos y la edad fue perdiendo la mayoría de sus dientes. Por eso estaba desdentado.  A pesar de ello, la poca cebada o pastura que le daban la masticaba  con dificultad para poderse alimentar.

No importando su lastimoso aspecto que daba imagen de ser un esqueleto con pellejo y ante su deteriorada condición física,  su cruel amo decidió venderlo a un rastro que compraba caballos viejos para sacrificarlos.

En ése rastro, vendían la carne de caballo a los dueños de perros de pelea, que aunque está  prohibido, los mañosos apostadores siempre buscan la oportunidad de reunirse para lanzar a los perros en feroz y mortal combate.

La creencia de que la carne de caballo era buena para alimentar a esos perros –según ellos–, porque los hacía más bravos.

En un corral junto con otras bestias, el pobre caballo desdentado esperaba sus últimas horas antes del sacrificio. Había aprendido a ser muy observador y de pronto se dio cuenta que el empleado dejó la  puerta de las trancas sin cerrar. Y como la vida le había ensañado a ser mañoso, el caballo desdentado empujó la puerta con el hocico. Logró escapar del rastro sin que alguien se diera cuenta.

Ya en plena calle, remontó hacia las colinas de la ciudad. En muchas ocasiones en esos rumbos habían recolectado colchones viejos, desechos de artículos, cartones y pilas enormes de papel periódico. Sabía que en esa zona habitaban los pobladores más ricos en sus residencias rodeadas de jardines y cercanos de la parte más boscosa de la localidad.

Como era una mañana de fin de semana, las calles lucían desiertas y el caballo desdentado apuró el paso. En una de esas enormes calles arboladas se encontró con un niño que plácidamente paseaba en patines.

El niño al verlo se le acercó sin miedo y lo empezó a acariciar. El noble jamelgo bajó el ciuello para que el chico pudiera tentar sus crines y le tuviera confianza.  La simpatía fue mutua y el niño lo condujo hacia su casa que por cierto, tenía un espacioso jardín.

Feliz el muchacho fue a contarle a su madre sobre el hallazgo. Aprovechó su relato para suplicarle le diera permiso de conservarlo en casa. La señora muy preocupada le argumentó que no sabían quién era el dueño, además de que era mucha responsabilidad cuidarlo, produciría basura y habría que limpiar diariamente sus desechos por lo cual debían echarlo nuevamente a la calle.

El niño prometió encargarse de la limpieza del jardín con tal de que pudiera conservar al viejo caballo desdentado.

Ante la nobleza del animal y las hermosas lágrimas del niño que se lo suplicaba, la madre conmovida finalmente  aceptó que el caballo permaneciera en el jardín hasta que apareciera el dueño.  Lo cual nunca sucedió. ¿Quién en este mundo pudiera interesarse por recuperar un caballo viejo, famélico y desdentado?

En los días de mercado,  llegaban la mamá y el niño cargados de provisiones para alimentarlo:  zanahorias , alfalfa, cebada, manzanas y pastura que habían ido a comprar.

El caballo paseaba por el jardín y ramoneaba en el césped en sus ratos libres mientras esperaba que el niño regresara de la escuela.

Como era desdentado, el niño aprendió a cortarle sus porciones de zanahoria y manzana en pequeños pedazos para que se le facilitara alimentarse. También diariamente le limpiaba el estiércol y lavaba el patio donde normalmente el caballo hacía sus necesidades.

El jardinero le construyó un cobertizo y finalmente el caballo desdentado vivió por varios años gozando de la ternura de un niño que se había compadecido de él.

La historia termina aquí pero la enseñanza de ella radica en que debemos aprender que cuando parece que todo es oscuro en nuestras vidas y pensamos que ya no tenemos un camino de esperanza, siempre habrá un ser amable cerca de nosotros que con su ternura sabrá ayudarnos.