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Tener un Abuelo

¿Quién no tuvo la fortuna de tener un Abuelo?
Yo sí tuve uno en vida, era mi abuelo materno.

Gruñón, de todo se preocupaba, fumaba desde los 13 años, cuidaba exageradamente su auto y me convirtió en su copiloto.

Él y mi abuela vivián en la casa de junto así que la convivencia con ellos — en mis primeros años–, fue muy cercana. Leía el periódico El Universal, tomaba Coca Cola Fría, era abstemio y cumplía con todos los requisitos que en los estudios sobre la Parentalidad, la Dra. Leticia Solís-Pontón enumera:

“ Los abuelos (hombres) transmiten la filiación de la familia, relatan la historia de dónde viene la estirpe, hablan sobre el honor de la familia, transmiten la responsabilidad de respetar el buen nombre y recrean en el imaginario del niño cómo fue la vida de otras generaciones…”
Las abuelas, en cambio, son las que consienten a los niños, cómplices y confidentes de las inquietudes que los niños no quieren contar a sus padres. Sirven de amortiguador.

Hoy platicaremos algunas cosas de mi abuelo materno:

Era muy pulcro, cada semana iba a la peluquería y generalmente salía muy arreglado con corbata –si estábamos en ciudad–, y de camisa corta cuando estábamos en la playa o en el lago de Tequesquitengo. Había sido deportista y esquiaba tanto en agua como en nieve. Escasamente me tocaron esos tiempos. Caminaba mucho y parecía siempre meditabundo.

En su niñez había sido muy infeliz y me relataba su historia. Eran prósperos y vivían junto a la fábrica de aceites de su padre en la Calle del Buen Tono, junto al mercado de San Juan y a la cigarrera.
La fábrica del bisabuelo era la proveedora del aceites de linaza y ajonjolí con el que se iluminaban las farolas de la ciudad de México. Todavía había tranvías de mulitas y me contaba su impresión cuando fue por primera vez al Salón Rojo a ver una película de los hermanos Lumiere. Su padre siempre estaba dedicado al trabajo y era de férrea disciplina. La imagen de su madre era lejana, recluída en una oscura habitación pariendo hermanitos . Fueron trece. El era primogénito y se crió (lo afirmaba) con su nodriza y nana Paz. Su habitación estaba en el extremo de la casona y tenía un patio interior que lo inundaba ex profeso para poner los patos y chichicuilotes que Paz le compraba vivos en el mercado. A su nana Paz yo la llegué a conocer. Vivía en una vecindad de Tacubaya con más de 100 años y mi abuelo rigurosamente le llevaba cada mes su mesada. Tendría mi abuelo más de 70 años y continuaba visitando — mes con mes– a su nana. Yo iba de escudero acompañándolo.

Llegó la energía eléctrica e impactó la prosperidad de la fábrica. Murió su madre y luego su Padre al poco tiempo. Doblemente huérfano a poco años más de un año de haber cumplido los trece años, no tuvo más remedio que llevarse a sus hermanos a Santander, España, donde tenían familiares. Esperaban el barco en Veracruz cuando vio salir a Profirio Díaz en el Barco Ipiranga. Describía la imagen: “ De pie, en el puente de a babor del barco, le escurrían las lágrimas y se despedía de la gente. Ya nunca regresaría el dictador a México”.

Luego, cómo a los 21 años, mi Abuelo regresaría a México, visitaría a sus familiares lejanos y conocería a mi abuela con la que al poco tiempo se casó. Tuvo a mi madre y a un tío nuestro.
Yo le acompañaba a llevar paquetes de alubias y garbanzos para enviárselos a sus familiares de España. Íbamos al Palacio Postal. Estaba la dictadura de Franco y pasaban miserias los familiares españoles.

Tenían varios edificios de renta y aunque la más diligente administradora era mi abuela, el abuelo hacía algunas tareas como ir al banco en la Plaza de Santo Domingo, acudir a los juzgados a revisar los casos de morosos, a lo que le llamaba “llevar los asuntos” etc. Nada de importancia. Me llevaba en su auto a la Lagunilla donde compraba pájaros y los cuidaba con esmero.

Como le sobraba rtiempo, leía, pintaba (más bien copiaba pinturas) y aprovechaba nuestras vacaciones cortas o largas para llevarnos a Tequesquitengo o ir a Acapulco donde pasábamos largas tempordas. Luego nos alcanzarían mis padres.

El paseo más comun que hacíamos era llevarnos al Bosque de Chapultepec. En esos tiempos irrigaban al bosque por medio de pequeños canales de agua. El abuelo los aprovechaba para entretenernos. Hacía barquitos de papel periódico y cada uno de los niños los íbamos persiguiendo hasta que se hundían, atascaban o se los tragaba una alcantarilla. En las riberas de esos canales habían fresas silvestres que recogían mis hermanas para jugar a la comidita.

A la entrada del zoológico había un añejo árbol, era un frondoso fresno cuyas raíces sobresalían de la tierra en tortuosas formas. Era el árbol mágico. No sé cómo le hacía pero siempre corríamos hacia el árbol y lo rodeábamos con acuciosa mirada. Invariablemente cada uno de los nietos iba encontrando una moneda de a peso. Eran monedas grandotas de plata (creo) y con eso podíamos hacer nuestras compras. En mi casa, mis padres decían que los niños no deberíamos de manejar dinero. Pero el abuelo encontraba en el árbol mágico la fórmula para darnos el “domingo” que mi padre prohibía.

 

Son miles de historias las que viví o me contó el abuelo. Refunfuñón como el pato Donald. Pero cuyo amor y preferencia por mi no ocultaba.
“Tu eres mi nieto favorito, me decía, tuviste la mala suerte también de ser el hombre primogénito como yo (aunque tenía dos hermanas mayores) y eso te cargará de mayores responsabilidades”.
Y tenía razón porque yo era el que tenía que cargar maletas, bajar y lavar la lancha que tenía mi Padre en Tequesquitengo, ponerle gasolina y ver cómo la volvían a ensuciar los invitados para que la volviese a limpiar, subirla en el malacate y guardar el tanque de gasolina. “Eres el mayor y debes cuidar de tus hermanas y hermanos”, siempre me sentenciaban.

Los abuelos te dejan mucho.Te enseñan mucho y también se les extraña mucho.

Jirafita

jirafita

 

 

 

 

 

 

 

 

Al cumplir cinco años, mi Abuelo me llevó a la mejor juguetería de la ciudad. Me ofreció comprarme el juguete que yo más quisiera, no importaba el precio. Acompañado de la dependiente, escogí una Jirafita. Era la más barata de la tienda. Mi abuelo, ciertamente molesto, insistió que escogiera otra cosa, e inclusive que llevara otro juguete además de la Jirafita. Después de recorrer la tienda interminablemente, me negué a comprar otro juguete. El abuelo a regañadientes pagó los cinco pesos que costaba.

Adoré a mi Jirafita.

Todos los días, antes de ir a la escuela, la dejaba amarrada a la pata de mi cama y al regresar, lo primero que hacia era correr hacia ella y desamarrarla. Platicaba con ella. Así transcurrieron cerca de dos años. El ritual era inamovible. Un día, llegué a mi recámara y ya no estaba mi Jirafita. Ni siquiera el lazo con la que la ataba. En medio del llanto inquirí a mi madre si sabía dónde estaba mi Jirafita. Ella, respondió en automático: “Puse en orden tu cuarto y tiré a la basura a la mugrienta Jirafa…¡ya estás grande para esos juguetes!”

A veces  se rompe el delgado lazo que nos une a lo que queremos. Quizás es señal de que hemos madurado, o quizás de que los apegos emocionales deben ser pasajeros. Pero lo que nunca se rompe es el recuerdo, la añoranza de la inmensa felicidad que nos dan hasta las cosas más sencillas, los afectos más sinceros, lo que uno recibe y da a cambio sin nada de por medio.

Al hurgar en nuestro baúl de recuerdos, siempre, invariablemente habremos de encontrar a nuestra Jirafita perdida.

 

 

 

Nov. 2016