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Tejedor de Palabras por Juan Okie

Las letras se tejen en palabras, que a su vez se tejen en frases, oraciones, párrafos hasta crear un cuento. Tejedor de palabras es una selección de cuentos de los más diversos temas  y estilos que nos invitan a un ejercicio lúdico de la lectura.

En sus páginas encontramos desde historias fársicas plenas de humor hasta cuentos que nos estremecen por su crudeza o cuentos policiacos que nos retan a seguir complejas pistas para resolver el crimen.

Tejedor de palabras es un viaje por el entramado de la mente donde se teje una urdimbre de narrativa espontánea y fresca. Igual encontramos las peripecias que sufre un colchón hasta remontarnos en las selvas altas donde los mayas construyeron sus ciudades-estado y nos legaron enigmáticos murales que a su vez narran historias dignas de los cuentos policiacos.

La gran virtud de los cuentos contenidos en Tejedor de palabras radica en que nos permiten dosificar nuestra lectura. Saboreamos las historias en unas cuantas páginas y nos mantienen en vilo hasta su desenlace. Algo similar sucede cuando vemos cómo los hilos se van uniendo hasta lograr complejas tramas en los telares, plenos de colorido o en tonos sombríos que nos detonan el gusto por la belleza y el deleitarnos con nuestros pensamientos.

Esta colección de pequeñas narraciones nos revela la multiplicidad de facetas que puede tejer la imaginación para entretenernos, atraparnos e invitarnos a continuar con nuestra adicción de devorar cuentos.

Marte y el agua

«Perico» era un niño muy inquieto e inteligente. Un día en clase se le ocurrió comentar que él estaba seguro de que en los otros planetas tarde o temprano habría algún tipo de vida.

Sus compañeros se rieron ante el disparate.

Desconcertado, se quedó mirando su cuaderno de geografía y observaba detenidamente las fotos que de los planetas, la NASA había tomado.

Pensó para sus adentros: –No cabe duda que sí debe existir esa posibilidad–, y con su índice recorrió el diagrama del sistema solar.

Al salir de la escuela, mientras caminaba rumbo a su casa, siguió pensando: «Mi teoría, es que inicialmente la vida empezó en Mercurio, luego sus habitantes acabaron con todo. Los pocos elementos que sobrevivieron evolucionaron en Venus. Pasó lo mismo, los organismos evolucionaron hasta que se desarrollaron los Venusinos y contaminaron, destruyendo toda posibilidad de vida. Ahora toca el turno a la Tierra y como vamos, no va a durar mucho tiempo sin que acabemos con todo».

«Perico» iba con todas esas ideas en su cabeza cuando llegó a comer a su casa. Al dejar su mochila en el sofá vió el periódico y el encabezado decía: «Descubren agua en Marte. Científicos piensan que, por su abundancia, puede dar origen a vida extraterrestre».

Convencido de que no era tan equivocada su teoría, saludó a sus papás y se sentó a la mesa a comer.

–¿Ya viste cómo destruyeron los huracanes varias poblaciones?–, comentó el papá.

–Sí–, repuso «Perico». Todo eso pasa porque ni las personas, ni los gobiernos sabemos cuidar a la Tierra. Falta poco para que acabemos con todo. Por eso, yo me voy a ir a vivir a Marte.

Sus papás se miraron e hicieron unas muecas como dando a entender que «Perico» estaba chiflado.

Eso pasó en 2013, un par de décadas antes de que llegaran los primeros pobladores a Marte huyendo de la gran catástrofe terrícola.

El respetado colonizador –admirado por todos–,  y conocido con el sobrenombre de «Perico», era condecorado en una impresionante ceremonia donde los pobladores de Marte se habían reunido.

Sin embargo, «Perico» lucía preocupado. Ya en Marte se empezaban a degradar las condiciones ambientales. Ni el gobierno ni la población estaban conscientes del daño que estaban causando al planeta rojo.

El Paciente terminal (Cama 18)

Rosario es la enfermera del turno de la noche, se encarga de los pacientes en terapia intensiva. Son veinte camas y regularmente están ocupadas unas cuatro o seis de ellas. Le asiste Jesús, un ayudante de enfermero. El médico en turno generalmente es un joven interno de esos que le llaman Residentes de nivel 2 o 3. Pero atiende varios pisos del hospital. Por lo general, Rosario hace el rondín y sólo si hay alguna emergencia llama al médico.

Los parientes no pueden estar en el turno de la noche y los más aprehensivos se quedan en la habitación asignada al paciente recién ingrese.  Esas habitaciones están en otro piso del edificio.

Para que los parientes cercanos ingresen a visitar al interno, se les limita a solo quince minutos y solo puede ser una persona a la vez.

Rosario acababa de dar el rondín reglamentario, serían las 3 de la madrugada. Se sentó en la recepción de enfermería y observó que el monitor del paciente de la cama 18 estaba registrando una alteración en su ritmo respiratorio.

—Debe ya estar agonizando—pensó—es paciente terminal.

Alberto era un joven de escasos veintisiete años, tenía cáncer terminal, linfoma no Hutchkin, con células T, las más agresivas. Un cáncer silencioso que afecta al sistema linfático. Los ganglios se inflaman y cunden por todo el cuerpo, como si fueran racimos de uvas, van oprimiendo al sistema digestivo y respiratorio, acabando con el enfermo al inhibirle la respiración. Las quimioterapias alargan la vida más no lo curan. Normalmente no tienen dolor, solo van asfixiándolo lentamente.

De haber sido un joven hermoso, de cuerpo musculoso, cabello quebrado negro, una barba partida y ojos color miel, con la enfermedad y las “curaciones” se había tornado en un escuálido esqueleto cubierto de pellejos y ojerosa  mirada triste.

Sabía su destino y casi ya no hablaba.

—Sigue respirando demasiado rápido, mejor me doy una vuelta—, dijo Rosario en voz alta, tratando de que Jesús la escuchara, pero el asistente no respondió., seguía roncando a pierna suelta en un rincón del salón.

Mientras caminaba Rosario en dirección a la habitación, sus zapatos blancos de suela de hule rechinaban  y se amplificaba el sonido ante el silencio del corredor.

Al entrar a donde estaba la cama 18 y para su sorpresa, vio que un hombre de unos cincuenta y tantos años, canoso y medio calvo estaba junto a la cama, observando al muchacho que respiraba agitadamente.

Rosario aclaró su garganta tratando de llamar la atención del hombre  pero éste ni se inmutó.

—Señor, señor, ud. no puede estar aquí, no son horas de visita—, dijo la enfermera.

El hombre alzó la mirada, se le quedó viendo fijamente con sus ojos color miel, similares al del paciente,  y volvió a ver al muchacho. No dijo palabra alguna.

Rosario tomó el timbre de emergencia para llamar a Jesús. Fue inútil, el asistente no llegó. Rosario, desesperada, tanto por la respiración acelerada del joven paciente como de la actitud desobediente del pariente que lo acompañaba, tomó el teléfono y marcó a la extensión del médico de guardia. Nadie respondió.

—Insisto, señor, estas no son horas autorizadas de visita, le suplico que se retire, voy por el médico de guardia y cuando él llegue, no quiero verlo a usted. Dijo Rosario en tono molesto y  terminó: ¡Evíteme que pida a seguridad que lo retiren!

El hombre volvió a mirarla por fugaces segundos y regresó su vista hacia el muchacho.

Rosario salió de la habitación, fue por el asistente y logró traer al médico. Los tres fueron rápidamente a la cama 18.  El hombre ya no estaba. La enfermera les comentó:

—Es extraño teníamos que haberlo visto salir. Es un solo pasillo.

El asistente dijo que había visto a un hombre entrar rumbo  a la cama 18 pero  que pensaba sería el Oncólogo, sin embargo, no lo vio salir.

—¡No! Repuso Rosario, el especialista me había llamado que no vendría.

El joven paciente ya no tenía signos vitales.

Después de confirmarlo, el médico de guardia pidió a Rosario que llamara a los familiares.

Se siguió el procedimiento de rutina. Subió la madre del joven paciente y su hermana. Una vez que terminaron de despedirse del difunto, Rosario se atrevió a preguntar por el Papá del muchacho.

—Su Padre falleció hace tres años—, dijo la afligida madre.

—¿Y el señor que vino a verlo hace rato?— preguntó la enfermera.

—¿Cuál señor? —  Inquirió la hermana.

—Nadie pudo venir a visitarlo, estábamos las dos solas—, completó la madre.

—Un señor como de unos cincuenta y tantos años, canoso, medio calvo…tenía los ojos del mismo color que los de su hijo. Pensé que sería su padre—, expresó angustiada la enfermera.

—No puede ser, dijo la hermana, mi Papá era como usted lo describe, pero él ya se fue hace tres años.  Es más…— y tomó de su bolso una cartera con fotografías, mostrándole la de su padre.

—-¡Es él! —, dijo sorprendida Rosario.

—¡Sí! —, aseguró el asistente de enfermero.

—¿Habrá venido por él? —, inquirió la madre en medio de sollozos.

Nadie pudo quitarle de la cabeza a Rosario que el paciente terminal de la cama 18 había tenido visita, en plena madrugada y sin autorización del médico.

El hombre sin cabeza

                          El Ahau de Yo’ki’b(1)  estaba muy molesto. Noticias recientes le informaban de que había disturbios severos en Dani Baá (Bonampak).(2)     El sabía que de ninguna manera era un Imperio hegemónico y eso le imposibilitaba como monarca intervenir abiertamente en los acontecimientos de otras ciudades-estado.  Aunque la ciudad de Yo´ki´b era una de las más poderosas de la cuenca del Río Usumacinta y su rivalidad con Yaxchilán se había acrecentado, le preocupaba el futuro de Dani Baá. La cercanía de Yaxchilán con Dani Baá era de escasos dos días caminando por la selva o de un día en canoa, si se navegaba por el río, lo que facilitaba la injerencia comercial de una ciudad con otra. Lo que era insoportable es que estuvieran intrigando al Ahau de Dani Baá porque eso provocaba un desequilibrio político en la región.

Mandó llamar a Aal Chaac (hijo de relámpago), un hábil espía que le era útil para investigar e informar rápidamente de lo que estuviese pasando en otra ciudad. Hijo de relámpago tenía grandes cualidades lo que le permitía pasar desapercibido entre los enemigos. Sin ser muy joven, Aal Chaac poseía la seriedad y vitalidad necesaria para hacerse pasar como un  comerciante o porteador de alimentos. Aal Chaac se relacionaba fácilmente con la gente, cambiaba el tono de voz, poseía amplio vocabulario para asimilarse en cualquier poblado y tenía la experiencia de un jaguar para olfatear el rastro más insignificante, allegarse información y así dar con el enemigo.

El avesado espía llegó a entrevistarse con el Ahau y después de rendirle los honores que le corresponden como  gobernante, escuchó con detalle la misión que se le encomendaba. Acordaron que se haría pasar por un mercader de pinturas y joyas.

Las pinturas que vendería serían de dos tipos: las que usualmente se utilizan para el decorado de muros y frescos  —muy apreciadas por los arquitectos y artesanos— así como las pinturas que se utilizan para decorar  cuerpo y rostro. Estas últimas servían como ornamento de nobles, sacerdotes, guerreros y se les aplicaba a prisioneros de alto rango que fuesen a ser sacrificados.  La joyería que vendería sería a base de jadeíta, y “xixim” (conchas y caracoles de mar) que se utilizan para los grandes rituales.

A la mañana siguiente, cuando apenas iniciaban su canto las aves y la niebla de la selva húmeda se elevaba, Aal Chaac salió con su cargamento de mercancía. Lo  acompañaba su vasallo, un mudo que le era muy útil en este tipo de misiones.  Se embarcaron en el cayuco de madera de una sola pieza y comenzaron a remontar el río. El viaje les llevaría varias jornadas desde la “Gran Puerta” de Yo’ki’b(2) hasta Dani Baá.

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(1)Yo’ki’b («La Entrada» o «La Gran Puerta» ). 

 (2)Las poblaciones Mayas eran ciudades-estado  gobernadas por una casta noble y mantenían su hegemonía a través de alianzas, relaciones comerciales y en ocasiones vínculos matrimoniales.

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El río lucía hermoso, sus aguas diáfanas y cristalinas eran muy diferentes de las ocre y turbulentas en la época de lluvias. En ciertos tramos, la fronda de los árboles hacía un arco que mitigaba con su sombra los lacerantes rayos del sol. Los dos navegantes pasarían forzosamente por Yaxchilán  donde tendrían que aparentar ser comerciantes de Toniná y perder un día mercadeando para así no levantar sospecha alguna.   Así lo hicieron y en la siguiente jornada pudieron llegar sin contratiempos a su destino.

En el embarcadero, después de librar la garita de vigías se dirigieron al barrio de comerciantes y pidieron anuencia para mercar tal y como estipulaban los protocolos entre los Mayas.   Rápidamente se enteró Aal Chaac que un cruento levantamiento había sucedido hacía unas semanas y ahora un usurpador se ostentaba como el nuevo Ahau. Se trataba de Chan Muwan II (pequeño búho) que con un grupo de sediciosos guerreros había sorprendido al  joven e inexperto Ahau que gobernaba Dani Baá.

Veintinueve nobles de la corte del depuesto Ahau habían sido sacrificados sin misericordia ni ritual. El Ahau había sido hecho prisionero y su destino era un enigma en ese momento.   Por más que preguntó el nombre del depuesto gobernante nadie se atrevió a decírselo ante el temor de irritar a la nueva clase dominante que había decretado llamarle “el innombrable”. Su simple mención irritaría en especial a Chan Muwan II que se esforzaba por legitimarse. Chan Muwan II sustentaba su poder en el apoyo militar que estratégicamente le había dado su cuñado, el Ahau de Yaxchilán.

La esposa mayor o sea la mujer principal de Chan Muwan era la señora Chaak Conejo y habían vivido muchas jornadas ocultos en Yaxchilán ambicionando el poder. Finalmente lo consiguieron al avecindarse en Dani Baá y así orquestaron el golpe de estado.   Aal también se enteró de que el primer acto de gobierno del nuevo monarca usurpador había sido ordenar construir sobre la gran pirámide un edificio anexo —de tres cámaras o habitaciones— cuyos portales daban a la plaza principal. El edificio estaba colocado a propósito en una de las plataformas superiores de donde gobernaría a la vista de todos. La obra avanzaba rápidamente.

Esa misma noche, después de que terminaron las actividades comerciales, Aal fue a buscar a Ek Ku, un antiguo amigo suyo que pertenecía a la nobleza. Era oriundo de Dani Baá. Un hombre muy respetado por sus conocimientos en astronomía. El encuentro fue muy grato.

—¿Qué te trae por estos lares amigo?

—Comercio, comercio…

—Siempre tan ocurrente, por eso yo veo y callo.

—Necesitaré de tu ayuda…

—Sabes, Aal Chaac, que siempre cuentas conmigo—.afirmó Ek.

 

Y  gracias a sus recomendaciones, Aal pudo contactarse con los arquitectos que estaban construyendo para el usurpador. Les vendió con suma facilidad pinturas para el decorado del complejo arquitectónico. Eran pinturas, que además de ser de excelente calidad, ofrecían una variada gama de colores. Con la anuencia de los constructores, Aal tuvo oportunidad de entrar a ver las cámaras reales cuyos muros estaban ya aplanados y los artistas estaban trazando los dibujos ornamentales que cubrirían la totalidad de techos y paredes.    Permaneció por largos ratos viendo cada uno de los tres aposentos.  Su memoria fotográfica no perdía detalle. Su paciencia se asemejaba a la del Jaguar que observa con sus ojos penetrantes antes del felino ataque.

Las cámaras reales eran construcciones convencionales con sus techos en arco triangular —el llamado arco falso— pero los murales eran una obra monumental donde el Ahau pretendía legitimarse como gobernante narrando su historia y asumiéndose como protegido de los Dioses. En la segunda habitación observó a un Ahau vencedor… triunfante… sometiendo al joven prisionero. Ahí se detuvo a observar más tiempo. Volvería a tener más visitas al lugar que le darían la oportunidad de descifrar todos los mensajes contenidos en esas paredes.

Su llegada no había sido más que oportuna. Los dibujantes y arquitectos quedaron fascinados con los materiales que les ofrecía. Tal fue el revuelo causado por las nuevas mercaderías que el mismo Chan Muwan II lo mandó llamar y le compró pinturas corporales y joyería que ofrecía el supuesto comerciante de Toniná.

Hijo de Relámpago descansaba en la noche cuando escuchó ruidos afuera de la choza, pensó que seguramente era su vasallo que había tirado algún cacharro. Sin embargo, le pareció extraño ese descuido por lo que se bajó de su hamaca y, a través de las rendijas de los otates, se asomó. Vió que había llegado una anciana que trataba de darse a entender con el vasallo sin percatarse de que era mudo. Al ver que no había peligro, Aal salió al encuentro de la mujer.

—Buenas noches, venerable anciana, ¿Acaso la lechuza la orientó para llegar hasta aquí?

—No, gentil señor—repuso la desdentada vieja para continuar hablando mientras su lengua salpicaba saliva—me trae aquí una grave aflicción. Sé que uds. los comerciantes tienen formas de enterarse de muchas cosas por lo propio de su oficio.

—No siempre, no siempre, repusó Aal con su estilo de repetir dos veces la misma frase.

—Ha de saber que fui la nodriza del pequeño Balam, al que ahora lo tiene prisionero el traidor Chan Muwan II. Este tirano ha tenido la osadía de marcarlo como “innombrable” quitándole toda su dignidad de Ahau. Pues bien, yo sé que el Ahau de Yo’ki’b le tiene bastante afecto a mi amado Balam. Temo por su vida y quisiera ver si ud. tiene forma de mandarle aviso para que ayuden a rescatarlo. Mucho se lo ha de agradecer el corazón de esta anciana que su vida se desgrana como la mazorca del sagrado maíz.

—¿Pero dónde lo tiene oculto? Es tanto el temor que infunde el Ahau Chan Muwan a la población que nadie revela nada. ¿O acaso las lenguas de las serpientes son tan veloces que no hay ojo humano que se percate de ellas?

—Descuide ud. que para el corazón de una mujer que amamantó a una criatura, aunque no sea su hijo, no hay miedo ni misterio que la detenga. A Balam lo tiene encerrado en la gruta del Cenote seco—. afirmó con voz temblorosa —Está fuertemente vigilado por los hombres que vinieron desde Yaxchilán, esos que yo le llamo traidores de Yaxchilán—. afirmó con un dejo de odio.

—Vaya a descansar, admirable madre, yo habré de mandar al propio con el gran señor de Yo´ki´b para pedir su ayuda—, concluyó diciendo Aal mientras le daba unas palmaditas a la vieja y le rendía las caravanas de respeto —que nuestra madre Ixchel y los señores de la noche la guíen y acompañen.

La anciana se desvaneció en medio de la niebla que servía de cortina a la oscuridad de la selva.

Despuntaba el amanecer cuando el ruido de las chachalacas alertaban ya del veloz vasallo que había salido con rumbo a Yo´ki´b. Embarcó en un cayuco y se fue vadeando el río, contracorriente, un esfuerzo grande para un solo hombre. Muchas jornadas le esperaban antes de llegar con el críptico mensaje escrito en un pergamino de amate para el Gran Señor.     Por su parte, Aal continuaba haciéndose el proveedor favorito de los constructores y a la vez del Ahau Chan Muwan II.    Visitaba a los pintores para asesorarles sobre cómo mezclar los materiales. En la noche anotaba los detalles observados de los murales tratando de descifrar las claves de lo que expresaban paredes y techos. Los trazos estaban ya terminados en tinta roja, a excepción de un espacio central en la segunda cámara que extrañamente permanecía en blanco. Los artistas iban rellenando de color, con una velocidad digna de admirarse, combinaban la riqueza cromática de las pinturas suministradas por Aal con una narrativa que aparentaba ser muy explícita en cuanto a propaganda política se refiere y que sin embargo encerraban un gran misterio. Aal se obsesionaba por descifrar las pistas que señalaban el propósito de esta obra singular. A solas, en la oscuridad de su choza y bajo la parpadeante luz de las antorchas, iba reuniendo las evidencias.

FESTIVA 1             MUSICOS 1

Primer cámara: Procesión de sacerdotes y nobles. Los nobles charlan entre ellos. Una orquesta se despliega, tocan trompetas de madera, tambores e instrumentos diversos. Unos guerreros con manos de crustáceos verdes acuden al encuentro.

Conclusión:

Confabulación – preparan evento, pudiendo ser guerra o acometida militar. Acontecimiento consumado: Golpe de estado al Ahau Balam.

PRISIONEROS DE GUERRA 1

 

 

 

 

 

Segunda cámara: La guerra en su apogeo. Prisioneros con deformación craneana diferente a la de Ahau Chan Muwan II. Presumo son de la estirpe del Ahau Balam derrocado. Se les han arrancado las uñas como forma de tortura y se percibe que los preparan para el sacrificio. Al centro está el Ahaw Chan Muwan II triunfante, se exhibe como enlace de los Dioses y los hombres terrenales, hay un espacio sin dibujo ni pintura. Enigma a descifrar.

Conclusión:

La acometida fue de un gupo de insurrectos, compacto, bien pertrechados. Rompieron las nobles reglas de la guerra. Mataron sin piedad ni efectuaron los rituales de sacrificio aceptados entre nuestros pueblos – Faltaron el respeto a los señores dioses. Ahau Chan Muwan II muestra su soberbia prepotente como usurpador. No hay presencia del Ahau Balam.

GUERRA 1 DAMAS 3

 

 

 

 

Tercer cámara: Ceremonia festiva. Celebran triunfo los usurpadores con bailarines ricamente ataviados, usan máscaras de dioses. Se ve la familia gobernante haciendo autosacrificio de gratitud, se punzan lengua con agujas de maguey y sangran. Las mujeres se introducen mecates en los orificios de sus labios. Fechas numerales y nombres de los participantes. Está entre ellos el Ahau, la Señora Chaak Conejo y la  suegra. Hay en un costado del muro otro espacio sin terminar.

Conclusión: Ahau Chan Muwan II conmemora el único evento militar importante de su vida, erigiendo estos aposentos para legitimarse y a la vez se hizo pintar divinizado.

Mientras tanto, a Yo’ki’b había llegado ya el vasallo mudo. Presuroso fue al palacio real a entregar el pergamino. Casi de inmediato lo recibió el Ahau. Estaba en su trono sobre pieles de lince y jaguar. Al leer el mensaje se puso de pie y sus puños se crisparon mientras continuaba leyendo el pergamino. Su semblante cambió de aspecto mostrando una ira incontenible. En el acto mandó reunir a sus nobles guerreros. Formó una brigada que habría de pertrecharse para salir de inmediato hacia Dani Baá. La encomienda era clara: rescatar al Ahau Balam prisionero. Para ello no podrían navegar cruzando por Yaxchilán. A una distancia razonable habrían que remontar la selva y montaña, literalmente rodeando a Yaxchilán y llegar a Dani Baá por la parte posterior y atacar a los guardias del Cenote seco, de tal suerte que liberaran al prisionero por sorpresa y se replegaran. Después vendría la gran guerra contra el usurpador y los traidores de Yaxchilán.       Los guerreros se retiraron haciendo reverencias y preparándose para la encomienda. Al vasallo mudo le encargaron llevar nueva mercancía y aparentar su rutina normal navegando por el río.

Hijo de Relámpago salió de los aposentos con gran desesperanza. Aal deducía que no transcurriría mucho tiempo para que el Ahau Balam fuese sacrificado. La ayuda desde Yo’ki’b dilataría tanto como el doble de las jornadas que su vasallo hubiese tardado en llegar con las noticias. Había que articular una estrategia de emergencia que pudiese salvar al joven gobernante depuesto. Pero, “¿Cómo? ¿Cómo burlar la vigilancia tan estrecha? ¿Cómo engañar al usurpador para que pudiese escapar sin ser sorprendido?”

Esa noche le revoloteaban los pensamientos como el enjambre de moscos que, sedientos de su sangre, zumbaban en su cabeza. Desesperado, Aal salió de su choza y fue en busca de su buen amigo Ek Ku. Ek era un hombre rico y su residencia constaba de diversas chozas circundantes a una plaza solariega.

Desconcertado por la sorpresiva llegada de Aal, Ek salió de sus aposentos y para que no fueran escuchados, se alejaron hacia la cocina. Junto a una agonizante hoguera conversaron en voz baja. Aal explicó la urgencia de rescatar al Ahau Balam ante la inminente conclusión de los murales que sería motivo para celebrar y buena razón para su sacrificio.

—¿Tienes idea del riesgo que significa liberarlo?

—Lo sé amigo Ek, se desatará la ira de Chan Muwan II y de los jerarcas de Yaxchilán— repuso Aal —sin embargo, de no intentarlo, yo fracasaría en mi misión.

—Déjame pensar— y Ek bajó la mirada hacia la fogata sosteniéndose la barbilla con su mano derecha. Aal lo miraba fijamente, confiado en que la sabiduría y experiencia de Ek pudiera proponer una estrategia conveniente. Pasaron varios minutos hasta que Ek esbozó una sonrisa maliciosa y dijo:

—¡Ya sé lo que podemos hacer! Organizaré un festejo para Chan Muwan y su corte. Su debilidad es beber Balché* y Saká* por lo que podré distraerlos y quedarán en un estado que difícilmente tendrán raciocinio al día siguiente. ¡Ja,Ja,Ja!

—¿Pero y los guardias del cenote seco?¿Cómo los burlamos? Preguntó angustiado Aal.

—Debemos conseguir a una mujer que les ofrezca pozol con adormidera para facilitar la huída.

—Conozco a la madre de crianza de Ahau Balam, ella sería de confianza. Además por ser anciana no despertaría sospechas.

—Me parece bien. Hoy hago los preparativos para la fiesta de Chan Muwan II y tu debes aleccionar a la anciana. Te mando avisar cuando todo esté convenido.

Aal salió reanimado al sentir que aún brillaba luz de esperanza. A media mañana se dio a la tarea de buscar a la anciana y explicarle todo el plan. Ella debería preparar un delicioso pozol con adormidera y asegurarse que todos los guardias del cenote seco lo ingirieran. Ella debería esperar a que se le dijera el momento idóneo. Sin embargo, ella propuso hacer lo que acostumbra para eliminar los nidos de ratas:

—Las ratas mandan a la más anciana a buscar bocado. Si la rata regresa sana o no es atrapada, es señal de que el alimento es bueno y no hay peligro— dijo la anciana—. Así lo haré desde éste crepúsculo, pasaré por el cenote viejo llevando mi guaje con pozol sin adormidera, habré de escanciarlo a los jóvenes guardias. Así los acostumbraré a que confíen en mi y daremos tiempo para que el día del gran festín en homenaje al Ahau Chan Muwan se lleve a cabo.

—No cabe duda, madrecita, que la sabiduría de Ixchel te ilumina como la luz de la luna amorosa excita a las semillas y plantas para crecer frondosas.

—¡Déjate de zalamerías, Aal! Véte a cosechar más chismes de esos que pintan los presagios de la muerte de mi niño Balam y celebran al usurpador.

Y así lo hizo Hijo de Relámpago.

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*El balché, «vino sagrado» producto de la corteza de un árbol. Saká, «pozol sagrado»; árbol y maíz, plantas sagradas, significan vida y fertilidad. Utilizadas aún hoy en día en ceremonias como ofrendas para pedir ayuda y dar gracias al Dios Chaak por la lluvia en la milpa y la protección de los animales.

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Fue a las construcciones y al entrar a la segunda cámara vió que estaban construyendo una especie de banqueta o trono pegado a la pared. La parte central tenía una oquedad y aparentemente tendría una tapa de basalto labrada. Vendría a ser el trono propiamente dicho. Aal se preguntó a sí mismo: “¿Para qué el hueco?”

Los murales estaban ya casi terminados. La técnica seguida a base de cal aguada pigmentada daba un bello aspecto a todos los dibujos. El maestro pintor y sus ayudantes daban los últimos toques aunque permanecía el espacio en blanco a los pies del Ahau Chan Muwan. Se veía el yeso fresco, sin trazos ni pintura.

—¡De todas las ciudades que en que he mercado, en ninguna he visto tan hermosos apostentos! — exclamó Aal.

El maestro pintor cambió de semblante mostrándose gratificado y respondió:

—Son para mostrar la grandeza del Ahau Chan Muwan que es predilecto de nuestros señores los dioses.

Cuando Aal estaba por retirarse, llegó un emisario del Ahau para suplicarle fuese al palacio real pues su señor le requería. Aal tomó sus bultos con las mercaderías y siguió al emisario.

El Ahau se mostraba eufórico y lo recibió rompiendo el protocolo, como buen usurpador que no fue educado para ser rey.

—¡Amigo Aaal…el noble Ek Uk me ofrecerá un agasajo por mi asunción al mando y me urge contar con pinturas para decorar mi cuerpo!

—Gran señor Chan Muwan II sus deseos son órdenes para éste humilde mercader. Permítame mostrarle estos pigmentos que son los usados para festividades sociales.

Hijo de Relámpago desplegó sus mantas y colocó las vasijas mostrando la amplia gama de colores. El Ahau empezó a elegir como si fuese un niño pequeño.

De pronto, tomó un grupo de pinturas cuyos colores eran los utilizados para ungir a las víctimas de sacrificio.

—Señor nuestro, esas pinturas no son adecuadas para una fiesta. Son las que usamos para pintar a nuestros prisioneros en las ceremonias de sacrificio— dijo Aal en voz comedida.

También quiero de éstas—. Repuso tajante Chan Muwan.

Aal lo observó discretamente y vio en su rostro una expresión de engreímiento.

—Entonces también deseará Chak kancab (cinabrio)—. afirmó categórico Aal.

—¡No! No necesitamos Chak kancab para acompañar en su viaje a los muertos de mi estirpe. Aquí no tenemos nobles que hayan muerto recientemente, ni espero que haya un deceso en años.

Y con un ademán supersticioso alejó la vasija que contenía el pigmento funerario. Parecía como si hubiese visto a una ave de mal agüero o tratase de alejar al mal de ojo.

Terminó la transacción y ya en un estado más afable el Ahau Chan le invitó para el festín que habría de celebrarse en dos días.

Los dos días le iban a resultar eternos a Hijo de relámpago. Hacía los cálculos sobre el viaje de su vasallo y la posible llegada de los refuerzos. El tiempo estaba muy justo. Lo que le preocupaba más era el interés del Ahau por hacerse de las pinturas corporales que se usan para untar los cuerpos de los sacrificados. ¿Y el rechazo del Chak kancab? ¿Por qué enfatizó tanto en rechazarlo? ¿Acaso piensa retener por largo tiempo al prisionero y de esa forma atenuar el recuerdo de su reino? ¿O significaba que aún no tenía planes para sacrificar al Ahau Balam o posiblemente como lo calificaba de “innombrable” pretendía inhumarlo sin ningún respeto a su investidura?

La anciana madrecita le fue a ver a su choza y le informó que todo iba como lo habían planeado. Diariamente pasaba con su bule de pozol, se los ofrecía a los guardias del cenote seco y se los servía en jícaras. Ellos mostraban ya su aprecio  a la bondadosa anciana y el recelo que pudiesen tener ya se había desvanecido.

—En dos días habrá el festín, venerable madre.

La anciana sonrió mostrando su boca desdentada.

—Ya aparté la mejor adormidera de la región. Los muchachos van a dormir como si estuviesen en el xibalbá (inframundo).

Los dos rieron de buena gana.

En la tarde, Aal se encontraba descansando en su hamaca cuando llegó un enviado de Ek Uk para participarle que le invitaban al festín que habría de ofrecerse en honor del Ahau Chan Muwan II. Aal agradeció la invitación y se puso a escombrar su vivienda. Le quedaban pocos días en Dani Baá. Al poco rato escuchó que alguien se acercaba. Se asomó y vio a su vasallo que llegaba cargado de mercaderías. Le dio mucho gusto el rencuentro lo que anunciaba buenas noticias. Aal abrigaba la esperanza de que todo saldría muy bien.  Se metieron a la choza y a señas, como siempre se entendían, el vasallo le explicó que el Ahau de Yo’ki’b estaba muy molesto y que había ya mandado a un grupo de valientes guerreros al rescate del Ahau Balam.

Eso confirmaba que su estrategia caminaba a la perfección.

Desesperado, Aal le pedía que le dijera los días que faltaban para que llegaran los refuerzos. El vasallo calculó que debido a la desviación para no pasar por Yaxchilán llegarían en dos o tres días.

Aal deseó con el corazón que fuesen los dos días para que coincidiera con el festín y así, ya embriagados los nobles, adormecidos los guardias, pudiesen escapar con el Ahau Balam.

 

Cuando ya habían transcurrido los dos días sin novedad. Aal se alistó para ir donde se realizaría el festín. Era la residencia de Ek Uk y ahí llegaría el Ahau Chan Muwan II acompañado de su corte y todos los invitados.

Al llegar, Ek Uk estaba en el pórtico de la entrada que daba a la plaza solariega. Muy solemne recibá a los huéspedes y con la misma solemnidad lo hizo para con su amigo Aal.

Ya estaban apostados los guardias que se encargaban de la seguridad del Ahau.

Había una tarima construida en la plaza y sobre ella estaban los tronos de madera para que presidiera el vento el noble gobernante y sus mujeres. El trono principal estaba cubierto con una hermosa piel de jaguar. Se habían dispuesto sillas de bejuco por toda la plaza con mesas pequeñas para los comensales invitados. Dejaron al centro un espacio libre para los bailes y en un templete ya estaban los músicos instalados afinando sus instrumentos.

Iban llegando los dignatarios lujosamente adornados y ocupaban distintas esteras. Había nobles, comerciantes importantes, militares e invitados que se sentaban alrededor de la plaza. El trajín en la cocina era intenso. En unos grandes recipientes se preparaban las bebidas: Balché* y Saká*.

Cuando llegó el Ahau Chan Muwan II sonaron unas trompetas de madera y los tambores empezaron a tocar un ritmo solemne. Apenas se vio al Ahau, todos los músicos empezaron a tocar las melodías propias de la ceremonia de bienvenida, un ritual protocolario. Los incenciarios empezaron a despedir el aromático humo del copal. Los chamanes estaban encargados de alimentar los incensarios de barro con figuras de los dioses. Los incenciarios eran de una altura casi similar a la de un humano adulto. De una esquina salieron los danzantes acompañados de enanos que hacían malabares, festejando la llegada del gran señor.

La fiesta era por demás fastuosa.

Aal sabía que no sería pertinente acercarse al Ahau mientras éste no diera la señal de aceptar que los súbditos convivieran con él. Solo permitían subir a la plataforma a sus allegados y al anfitrión Ek Uk.

La oscuridad se había adueñado del entorno y sólo las antorchas —como iluminación de la propia fiesta— permitía ver a la concurrencia. Con la luz que proyectaban esas antorchas se reflejaban sombras de los asistentes sobre las fachadas de los edificios que eran de piedra caliza color blanco.

Entre la penumbra,  Aal trataba de observar al Ahau. Iba lujosamente ataviado con un enorme penacho similar al que estaba plasmado en uno de los muros de los aposentos. De su cintura pendían joyas, ornamentos y telas.  De pronto, vio que de su capa traía aderezado el cráneo de un descabezado. Eso se estilaba para mostrar como trofeo a un prisionero vencido en la batalla.

Se le erizó la piel a Aal sospechando lo peor. La deficiente iluminación no le permitía ver más. El Ahau y su corte empezaron a comer y beber. Los sirvientes prodigaban ricos y variados platillos que iban desde faisán en pibil, venado, poc chuc de jabalí, frutos de la selva, tamales, frijoles y bebidas en abundancia como los embriagantes Balché* y Saká*. Aparentemente Ek Uk se encargaba de hacerlos beber con profusión.

Aal decidió salirse de la reunión y dirigirse hacia el complejo que estaba en construcción. Para ello, se hizo de una antorcha con la que iluminó su camino. Subió presuroso la escalinata. Al llegar a las nuevas construcciones, entró y se quedó estupefacto al iluminar los murales de la segunda cámara. Parecía estar ya terminado. El espacio que por semanas había permanecido en blanco estaba completamente dibujado y pintado. Mostraba el cuerpo inerte del noble Ahau Balam a los pies del usurpador.  Recordaba que aparte de este mural, en el tercer aposento a un costado de la pared principal otra de las pinturas faltaba de terminar.

Sin embargo, ésta que era la principal,  a los pies de Chan Muwan II la ilustración estaba concluida. Mostraba la imagen del hombre joven sacrificado.  Aal se quedó pensativo y luego Aal alumbró hacia la banqueta. Vió que también ya estaba totalmente concluida. Descubrió que la loza del trono estaba recientemente colocada. Recargó la antorcha y con gran esfuerzo levantó la pesada piedra. Apenas si llegaba la tintilante luz, pr ello, con una de sus piernas acercó lentamente la antorcha para que iluminara mejor.

¡Había un cuerpo!

Era el cadáver de un hombre decapitado que se encontraba sepultado bajo. Observó que sus mandíbulas inferiores habían quedado adheridas a la piel del cuello. Los dientes estaban limados con incrustaciones de piedras preciosas que brillaban con la luz. Esa era la señal de que su linaje pertenecía a la nobleza. Junto al cuerpo había una urna de alabastro blanca que había sido atravesada a propósito con un cuchillo de obsidiana. Era como un mensaje críptico para decir que algo estaba destruido con toda la intención. Una xixim (concha de mar) rosada se encontraba en la sepultura sin cinabrio.

—¡Claro! — pensó Aal —¡No tiene Chak cankab porque no quiso encaminarlo al inframundo como noble sino como innombrable!  Y el cráneo arrancado era el que pendía como adorno en su capa.

El cuerpo del hombre sin cabeza estaba ataviado conforme la usanza del ritual de sacrificio para los vencidos hechos prisioneros. Coincidía con las joyas y pinturas que Hijo de Relámpago le había vendido a Chan Muwan II.

Todas las sospechas indicaban que se trataba del cadáver del Ahau Balam.

En eso, Aal escuchó ruidos provenientes de un extremo de la plaza. Parecía que se aproximaban personas. Podrían ser  guardias. Presuroso, Aal apaga la antorcha, sale y se desliza en la oscuridad escondiéndose detrás de los aposentos.

Pasado el peligro, se dirige velozmente hacia el cenote seco.

En el camino se tropieza con un bulto. Es un cuerpo humano. Trata de ver de quién se trata. Lo mueve y descubre que es el cuerpo de la venerable madre.

Una lanza le había atravesado por la espalda. Alrededor de la anciana estaban esparcidas sus jícaras y el bule tirado en medio de un charco de pozol.

Horrorizado, Aal continúa hacia el cenote seco.

No hay guardias ni rastro de algún prisionero. Revisa el lugar pero ya no hay nadie. Aal siente desfallecerse.

Súbitamente percibe que alguien se acerca al lugar  pero él se encuentra totalmente en un descampado que no le permite esconderse. Descubre que quienes se acercan son su vasallo y viene acompañado de los guardias enviados por el Ahau de Yo’ki’b.

—Llegan tarde amigos. El Ahau Balam ha sido sacrificado—. Dice con profunda tristeza Hijo dell relámpago.

—Tuvimos que rodear con sigilo Yaxchilán, eso dilató nuestra llegada­—. Contestó el hombre que comandaba el destacamento.

—Lo único que nos queda es atacar al usurpador pero desafortunadamente cuenta con mayor número de fuerzas militares que nosotros. Puede que para este momento ya estén embriagados, sin embargo son muy numerosos y a su guardia personal no se les permite beber por lo que estarán muy alertas.

—Si acepta consejo noble Aal, repleguémonos. Vayamos de regreso a Yo’ki’b y esperemos las instrucciones de nuestro monarca.

—Lo veo sensato pero sería mejor que yo permanezca aquí. Soy de mayor utilidad haciéndome pasar por mercader y obtener información clave para ustedes. Dile a mi señor Ahau de Yo’ki’b que estaré atento para orientarles en la estrategia y debilidades que tenga nuestro enemigo.

—No perdamos tiempo. Su voz se escucha y obedece­.

Los guardias hicieron una reverencia y se retiraron.

Hijo de relámpago, acompañado de su vasallo, se dirigió hacia el lugar del convite. Iba descorazonado.

Entró al festín y éso era una locura. Nobles, militares y comerciantes todos embriagados. Unos aullaban, otros dormitaban en las esteras.

Aal se acercó a donde estaba Ek Uk. Lo notó extraño a pesar de que estaba completamente sobrio.

—Noble amigo, fue demasiado tarde. El Ahau Balam ha sido sacrificado.

Ek Uk se le quedó mirando fijamente e hizo un ademán con la mano.

En ese momento se aproximaron unos guardias y sujetaron fuertemente a Aal.

—¿Qué pasa? — preguntó sorprendido Hijo de relámpago.

—Lo que pasa— rió Ek Uk —¡es que eres demasiado ingenuo! Nunca debes de confiar en tus amigos que como yo, vivimos cómodamente, cerca del poder y rodeados de riqueza. Pensaste que yo sería leal al Ahau de Yo’ki’b cuando mis intereses están aquí y para mí lo más fácil es estar detrás del trono de un usurpador, débil y borracho.

Aal lo miraba impávido.

Fue hecho prisionero.

Al día siguiente, como acto de tortura, fue llevado al aposento donde el maesttro pintor y sus ayudantes terminaban el tercer salón. Un prisionero suplicante se postraba a los pies del gran Ahau Chan Muwan II. En otro de los muros se mostraba al hijo heredero de la nueva dinastía, el linaje Muwan. A los seis días Aal fue ungido con sus propias pinturas para alistarlo al ritual del sacrificio y en la gran plaza de Dani Baá fue decapitado.

La noticia llegó pronto a Yo’ki’b y la ira del Ahau gobernante fue incontenible. Emprendió una feroz guerra contra las dos ciudades Yaxchilán y Dani Baá.Una serie de batallas conformaron esa guerra implacable que conduciría a la ruina y abandono posterior de Dani Baá. El heredero de Chan Muwan II nunca llegaría a gobernar.

La selva devoró a Dani Baá ocultando sus edificios y templos. Tuvieron que pasar muchos siglos antes de que los ojos humanos volviesen a ver de nuevo los murales del ignominioso reinado de un usurpador: Chan Muwan II.

Y fue hasta 2009 cuando los arqueólogos removieron una loza en el aposento número dos para descubrir a un hombre sepultado en una cripta debajo del trono. Era una tumba sin cinabrio, el polvo rojo-naranja que ayuda a conducir a los nobles muertos hacia el inframundo. El entierro era del hombre sin cabeza.

 

Juan Okie G.

 

Peritaje del hallazgo arqueológico de 2009:

  • El linaje gobernante se identificó por sus deformaciones craneanas.
  • 29 esqueletos de hombres jóvenes y maduros, del mismo linaje denotan haber sido sacrificados al mismo tiempo. Sus restos óseos nos muestran Osteoartritis como otro  indicio de parentesco.
  • Se sabe son nobles porque sus dientes están limados a la usanza de la nobleza de ese tiempo y además están adornados con incrustaciones de jadeíta, lo que denota un nivel  jerárquico superior. Las incrustaciones en el maxilar superior, en 4 incisivos superiores es reflejo cultural de la alta élite gobernante.
  • El esqueleto del Ahau depuesto fue hallado en un sepulcro bajo la banca o trono de loza ubicado en el aposento número 2. Una señal inequívoca de que el usurpador deseaba mantener su poderío sobre el espíritu del hombre sacrificado que está sin cabeza.
  • El linaje derrotado es de la nobleza de Bonampak.
  • Hay un claro indicio de la usurpación. La cabeza del usurpador y sus familiares no tienen la misma deformación craneana que la nobleza depuesta. Chan Muwan II consigue el trono en una batalla entre dos grupos muy reducidos por la toma de territorio o de prisioneros.
  • Los prisioneros mostrados en el otro extremo del cuarto, sin uñas, están a punto de ser sacrificados o muertos. Su madre y esposa Yaax conejo, se les conoce por su caracol femenino. La esposa era hermana del Ahau de Yaxchilán “Escudo Jaguar”.
  • Como eran reinos vecinos se denota una clara acción de expansión del área con la ayuda de un aliado poderoso. Sellado el pacto, el refugiado en Yaxchilán, gracias a su cuñado que le ayuda a obtener el trono, les permite dominar totalmente la región y los murales tenían el propósito de eternizar la gloria de su linaje.
  • La Banqueta o Trono del salón 2 era para asuntos rituales o administrativos. Simbolizaba que eran intermediarios entre los pueblos y los dioses. Bajo el trono está la cripta de 60cm X 2m X 60cm.

El último cuarto (3) representa el inicio del reinado de Chan Muwan II con un ritual con maracas que dan poderes mágicos, el personaje principal está en un  palanquín, hay  elementos celestes del ritual maya. Las mujeres importantes, de la nobleza, están en autosacrificio. Se perforan la lengua y se pasan un mecate o soga, se sabe que una de ellas es la señora Yaax Conejo.

 

 

 

 

 

La Tina

Nunca había estado en San Salvador. Una ciudad centroamericana semi-tropical donde el desordenado crecimiento urbano ha deslavado su sabor local transformándola en una urbe cosmopolita de gris personalidad.
Amanecí en un hotel como cualquier hotel de cinco estrellas del mundo. Me asomé por la ventana y ví destacándose en la esquina de una plaza comercial, un Kentucky Fried Chicken, como cualquier otro del resto del globo.
Anoche llegué en un vuelo comercial desde la Ciudad de México. Eran pasadas las diez de la noche. Estaba cansado no tanto por el vuelo sino por la larga fila de migración donde se tenía que pagar diez dólares antes de pasar a que le revisaran a uno el equipaje.
Tomé un taxi para ir al hotel donde me registré. Ya tenían lista mi reservación por lo que el trámite fue muy rápido. Me sorprendió un poco el recepcionista que apenas me acerqué a su mostrador me había saludado familiarmente con mi nombre y apellido.
El bell boy llevó mi equipaje y me entregó la llave electrónica. Le di su propina de rigor y cerré la puerta. Realmente estaba cansado.
Sólo entré al baño a cepillarme la boca. La blanca y felpuda cortina estaba completamente corrida, supuse que había una tina.
Después de desnudarme, apagué la luz y dormí sin sobresaltos.
Era un nuevo día, me desnudé y me dispuse a bañarme.
Entré al baño y al recorrer la cortina descubrí que la tina estaba llena de sangre como si fuera un estanque rojo y se asomaban partes de un cadáver cuyas extremidades eran de un blanco casi transparente.
Horrorizado no supe que hacer.
Me preguntaba si debía llamar a la policía pero, ¿cómo explicar que toda la moche había pasado con un cadáver en mi cuarto sin que me hubiese percatado?
Luego pensé en huir pero rápidamente lo deseché pues tenían todos mis datos, numero de pasaporte y es más, el recepcionista me había nombrado con esa extraña familiaridad que me había sorprendido.
¿Sería una trama?
Ahora bien, si me iba al aeropuerto, desconocía los horarios y vuelos para alejarme del país, sin embargo dejaba yo la evidencia de mi presencia en ése cuarto y me declaraba automáticamente culpable de un crimen que yo no había cometido.
Además de un momento a otro llegaría la mucama a asear el baño, por lo que opté en vestirme, colgar la tarjeta de NO MOLESTAR en la manija de la puerta e irme a desayunar procurando ser muy visible a todo el personal y transmitir una seguridad que sería prueba de mi inocencia Ya en el restaurante, tenía poca hambre, más bien me invadía un tremendo asco. Terminé firmando la cuenta y al subir ví que la habitación contigua estaba abierta. De pronto pensé en la coartada perfecta. Mover el cadáver a ésa habitación. Alcé la mirada rastreando la posibilidad de detectar cámaras de vigilancia. Hasta donde mi vista alcanzaba no existía alguno de ésos dispositivos.
Un carrito de ropa sucia e implementos de aseo se encontraba junto a la puerta de seguridad. Lo tomé y rápidamente lo metí a mi habitación. Quité sábanas y toallas del contenedor. Drené la tina y cargué el inerte bulto con gran dificultad hasta meterlo en el carrito.
Me asomé por el corredor. No había “moros en la costa”.
Saqué el cadáver y lo introduje rápidamente en la tina de la habitación contigua. Procuré no dejar huellas mías en el cerrojo.
Devolví el carrito con toda la ropa sucia a su lugar de origen.
Me serené. Lavé escrupulosamente el baño. Me bañé y volví a vestir.
Era hora de irme a una cita de trabajo que tenía en el centro de la ciudad.
Ya en la tarde regresé. El recepcionista me saludó cordialmente y subí a mi habitación. No había nada irregular, ni sellos de esos que pone la policía cuando realizan la investigación de un crimen.
Mi cuarto estaba perfectamente aseado, la cama tendida y me cercioré de que en la tina no hubiera otro cadáver.
Prendí la televisión y esperé al corte informativo para ver si no salía nota sobre el crimen.
No hubo mención alguna.
Merendé en el restaurante y me subí a dormir apaciblemente. Me parecía que todo había sido una pesadilla y estaba fatigado por tanta descarga de adrenalina.
Acabo de despertar y al dirigirme al baño me encuentro con la terrible sorpresa de que ahora en la tina estaba otro cadáver. Es de una mujer joven, delgada y de cabello castaño.
¿Habrá otra habitación abierta? ¿Un carrito de ropa sucia?
Afortunadamente tú que estás con mayor serenidad que yo, me puedes aconsejar. ¿Qué hacemos?

El enterrador

La vida en el pueblo era tan rutinaria como las campanadas que daba el reloj de la iglesia.
Ismael había crecido rodeado de féretros, candelabros y olor a parafina. El aroma de los muertos era más adulzado y semejante al perfume que despiden las varitas de nardo. Desde que su padre había fallecido, Ismael era el único enterrador en Santa María del Jaguey. Se había encargado del negocio por inercia. Para él no existía otro horizonte laboral que la sepultura de quienes morían en su pueblo y rancherías aledañas. El camposanto había sido el lugar donde de niño jugaba. Aprendió a leer repasando los nombres, fechas y epitafios grabados sobre mármoles y granitos de las tumbas. Las letras R,I,P se repetían con frecuencia. Ya de adolescente descubrió que eran abreviaciones en latín para “descanse en paz”.
El muchacho frisaba los veinticuatro años, delgado, con una cabellera azul negra como el plumaje de los cuervos. Aunque de facciones angulosas, su piel blanca contrastaba con sus ojos azabache y unas ojeras permanentes que hacían de su mirada una triste expresión de abandono. Por respeto a clientes y dolientes, siempre vestía pantalón negro y chaquetín obscuro, sólo una camisa blanca raída del cuello contrastaba en su atuendo. Sus botines siempre terminaban polvosos por la faena de remover la tierra de las sepulturas.
Casi no salía a la calle a menos que fueran menesteres de su profesión. Ir a casa del difunto, amortajarlo adecuadamente y montarlo en su carroza fúnebre jalada por dos jamelgos: la Tórtola y Estrellita. Ya en su establecimiento, procedía al desangrado del muerto y en algunos casos, les acomodaba las tripas cuando hubiesen muerto por arma blanca. Rara vez los embalsamaba. Era laborioso y caro, casi nadie podía pagar un trabajo tan fino. Eso sí, después de ponerles las prendas que las familias disponían como las últimas que usaría el finado, les acomodaba el rostro para que se viesen lo más tranquilo posible y en el caso de las mujeres, les pasaba el carmín en labios y mejillas. Con una dulzura inusitada maquillaba a las damas. A todos sus muertos les metía en las narinas y orificios de los oídos, unas torundas de algodón impregnadas de una fórmula heredada por su Padre. Así retrasaba la descomposición interna y la velación podía resistir la llegada de los parientes que venían de lejos. Normalmente la velación era de un día de duración. Le daba tiempo de cavar la tumba y tener todo listo para el funeral. El personalmente se encargaba del enterramiento.
Cuando doblaban las campanas al vuelo, le traía a su memoria la alegría que reinaba en su casa. Era motivo de fiesta porque habría dinero para pagar deudas y comprar carne y que su madre –también fallecida—preparase un buen estofado
En los días en que no había muerto que atender, Ismael se sentaba junto a la ventana de su modesta funeraria. Abría de par en par los tablones de madera que servían de persianas y observaba a través del vidrio a los parroquianos que iban y venían por esa calle que era la principal.
Invariablemente todos los días pasaba la bella Angélica. Iba a la misa de doce y regresaba por la misma acera pasada la una menos cuarto. Llevaba misal, rosario y velo en mano. Siempre de vestido largo, ceñido a su delicada cintura con telas estampadas con motivos de flores en sutiles colores.
Era hermosa, parecía una muñequita de porcelana con un cutis rozagante, fresco, sin polvo o cosmético que le ocultara la delicada piel. Sus labios carnosos de un rojo casi violáceo mantenían una tímida sonrisa que emana alegría y bondad.
Si en el camino se le acercaba algún pordiosero, detenía su paso, abría un pequeño monedero y con sus delgadas manos entregaba un par de monedas. Cuando el clima le exigía mayor abrigo, usaba un chal tejido a mano con estambres gris y rosa.

Ismael no faltaba a la cita. Desde media hora antes, su corazón palpitaba de emoción por el fugaz encuentro. Ella habría de pasar y voltear hacia el ventanal.
Ismael pensaba que ella lo miraba, aunque viéndolo desde la calle, el luminoso reflejo del vidrio servía de espejo para que Angélica se detuviera y ajustara algún detalle en su vestimenta o se acomodase el cabello que caía en dorados rizos sobre sus hombros.

—¡Me ha mirado! – pensaba el joven Ismael, mientras Angélica continuaba su camino hacia el templo.
—¿ Y si un día de estos salgo a saludarla? De seguro le interesaría hacerme conversación y hasta podría yo acompañarla a misa.
Sin embargo, la extremada timidez de Ismael lo frenaba manteniéndolo siempre junto al alfeizar, pasivamente observando.
De que pasaban otras mujeres, pasaban. Algunas igual o más jóvenes que Angélica, pero a él no le provocaban la misma sensación que esta mujer que caminaba como si flotara, con un garbo fuera de lo común.
En cuanto la noche se acercaba, Ismael recobraba energía del letargo cotidiano, salía hacia el camposanto para cerrar el portón y darle un último vistazo a las tumbas. Recorría todo el panteón a través de las calzadas flanqueadas por enormes cipreses. Las noches de luna le emocionaban. Las tumbas lucían bellísimas con esa luz blanca intensa que se tornaba en azul cuando la niebla despuntaba. Al final del cementerio había una suave colina que descendía donde pasaba el río. Bordeando su cauce unos enormes sauces llorones dejaban caer sus ramas cuyas delgadas hojas acariciaban la superficie del agua, dejando mágicas rayas en el espejo de plata.
—¡Tan pronto pueda, he de terminar de pagar mi lote en esta parte del cementerio!- pensaba Ismael — así estaré separado de las ánimas de los otros difuntos.

El muchacho se las había ingeniado para averiguar el nombre de ella, sus gustos, el ambiente familiar en el que se desenvolvía y el tipo de amistades que la frecuentaban. En una libreta escribía la fecha, la hora precisa y la frase que se repetía: “Angélica me miró y con su sonrisa refrendó el amor que por mi tiene.”
En las fiestas de carnaval las calles se saturaban de parroquianos que en alegres y bulliciosos grupos celebraban las “carnes tolendas”. Angélica no faltaba con su grupo de amigas, todas de la misma edad. Si el sol era intenso llevaban sombrillas y en la noche se hacían acompañar por farolas de papel que asemejaban acordeones verticales. Mientras duraba el jolgorio Ismael fantaseaba en la posibilidad de acercarse a ella portando una máscara y susurrarle tiernas palabras al oído.
Ensayaba una y otra vez las frases que habrían de detonar abiertamente el amor que existía entre ambos.
En las posadas se volvían a reunir los tumultos. Angélica llevaba un cirio que le iluminaba el rostro y para las fiestas patrias solía trenzarse el cabello con listones de los colores de la bandera. Pero en cualquiera de las ocasiones la rodeaban sus amigas y servían para resaltar la belleza de Angélica.
Para Ismael no tardaría mucho en que Angélica sería su prometida. Eso le constaba porque nunca había visto que hubiera algún muchacho que la cortejara.
Era lógico–pensaba Ismael, — suele sucederle a las mujeres más hermosas que se convierten en inaccesibles y pocos hombres tienen el atrevimiento de acercarse y entablar una conversación.
Estaba resuelto a pedir la mano de la bella doncella y garantizar a sus padres la solvencia de su negocio. Recordaba la trillada frase que solía usar su Padre: “En la funeraria, como en la casa del jabonero, el que no cae, resbala,” y aunque no fuera un negocio demasiado lucrativo, Ismael podría demostrar que era una actividad honesta donde invariablemente todos, tarde o temprano, tendrían que solicitar sus servicios.

Apenas comenzaba la canícula cuando se desató una feroz epidemia de disentería. Ismael parecía a no darse a basto de tanto difunto, especialmente niños y ancianos. Los niños ocupaban féretros tapizados de raso blanco. Como “angelitos” que eran, la gente gustaba de tomarles fotografías antes de que se cerraran los ataúdes.
El magnesio usado como flash para iluminar los retratos fotografiados con el daguerrotipo dejaba una nube de humo blanco que causaba escozor a los que lo respiraban. Esas noches se volvían infernales para Ismael que padecía de asma. Se le cerraba la traquea y comenzaba con un interminable silbido que le causaba angustia.
No dormía, tenía que pasar toda la velada sentado entre cojines y bebiendo con frecuencia la infusión de epazote de zorrillo. Esa hierba milagrosa que su Abuela le había enseñado como eficaz remedio para el asma y que la recolectarla entre las tumbas. La conocía tan bien que la sabía diferenciar de los otros epazotes silvestres.
También su abuela le había enseñado dónde encontrar el “zapatito de la virgen”, una planta que era útil para curar dipsomanías. Claro que se debía usar en la dosis adecuada y dependiendo mucho de si había sido un año seco o muy lluvioso. Más de cinco borrachos habían perecido por descuido de quien se las suministrase. Los que la libraban no volvían a beber en su vida. Y si por error les arrimaban algún trago, con sólo olerlo, se les desataba un vómito recurrente por varias horas.

Ismael sólo conversaba con dos personas: El médico y el párroco. El cura se entendía bien con él porque Ismael convencía a quienes solicitaban sus servicios de enterrador que era imprescindible contratar tanto misas de cuerpo presente como novenarios y si el presupuesto alcanzaba, las misas mensuales de rigor. Ahora bien, el funeral nunca estaba completo sin que el cura encabezara el cortejo y rociara de agua bendita al catafalco antes de que se lo tragara la tierra.
—Es por el bien del difunto— les decía Ismael, ya que sin esa última bendición, se corría el peligro de que el muerto no quedara en santo reposo y fuese utilizado por alguna persona de las que son dilectas a la brujería. Esta gente de oficio negro buscaba en las madrugadas alborotar a las ánimas y hasta les arrojaban prendas o fotografías para que las almas en pena hicieran el maligno trabajo. Así que con tales argumentos, Ismael y el cura hacían un mejor negocio.
El médico era otra cosa. Su conversación siempre era para alertar a Ismael de que se protegiera de los gérmenes cuando el cadáver portaba alguna infección contagiosa. En esos casos, el enterrador sellaba el ataúd y no permitía que permaneciese destapado durante el velorio.
A Ismael le asombraba el morbo de muchos de los dolientes. Esa compulsión de ver cómo quedó el muertito, destapar la caja y quedarse observándolo. Los comentarios que se repetían: “¡Qué tranquila quedó!” o el típico —¡Mira, se ve contento…ya está acompañando a Nuestro Señor!”
Cuando ya había amainado la epidemia y todo parecía que volvía a la normalidad, Ismael entró en un gran desasosiego. Angélica había dejado de ir a la misa de doce. Eso lo perturbó en demasía. No habían transcurrido tres días cuando se decidió por ir hasta donde ella habitaba. Para que no fuese observado por los siempre metiches parroquianos, tramó irse por las azoteas, cruzar por la alameda y volverse a trepar hasta la casa solariega de Angélica.
Y así lo hizo. No dejaron de ladrar los perros ante el intruso que ágilmente saltaba y se deslizaba entre tejados, y azoteas de mampostería. Era noche de luna nueva por lo que la obscuridad reinaba y el había guardado cuidado de vestirse todo de negro.
Al llegar a casa de Angélica descubrió que todas las habitaciones estaban cerradas y sólo el velador dormitaba junto al zaguán. Guardó silencio tratando de penetrar los muros de la casona. Procuró disminuir la frecuencia de su respiración como si con ése esfuerzo lograse escuchar con mayor fidelidad. Nada se escuchó.
Con las manos sudorosas y el corazón palpitándole, retornó a la funeraria. Ya en la madrugada, al filo de las cinco de la mañana, no pudo aguantarse más y fue a donde el Médico vivía y tenía su dispensario contiguo.
—¿Qué te sucede Ismael? ¿Pasaste mala noche?¿Te duele algo?-lo interrogó el galeno.
—No médico, estoy en perfecta forma– repuso el joven enterrador.
—¿Entonces, ¿ qué se te ofrece?
—Mire médico, a decir verdad, yo soy amigo de la señorita Angélica, la hija de Ángel Espinoza, el talabartero.
—Sí, los conozco bien. Bella muchacha tu amiga.
—Resulta que siempre la saludo cuando va a misa de doce, pero ya van para cuatro días que no pasa y eso me ha inquietado. Pasé a visitarla a su casa pero nadie me respondió.
—¡Ah, qué muchacho! ¿No te avisó que se ausentaron unos días porque se fueron a la capital? -repuso el médico con un dejo de displicencia.

Ismael pidió disculpas por haber sido inoportuno y se retiró a su oscura funeraria.
Pasaron dos días más y su corazón volvió a recobrar la alegría. Pasó junto a la ventana más radiante que nunca y con un nuevo atuendo, la hermosa Angélica.
Así se renovó el ritual de Ismael: Esperar cotidianamente el momento en que la amada pasara caminando junto a su ventana y retornara de misa con su alma reconfortada.

Si las miradas se cruzaban a través del vidrio, ambos guardaban un profundo silencio. Sólo las campanas de la iglesia servían de referencia y como si fueran vasos comunicantes, la emoción que recorría por sus venas, provocaba una exquisita sensación en Ismael.
Las campanas que doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste, era música para los oídos del lánguido enterrador.
Cortaba los tablones, usaba el berbiquí, ajustaba los féretros para luego tapizarlos por dentro con acolchados aparentes y barnizarlos por fuera. Luego ponía los herrajes y finalmente el Cristo doliente de metal dorado o plateado según combinara con el diseño.

No faltaban sus recorridos nocturnos por el panteón y a esperar a que llegara un familiar alarmado, solicitando sus servicios urgentes cuando hubiese fallecido alguno en la comunidad.

Pasarían algunas semanas cuando de pronto se volvió a notar la ausencia de Angélica.

No tardó ni un par de horas cuando llegó Ángel el talabartero con el rostro desencajado. Abrazó al muchacho sin poder contener el llanto. Un llanto desgarrador
—¡Mi hija, mi hermosa niña, ha muerto!
La noticia fue un balde de agua para Ismael.
Confuso, sin saber qué hacer, sentía que su cabeza le daba vueltas.
Respiró profundo y dándole palmadas al angustiado padre de su adorada Angélica le dijo: –Yo me encargo del funeral, usted busque la resignación en Cristo.

Ismael se esmeró en preparar el féretro más bello que se hubiese construido en Santa María. Adosó unos ángeles labrados en madera que tenía desde tiempos de su abuelo. Acojinó el interior con las mejores telas y se cercioró de que no le faltara nada para luego ir por el cadáver de la siempre deseada muchacha.
Sus ojos estaban desorbitados cuando llegó y la vio a ella, hermosamente acostada en su lecho de muerte. Pidió que lo dejasen a solas, según dijo, para amortajarla.
Al cerrarse las puertas de la habitación, se apresuró a acercarse, la observó con un detenimiento que jamás había mostrado por cadáver alguno. La tomó en sus brazos y con un sollozo apenas imperceptible, le besó su rostro, su cuello y finalmente sus labios.
Hubiera deseado no separarse un instante de ése frío y aún suave cuerpo.
No te alejes de mí—musitaba el muchacho.
Pronto estaré contigo.

La familia le había pedido que la amortajara en casa y así lo hizo. No se despegó del catafalco ni un instante. Veló junto con los demás dolientes, como si fuera uno más de la familia.
Encabezó el cortejo junto con el cura. Era de tanto impacto la noticia de la muerte de Angélica que materialmente el pueblo entero, observó como pasaba el cortejo, lento y rítmico por la calle principal.
Ismael se afanó en que la sepultura quedara en la colina que tanto anhelaba como última morada.
Los dolientes se fueron alejando y el permaneció de pie, observando la tumba, con la tierra fresca y un cerro de flores blancas que estaban amorosamente dispuestas.
En el crepúsculo, se retiró del panteón. En esta ocasión no cerró las rejas y con un caminar cansado, abatido por el dolor, retornó a la funeraria.

II.
Las doce sonaron en el reloj de la iglesia. El viento gemía entre las ramas de los cipreses, mientras que los sauces se agitaban violentamente dando latigazos al cauce del río. Con el reflejo de la luna, sus reflejos se veían como chispas plateadas en la superficie del agua.
Entre los cipreses apareció la delgada figura de Ismael. Se acercó a la tumba de Angélica y se avalanzó hacia la tierra, estrujándola, como si pudiera abrazarla con todo su cuerpo.
Se irguió y comenzó a remover la tierra.
Su corazón latía cada vez con más violencia, mientras escarbaba frenéticamente la sepultura. Las puertas de una capilla cercana se golpeaban con el viento y crujían sobre sus goznes con chirridos agudos y estridentes. Voló una lechuza blanca y se posó sobre una cruz que sobresalía entre las tumbas. La fuerza del viento erizaba el plumaje del ave nocturna.
Ismael estaba fuera de sí cuando golpeó el catafalco y el resto de la tierra lo escarbó con sus manos llegándose hasta sangrar las falanges. Una vez expuesto el ataúd, tomó un pico y empezó a golpear la madera.
Las negras nubes ocultaron el redondo y blanco disco de la luna. Comenzaba la tormenta con relámpagos que encendían más el blanco resplandor de las tumbas. Arreciaba la lluvia cuando por fin desprendió la tapa.
Un relámpago iluminó el pálido rostro de Angélica que comenzaba a humedecerse con la lluvia.
El enterrador se lanzó sobre el cuerpo, lo tomó con delicadeza inaudita y lo sustrajo de su caja. El vestido de encajes y tules se empezó a impregnar del lodo mientras él la conducía cargándola en brazos por las calzadas del cementerio.
Primero pasó por las tumbas más humildes y luego por las otras criptas o capillas más opulentas que estaban cercanas a las rejas de la entrada del camposanto. El cielo tronaba con un ruido sordo, grave y marcaba una tétrica sinfonía al ritmo de la lluvia que escurría entre los tejados y canaletas del desagüe.
El silbido del viento parecía un crispado lamento largo y desolador.
Así caminó Ismael con su amada inerte. Al atravesar el pueblo se escucharon lejanos ladridos de perros y algunas voces perdidas en el interior de las casas. Con la tormenta, nadie se asomaba por las ventanas e Ismael arreciaba el paso hasta llegar a la funeraria.
Después, un silencio; un silencio que llenaba la habitación donde la depositó con una ternura poco común.
Le acomodó su vestido. Tomó un trapo, le secó su rostro y manos. El amado le pasaba la mano por la frente con suaves caricias.
Musitaba palabras ininteligibles mientras que la duela del piso provocaba ecos de sus pasos que van y vienen trayendo los candelabros, cirios, floreros y un enorme Cristo con pedestal de plata.
El pálido enterrador empezó con su crisis de asma que parecían ahogarlo mientras las temblorosas manos se dedicaban a encender velas. Su respiración se tornó más fatigosa cuando el incienso del copal y mirra empezaron a exhalar sus nubes aromáticas. El joven empezó a tener estremecimientos involuntarios que anunciaban la cercana presencia de convulsiones. La oscuridad de la habitación se había desvanecido con las luces de los candelabros que parpadeaban produciendo extrañas sombras en paredes y techos. Angélica con su cuerpo inmóvil se veía temblorosa por el efecto de las candelas.
Ismael cayó convulsionándose sobre el cuerpo de ella.
—¡Por fin eres mía! —exclamó entre su agitada respiración asmática. Le tomó la cabeza acercándosela para darle un beso en sus labios desteñidos sin las reminiscencias rojo púrpura que tenía en vida para luego volverla a recostar. Con mucho cuidado depositó su hermosa cabeza sobre la mesa y cerrando los ojos intentó arrullarla amorosamente.
En una de sus convulsiones golpeó al candelabro cayendo éste sobre la duela cubierta de aserrín. El fuego se esparció con rapidez convirtiendo el lugar en una capilla ardiente.
Mientras caían las vigas ardiendo del techo que se derrumbaba y entre el chirrido del fuego abrazando a la madera, se escuchó a Ismael que lanzó un agudo grito.

Al día siguiente volvieron a doblar las campanas de Santa María. Nadie sabía si doblaban tristemente por Angélica, por Ismael o porque ya en el pueblo no había el enterrador que pudiera darle cristiana sepultura a habitante alguno.

Juan Okie G.

Shopping Mall


Se humedeció los labios e inició su reporte: Falta un día para Natal, es decir Navidad en portugués. Fluyen como torrente humano compradores de todas las edades. Se detienen y revisan aparadores del centro comercial o “Ibirapuera Shopping Mall”. Abrazan a su pareja, arrastran niños que berrean, sumergen bebés entre pañales.
Día de “Shopping” para todos, unos compran, otros solamente ven y los más, se ilusionan. ¿Quién inventó la Navidad? ¿Quién creó el concepto de “Shopping Mall”?

Quien haya sido es un genio que destruyó eficazmente alamedas y parques en las poblaciones, aniquiló el encanto de mercados y calles de género: De joyeros, relojeros, vestidos de novia, etc. Todos son arrastrados hacia el centro comercial que los devora. Sentimientos envueltos con moños y lustrosos papeles de fiesta. Algunos tendrán una “feliz natal”, otros depresión. Todos serán más pobres dejando de ser humanos; consumidores evolucionados. Los que no pudieron “hacer sus sueños realidad” serán fáciles presas de la violencia en sus favelas, hogares, o de sus parejas.
¿A dónde van? ¿Qué buscan? Dan vueltas como abejorros alrededor de una candela, con entusiasmo o con fastidio. Ven, caminan y se dejan seducir. Llevan bolsas de asas, bolsitas de plástico pero la mayoría no lleva nada.
Construyen sueños. Finalmente como en una telaraña, los atrapan.
-Eso es lo que observé- dijo el joven de túnica blanca, sandalias y cabello largo.
-Hemos fracasado- respondió el hombre mayor, también barbado, con canas plateadas.
-No perdamos la esperanza—repuso el joven.
-Hijo, es un ejemplo, el gran negocio es de quienes beatifican a protectores de pederastas, genocidas o monjas usureras. ¡Súbete al Corcovado, conviértete en escultura y que caven sus propias tumbas! El anciano, guardó silencio. Sus ojos inundados de lágrimas.
Jesús, obediente, amaneció en lo alto bendiciendo a la Bahía de Río.

por Juan Okie G.