La Concha

Hay una época en la vida de uno donde las ilusiones te invaden y piensas que puedes salvar todas las cosas que ves tristes en este mundo. Debido a la extensión de estos episodios vividos los debo fragmentar en varias colaboraciones.

 

 

 

 

 

Mi papá me había regalado una cámara y para mi clase de fotografía me fui de excursión fotográfica para luego seleccionar las fotos que habría de revelar. Es así como llegué al paraje de la Concepción conocida como “la concha”. En ese entonces se accedía por un camino de terracería que partía de Tepozotlán, estado de México. Estaba al pie de una presa. Era un casco de hacienda abandonado con una pequeña capilla frente a la cual había una escuela rural de apenas 3 salones y que estaba en un completo abandono. Me paeció lamentable ver una escuela cerrada. Muy cerca había un tendajón y fui a platicar con el dependiente. Me explicó que la escuela estaba cerrada porque “la güera” así lo quería.

–¿Y quién es esa “güera” que impide funcione una escuela?–, pregunté indignado.

–La dueña de “La concha”.

Resultó que el muchacho del tendajón tenía las llaves de la escuelita y acordé con él que organizaría un grupo de labor social para ir a dar clases a los niños cada sábado.   Y así fue. Organicé a mis amigos que básicamente éramos de la Universidad Iberoamericana y unas bellas amigasdel Liceo Francés.

Muy temprano, los sábados iba en mi “Jeep” a recoger a mis voluntarios y llegábamos a la escuelita que habíamos ya desenpolvado, pintado y reparado lo que en nuestra impericia nos permitía. El pequeño jardín reverdecía con los cuidados que le prodigábamos. Un pedazo de riel colgado en el “porche” hacía las veces de campana. Con una piedra lo golpeaba y era la señal para que los niños de diversas edades llegaran al plantel. Los desvencijados pupitres de madera los pintamos de vistoso colores, y como si fueran pequeños pueblitos, cada pasillo entre pupitres tenía el nombre de una calle y numerábamos cada lugar como si fuesen casas.

Descubrimos que muchos de los niños llegaban con el estómago vacío por lo que les llevábamos para desayunar y con corcholatas a las que asignábamos cierto valor numérico les enseñábamos a comprar sus alimentos. De esa forma y como juego cumplíamos una doble función: Comían y aprendían las operaciones básicas de matemáticas.

Entre los chicos destacaron dos de ellos: Víctor y Hortensia. Víctor era pastorcito y llegaba más tarde poruqe tenía que meter al corral a sus chivos y borregos, luego bajar del cerro y acudir a clases. Hortensia vivía en una cobacha a escasos 200 metros.

La historia de Víctor se las dejo para otra ocasión.

Hablemos de Hortensia.

Una linda niña, pequeña de estatura con enormes ojos negros y su cabello en pretendido peinado de trenzas pero desaliñado. Traía siempre un rebozo y era extremadamente tímida. Por eso sus compañeros se burlaban de que era tonta. Pero no lo era. Rápidamente se avispó y empezó a aprender las letras, a leer pequeñas oraciones, sumaba con agilidad y hacía unos dibujos encantadores. Muy dedicada, era la primera en estarnos esperando a pie de carretera.

Un buen sánbado, Hortensia no llegó.

Pregunté por ella y los chicos me dijeron que su papá era muy malo y le pegaba cuando andaba borracho.   Fui a buscarla a su “casa” y su madre salió. Mientras hablaba con ella, noté que en la penumbra del interior, medio escondida, Hortensia escuchaba nuestra plática. Su madre me prometió que Hortensia regresaría.

Al siguiente sábado se reincorporó Hortensia en la escuelita. Llegó con su rebozo puesto pero durante toda la primera parte de la sesión escolar nunca se quitó el rebozo y como si tuviera frío, se abrigaba con él dejando apenas perceptible sus ojos.

Durante el recreo, la vi alejada de sus compañeros y ensimismada. Me senté junto a ella y comencé a platicarle. Al principio se resistió en comunicarme lo que le pasaba. Finalmente logré que me mirara y lentamente me permitió le descubriera el rostro. Su mejilla inflamada tenía una marca que comenzaba a cicatrizarse. Era una quemadura.  Al leer la marca a la inversa descubrí lo que decía.  En ataque de violencia, su padre ebrio tomó la lata de sardinas que servía como sartén para hervir sus frugales alimentos. Se la restregó en la cara.  Le dejó de por vida marcado su rostro con el sello de: CALMEX.

Hay marcas que la vida nos deja en la memoria o en lo que llamamos alma o corazón, sin embargo, hay miles de marcas que dejan lastimado físicamente el cuerpo de niños, mujeres y personas como si fuera necesario adicionar al maltrato psicológico una señal permanente del abandono y desamor.

La violencia intrafamiliar no solo se da en las familias de pobreza extrema. Se da en todos los niveles de nuestra sociedad, parece exacerbarse en nuestro país donde la violencia es ya generalizada y como eco se escucha “la letra con sangre entra”.