El último milagro

Con esta entrega terminamos la serie de San Antonio. Aunque pudieran haber otros episodios qie pueden identificarse de “milagros” no deseo aburrirlos y las siguientes semanas tendremos otros temas que platicar.

Yo tenía dos amigos que aparentemente no tenían por qué conocerse ni nada en común. Ella era una doctora conferencista en nuestros eventos. La conocí casada con un hombre maltratador. Ella bella e inteligente sin embargo había estado unida a una persona que en público la denostaba. Sentía pena por ella. Afortunadamente un día se armó de valor y se divorció.

El era amigo de muchos años y se había divorciado. Vivía solo y visiblemente triste.

Resulta que un día quedamos para comer con su mamá por el rumbo de la colonia Hipódromo Condesa. Yo iba en medio del caos vial y veía que llegaría muy retrasado por lo que les hablé para pedirles que empezaran a comer y que yo llegaría.

En efecto, llegué al postre. Su mamá en tono de reproche me dijo: “¡Tienes que enmendarte. Ha<z algo por mi hijo que está muy solo, preséntale a una buena mujer!”

Les comenté que tenía a tres candidatas. Opté por empezar con mi amiga de referencia.

Ni corto ni perezoso tomé el celular y le marqué. Le pregunté si tenía compromiso al día siguiente y me respondió que no, por lo que le informé dónde sería el desayuno al cual yo no iría y le alcancé la bocina a mi amigo para que se conocieran. Los dos turbados no les quedó otra que aceptar verse.

Ahí todavía no pasaba nada con San Antonio.

Pero en un par de semanas teníamos un evento en Morelia donde ella estaría en escena y procedí a invitar a mi amigo para que nos acompañara y la viera en su desempeño profesional. El aceptó.

En el Centro de convenciones de Morelia, y con solo cruzar una avenida estaba el restaurante donde ofreceríams la cena al grupo de conferencistas.

En la mañana fui personalmente a reservar un saloncito. Aunque el Restaurante se llama San Miguelito en su interior está plagado de íconos de San Antonio. Especialmente en el centro del lugar hay un San Antonio de madera casi de tamaño natural que está puesto de cabeza, rodeado de veladoras. Con gran sorpresa vi que al pie de la imagen había un libro donde las parroquianas escriben los favores que solicitan al santo y los agradecimientos que dan por sus milagros cumplidos.

Se me encendió el “foco” y le dije a la Gerente si me ayudaba a escribir un recado con su letra (no fueran a identificar mi caligrafía) y ella gustosa procedió a escribir el recado:

“San Antonio querido, soy “fulanita de tal” (mi amiga) y por este medio te pido con humildad me hagas el favor de convencer a “fulanito de tal” (mi amigo) para que me haga su novia y de ser posible se case conmigo”

Terminamos el recado, aparté el salón y agradecí su ayuda.

Ya en la noche llegamos en animado grupo, cenamos echando chistes y guasas sobre San Antonio y su vocación de milagrero para ayudar a las mujeres desesperadas.

Le sugerí a una de las compañeras que fuesen las mujeres a ver el libro de recados. Ella invitó a varias de las mujeres entre ellas mi amiga la de la historia.

Muertas de risa se pusieron de pie y acercándose al libro empezaron a leer los recados más recientes. De pronto mi amiga pegó un grito.

–¡Ay! No, yo no escribí éste recado—explicaba con sorpresa.

Las demás se empezaron a reír y le decían que era su nombre y que para más señas decía que era “doctora” así que no había confusión.

Ella insistía que no. Fue tanto el escándalo que todos los que estábamos en la mesa fuimos a ver de qué se trataba el recado. Entre los de la bola iba mi amigo.

Leímos su súplica.

Reíamos todos. Ella afligida, confundida, no sabía que hacer.

Mi amigo la tomó de la mano y le dijo algo al oído.

Ella asintió.

Unos días después, anunciaron formalmente que ya eran novios. Pasaron 13 semanas o más y nos invitaron a su boda. Un matrimonio desbordado en felicidad y amor, todo con la ayuda de San Antonio de Padua nacido en Lisboa, Portugal y que en Morelia, Michoacán refrendaba su talento para que las mujeres encuentren a su pareja anhelada.