Cicatrices tempranas

Cuando fuimos niños estuvimos sometidos a un permanente proceso de maduración.

Es una etapa donde estamos indefensos pues carecemos de experiencia de vida.

Muchos factores afectan nuestra manera de sentir y pensar. Especialmente ante la impotencia de poder resolver esos agentes estresores y de no contar con los elementos para reducir su amenaza. Es muy probable que nos dejen cicatrices tempranas y que habremos de cargarlas toda la vida si no las analizamos.

Los especialistas las llaman “huellas de la infancia” y las clasifican en cinco tipos principales. Muchas de ellas las ocasionan nuestros propios padres, hermanos, abuelos o personas cercanas con las que tenemos una relación emocional estrecha. Esas heridas o huellas van a influir en gran medida en la conformación de nuestra personalidad adulta.

Para paliar las huellas existen las máscaras. Las máscaras cubren el verdadero rostro de las personas. Son míticas. Existen ancestralmente y persisten hoy en día en los carnavales y en las fiestas de disfraces. Ya en las tragedias griegas los actores usaban máscaras y en todos los ritos humanos vamos encontrando el reiterado uso de las máscaras.

La máscara cubre nuestras debilidades. Te da fuerza y sientes que logras un poder. Poder sobrenatural que se ha dado en todas las culturas y que vemos claramente en los superhéroes de los comics o hasta en la lucha libre.

En el Fantasma de la Ópera, el personaje principal cubre su rostro con una máscara y lo convierte en un ser enigmático, poderosos y sumamente atractivo. Ese fenómeno de ponerse una máscara incide en cada uno de nosotros para tapar nuestra debilidad, cubrir la huella o cicatriz que tenemos desde la infancia y que nos impide un crecimiento armonioso.

La máscara habrá de protegernos.

Como mencionamos anteriormente, las huellas o cicatrices de la infancia que se han clasificado por los especialistas corresponden a su vez a cinco distintas máscaras que son reflejadas a través de nuestra personalidad.

La sensación de ser rechazado por uno o los dos padres es la afectación más severa que percibe el niño desde pequeño. El no sentirse aceptado, el que no se le prodiguen mimos, caricias o ternura afecta enormemente a nuestra persona. Puede ser un rechazo inconsciente que tienen los padres y que quizás su origen viene de que no era el embarazo deseado o sentían que no era el momento oportuno para tener al hijo quizás o no supieron ser padres. La cicatriz que deja en la personalidad en cierta forma impulsa al individuo a colocarse una máscara como decíamos. La máscara le sirve de autoprotección. Para el rechazo la máscara que más se ajusta es la de una personalidad huidiza. Son esas personas que huyen de los problemas, evitan enfrentar la verdad, esquivan compromisos y se muestran siempre ambivalentes e indecisos.

El abandono –del cual ya hemos hablado anteriormente en otros escritos– es otra de las sensaciones que nos dejan huella. El sentirnos abandonados desde pequeño nos hace buscar una máscara que nos haga dependientes. Necesitamos depender de alguien, de sentirnos protegidos, buscamos compañía porque no podemos soportar la idea de estar solos y abandonados. En el lenguaje coloquial mexicano le decimos que estamos frágiles o “chipil”. Esa dependencia hacia el que sentimos que nos puede proteger nos inclina a tener relaciones enfermizas donde dependemos de un ser protector, ya sea de la pareja, de los hijos, amigos, o del jefe de la empresa donde trabajamos. Nos sentimos desvalidos si no contamos con la seguridad de depender de alguien. En cierta forma nos hacemos parásitos del otro.

Si en la infancia estamos sometidos continuamente a un trato humillante, donde nos bajan la autoestima constantemente, nos hacen sentir que somos lo peor, la escoria, la basura, nos critican con rudeza, lo más probable es que busquemos una máscara que nos convierta en una personalidad masoquista. Somos entonces los que aguantamos todo, podemos ser las víctimas permanentes de las injusticias y el maltrato. Somos la perfecta mancuerna para las personas sádicas, sean parejas, esposos, maestros, jefes los que nos maltraten y vivamos en permanente aceptación de ser degradados.

Cuando a uno como niño lo acostumbran a ser traicionado, a ser engañado. Cuando nos prometen algo y no lo cumplen. Cuando continuamente nos hacen ilusiones y después nos traicionan y hacen lo contrario a lo que esperábamos tendemos a buscar una máscara que proyecte una personalidad controladora.

Son esas típicas personas que centralizan todo, quieren que todas las personas que están interactuando con ellas carezcan de libertad. Se manifiestan extremadamente celosos, buscan limitar la acción de los otros y no les permiten el que ejerzan su propio albedrío, en pocas palabras castran y controlan a los que tienen que ver con ellos. Sea en las relaciones emocionales de noviazgo, matrimonio, familiares o en el mismo trabajo y los negocios.

En cambio, si en nuestra niñez temprana estuvimos sometidos a una serie de injusticias. Si percibíamos que el trato hacia nuestras personas era desbalanceado comparado con el trato que les daban a los otros, sean hermanos, parientes, amigos o compañeros de la escuela. La injusticia continua nos impulsa a portar una máscara de rudeza, de rigidez y de inflexibilidad.

Es común en esas personas no muestren sus sentimientos y le imponen la disciplina en todo, que castigan con rigor. Son seres que no comprenden al resto de las personas. Viven todo el tiempo siendo demasiado estrictos consigo mismos, con los demás y sus juicios son de una dureza impresionante.

Las huellas o cicatrices de la infancia vienen a ser arrastradas a lo largo de

nuestras vidas si no las procesamos, analizamos o buscamos la asistencia de un psicólogo. Las manifestamos en nuestra personalidad con el tipo de máscaras que hemos descrito y en el fondo nos mantienen en un continuo estado de infelicidad.

El primer paso que debemos hacer para resolver las huellas o cicatrices de la infancia es realizar una introspección para ver los rasgos que tenemos en nuestra personalidad adulta, identificar la máscara que traemos puesta, escarbar en la memoria de nuestra infancia y ver si fuimos sujetos del tipo de hostilidad que causó la huella o cicatriz. Una vez asumida la consciencia de ello, debemos trabajarla y lo más seguro será pedir la ayuda de un profesional.