Chicles

Nos decía nuestro maestro de mercadotecnia Manuel Balbin que el mejor canal para distribuir chicles y otras golosinas era en las esquinas de la Ciudad de México. Quizás tenía razón porque pasan los años y en los cruceros de las vialidades tenemos un verdadero “Circo del sol” que va desde quienes hacen acrobacias, tragan fuego, venden frituras, refrescos, golosinas, los que piden donaciones para Teletón, Cruz Roja, Cáncer de mama, etc. hasta los que limpian parabrisas sacuden carrocerías y los infaltables niños payasitos explotados por sus familiares.

La historia que voy a contar es real y me pasó a mi.

Uno de nuestros clientes recibía al Vicepresidente mundial de su corporación y me pidieron específicamente que le consiguiéramos una visita a la más tradicional farmacia de la ciudad: Farmacia París.

Afortunadamente una amiga nuestra, Luz Portilla, era hija del Director de dicho establecimiento así que después de pedirle el favor y ella amablemente gestionarla con su papá. Todo quedó coordinado a las mil maravillas y no cabía duda de que era la mejor visita que se pudiera hacer.

Quedaron formalmente los ejecutivos de ventas en llevarlo y nos citamos a la entrada de la Farmacia.

El Dr. Portilla gentilmente los recibió y nos llevó en el recorrido que comprendía desde la farmacia tradicional, la de especialidades médicas, el autoservicio, el local de equipos médicos, la botica de preparaciones para fórmulas magistrales, la interesantísima farmacia prehispánica y de herbolaria hasta llegar finalmente al área custodiada por el estado mayor presidencial donde se surten los medicamentos a la presidencia de la república y a los funcionarios del más alto nivel (algo extraño porque ningún ciudadano desearía envenenarlos) pero quedamos todos asombrados con tan maravilloso universo que encierra la farmacia Paris.

Al terminar el recorrido y despedirnos, sucedió algo que con frecuencia vemos en ciertos ejecutivos confianzudos que aprovechan la disciplina de servicio que tiene la agencia de publicidad: Me pidieron que llevara de regreso a tan importante invitado en mi auto pues por cuestiones de seguridad no podía viajar en taxi (el trillado rumor de que nuestra ciudad es la más peligrosa). Y según ellos tenían que continuar sus visitas por la zona. No me quedó de otra que acceder.

Ya en el auto partimos desde el centro histórico, tomamos por Salto del Agua para continuar por Av. Chapultepec rumbo a la zona hotelera de Polanco.

Al primer semáforo que nos marcó el alto brincaron los niños que venden chicles.  Les hice señas de que no quería comprar golosinas.

Al siguiente alto fueron los que pretendían limpiar el patrabrisas. Los rechacé.

El invitado me miraba asombrado y yo le empecé a explicar, en inglés, que era imposible que les fuera comprando y pagando servicios a todos los que estuvieran en las esquinas de nuestro recorrido.

En la tercera o cuarta interrupción del trayecto, el buen Vicepresidente global me suplicó que bajara la ventana y me extendió un billete de cinco dólares para un mocosito muy pequeño que a duras penas se asomba a la ventana.

Me dijo: “Permíteme obsequiarle este billete”.

–¡Es demasiado cinco dólares!—le dije sorprendido y sobretodo pensé en que sería muy complicado para un niñito tan pequeño cambiarlo.

El buen hombre insistió y se lo dimos.

Al siguiente alto se acercaron otros niños y sacó otro billete demostrando una extraordinaria generosidad.

En el trayecto siguiente le expliqué que era muy bello gesto pero que estaba dando demasiado dinero y que no nos constaba si realmente eran niños de la calle o los explotaban los adultos sin misericordia, a lo que me respondió:

“Mira Juan, yo soy Vicepresidente Global de una de las más grandes empresas del mundo. Tengo un extraordinario salario, prestaciones, costosa residencia en Nueva York, una bellísima casa de campo, conozco el mundo entero. Pero tu debes saber que en mi temprana infancia quedé huérfano y durante tres años fui niño de la calle. Me tuve que ganar el sustento, guarecerme de las inclemencias del clima y sobrevivir ante la adversidad.  Un día, una pareja de judíos neoyorquinos se compadecieron de mi. Ellos no habían podido tener hijos. Me adoptaron. Me dieron la mejor educación que podía haber, me pagaron mis estudios universitarios y me relacionaron con los más altos niveles de empresarios. Así tuve la oportunidad de iniciar mi trayectoria profesional y hoy gozo de tanto bienestar que parece un cuento de hadas.  Pero debo confesarte que con todo lo que he estudiado y con todas las oportunidades que he tenido nunca dejo de pensar en que realmente yo también soy un niño de la calle.”

Fue tan impactante su narración que me brotó el llanto. Al tiempo que él empezó a llorar también. Llegamos al destino convenido.

Me agradeció el aventón y al despedirnos me dijo:

“Aprecio mucho el maravilloso recorrido que hicimos por la Farmacia Paris pero más te agradezco el inolvidable recorrido que me diste para refrescar mi memoria”.

A los pocos meses se jubiló.