Amor a México

No sé cuándo se da pero lo que sí sé es que se da. Es amor incondicional.

No en todos los que habitamos el territorio nacional lo llegan a tener pero sí estoy seguro que en la mayoría de los que aquí estamos compartiendo estas tierras.

No se si es porque los lunes en la escuela primaria nos formábamos para hacerle honores a la bandera y cantar el himno nacional lo que nos inculcó esa emoción.

 

No sé si era hipnósis colectiva pero a mi se me quedaron fijos los colores de la bandera en mi alma. Ya sea ver la bandera ondeando, escuchar y entonar el himno o ver los puestos de vendedores de banderas y rehiletes en las esquinas, pero algo me pasa que me alegra el espíritu.

Dirán que soy cursi pero siempre se me enchina la piel cuado canto el himno y veo la majestuosidad del verde, blanco y colorado. Es la única canción que se me de memoria.

 

Amo mi escudo con la majestuosa águila devorando la serpiente sobre un regio nopal e imaginándomelos en un islote y me repateó cuando un pobre diablo la mutiló para hacerla como si fuera logotipo de agua embotellada durante seis años.

A mi me enseñaron a amar y a conocer a mi país. Guiado por mis padres me enorgullezco de decir que conozco toda mi Patria. Desde Tijuana o Nuevo Laredo hasta Chetumal o Chiapas. Cada rincón por apartado que parezca ha compartido mi sudor y cansancio.

He estado agonizando en la selva Lacandona junto al lago Miramar y el Río Jataté o con un ataque de apendicitis en la cumbre de Los Frailes cerca de Pachuca y Tula.

Estuve a punto de morir aplastado entre las rocas y el mar de Puerto Escondido, Oaxaca. Todos fueron momentos en donde aprendí a ver que en México “la vida no vale nada”.

Estuve extraviado en las montañas de Baja California Sur, cerca de la Misión de San Javier, sin celulares (no existían) ni siquiera los “walkie talkies” de juguete y me salvé solo con la ayuda y guía del brillo de una estrella –que aprendí a conocerla desde niño— y que gracias a ella pude llegar hasta Ciudad Constitución.

Hambriento, he compartido la tortilla y granos de sal con los más pobres pero más hospitalarios de los campesinos. Sediento, aprendí a beber agua en un abrevadero junto al hocico de una mula y hastiado he visto los banquetes más extravagantes de los ricos entre los ricos. Aprendí a comer jumiles, chapulines, gusanos, tacos de langosta con frijoles y barbacoa con salsa borracha.

Me ha tocado trabajar en las granjas con los porcicultores para que aprendieran las modernas técnicas de ecología y sanidad. Ver cómo se vence a la fiebre porcina y alcanzar ver cómo se transformó la industria para hoy México sea exportador de carne de cerdo a Korea, Japón y China. He estado en las lejanas casetas de pollos por allá de Mapimi, escuchando aullar a los coyotes las frías madrugadas. O estar filmando infestado de pinolillo y garrapatas en los pastizales de Tabasco.

He brincado fascinado con las dunas blancas y las pozas azules de Cuatro Ciénegas. Ha sido un deleite aprender de los grandes eruditos de la veterinaria, medicina, arquitectura, arqueología, literatura o historia. Y tuve el privilegio de escuchar en boca de Carlos Fuentes la mejor explicación sobre la revolución mexicana que jamás alguien ha superado. Y de niño mientras practicaba el piano, jugué con un General que había sido Presidente y expropiado el Petróleo.

Tengo amigos Mayas, Mixtecos, Zapotecos, Criollos, Blancos, Mestizos y Saltos pa-tras.

Conozco lo oscuro y brillante de nuestro país. Los contrastes. Amo la pintura mexicana, los murales, las portentosas ruinas Mayas, Mexicas, Teotihuacanas, en fin la grandeza cultural de mi Patria.

Y cuando llegan estos días de festejos patrios, amo sentirme ser mexicano.

 

Y hoy más que nunca, me enorgullezco de ver que finalmente vivo en un país –quiéranlo o no–, donde existe ya el respeto a la voluntad mayoritaria.